Publicado el 2017/07/08 por AGN
DIARIO EL MERCURIO
[Alberto Ordóñez Ortiz]
La Tierra -nuestro planeta- es un ser vivo. Vibra. Late. Respira. Sus placas tectónicas cambian abruptamente de lugar y producen los terremotos que podrían ser, -lo sostienen algunos científicos- la respuesta con que se cobra nuestros excesos predadores. ¿Será capaz de tener pensamiento propio? Las plantas piensan y sienten. La ciencia lo ha probado. Los animales, a los que nuestra arrogancia los coloca un rango por debajo del nuestro; alcanzan, no obstante, cotas de pensamiento analógico, es decir, de uno que es capaz de comparar y extraer sus propias y soberanas conclusiones. Los delfines y otras especies lo han logrado. Unos y otros conforman nuestro mundo. Adheridos, algunos, -las plantas-; atados a sus habitats, otros, -lo animales-, son parte esencial del mundo. Lo conforman. Lo representan. Dicho en una frase, son el mundo. Respetan la vida. Jamás son capaces de enfrentarse en guerras entre sí. Por encima de todo aman a sus semejantes y cumplen así con la máxima de Jesús: “ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Cuando las comparaciones evidencian que el hombre es el mayor predador. Que su especie no se integra a las demás, sino que las combate y extermina. A veces por puro “placer”. Que a su conjuro la cadena alimenticia ha sufrido serias fracturas. Que por su culpa la destrucción de la capa de ozono y el descongelamiento de los polos es una amenaza que más pronto que tarde se tomara las islas y los continentes. Que las guerras han sido su contante histórica. Como la bomba atómica y las nucleares. Por eso, cuando la predación planetaria lo señala con su acusador dedo, tenemos que aceptar que la desaparición de la vida en nuestro planeta es obra de nuestra inexcusable responsabilidad. Basta asumir por un momento que sin nuestra presencia la vida florecería en todo su maravilloso y multifacético esplendor.
El ser humano se constituye así en un ser distinto. Un extranjero entre las demás especies. Sus abismales diferencias ponen en pie la teoría -bastante difundida- de que somos los [[descendientes]] de seres de otro planeta. Los que por un irrecuperable accidente del vehículo estelar en que viajaban, tuvieron que forzosamente quedarse en el nuestro. Que su capacidad depredadora -debilidad, más bien- es consustancial a su extraña naturaleza. No podemos olvidar que hay minas profundas en las que yacen los conocimientos de mundos enterrados y de hondos secretos herméticos.
Sea de ello lo que fuere, se hace menester que recuperemos nuestra cuota de humildad. Y que, en ese orden, recordemos que gran parte de nuestros inventos son copias de lo que perteneció y pertenece al mundo “animal”. Pruebas al canto: “Hay ciertos insectos que se propulsan por reacción. El pez torpedo dispone de condensadores fijos, de pilas e interruptores de corriente eléctrica. Las hormigas practican la ganadería y la agricultura, y tal vez usan los antibióticos. El pez (Gimnarcus niloticus) tiene generadores de tensión y aparatos capaces de apreciar ínfimos gradientes eléctricos”. Recuperar la humildad es reconocernos en los ojos de las luciérnagas cuando iluminan las noches más oscuras. (O)
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