Crónica presenta a sus lectores una historia que denunció en su momento ante las autoridades competentes. Esta vez el relato es más personal, enfocado a dejar saber lo que significa que un trabajo increíblemente creativo y motivante, el periodismo, pueda resultar peligroso. En los últimos meses se han encadenado ataques a diversos periodistas y eso hace válido relatar lo que Daniel Blancas, el autor del texto, vivió este mismo año. Se trata de un ejercicio que se unirá a otros que, desde otros diarios, también expresarán ante el lector la incertidumbre que se vive al ser víctima de amenazas.
“Papá, ¡ya no quiero que vivamos aquí!” | La Crónica de Hoy
Mientras en el restaurante se servía el pozole, llegó a casa la corona mortuoria…
Había sido entregada junto con un sobre amarillo a las 4:43 de la tarde, según corroborarían después las cámaras de seguridad del fraccionamiento.
En la reunión familiar pactada a esas horas, algunos tenían ya sobre la mesa ese caldo ancestral con surtida de cerdo. Nos habíamos citado en una pozolería de recién apertura en la zona.
12 de mayo de 2017, fecha tatuada para siempre.
Apenas mes y medio antes habían asesinado en Chihuahua a la periodista Miroslava Breach, columnista del Norte de Ciudad Juárez y corresponsal de La Jornada. Su muerte había reavivado el tema de la vulnerabilidad del ejercicio periodístico en el país.
En los primeros cuatro meses del año, sumaban ya cinco ejecuciones de reporteros en México: además de la de Breach, la de Cecilio Pineda en Guerrero (La Voz de Tierra Caliente), la de Ricardo Monlui en Veracruz (El PolíticoSol de Córdoba Diario de Xalapa), la de Maximino Rodríguez en Baja California Sur (Colectivo Pericú) y la de Filiberto Álvarez en Morelos (La Señal de Jojutla).
Viernes 12 de mayo… Después de cinco meses, nada. Sólo disimulo de la PGR y de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México, como si debiera consumarse la muerte para investigar con seriedad y ofrecer resultados.
Aquel día, en el trayecto de regreso al departamento —ubicado en la colonia Culhuacán—, sonó el celular.  “Lulú-vecina”, se leía en el identificador de pantalla.
—Daniel, ¿todo bien? —preguntó inquieta y sin saludo previo.
—Sí Lulú, ¿qué pasa?
—Estamos preocupados por ti.
—¿Por qué?
Hubo un silencio incómodo…
Tras algunos segundos, soltó: “Llegó a la unidad una corona de muertos para ti, ¿qué ha sucedido?”.
Sobrevino un primer zarpazo de miedo y confusión, apenas contenido para no alertar a la familia, ya relajada al interior del coche después de la comilona.  
“Estoy bien, en un rato platicamos”, alcancé a susurrar.
¿Corona?, ¿muerte?... Seguro todo se aclararía al llegar a casa.
La puerta de acceso al estacionamiento se encontraba abierta. En la  caseta de vigilancia, como soldado en ceremonia oficial, esperaba don Lucio, el administrador.
Y ahí estaba la corona, recargada en la pared frontal del patio: con sus mechones verdes, sus guirnaldas al centro y un trenzado de rosas blancas y rojas; monumental, casi del tamaño del pánico. Un listón morado la cruzaba, con su mensaje funesto: “Tus amigos nunca te olvidarán, Dany”.
Todos la vimos, mudos. Ellos, esposa e hijos, sin saber de qué se trataba. Apenas hubo fuerza para decirles: “Suban, ahora los alcanzo”. Faltaban ya cinco minutos para las siete de la noche…
Seguí los pasos, entre las escaleras, de esa mujer menuda, compañera de vida, quien en las horas y días de angustia se convertiría en fortaleza inquebrantable.   
El administrador se acercó:
—Te llegó este sobre y una corona…
—¿Quién la mandó don Lucio? –pregunté sin pensar.
—La recibió el vigilante.
—Pero, ¿quién?
—La trajeron en un taxi. El chofer sólo dijo que era para Daniel Blancas. Don Toño (el vigilante, quien ese viernes salía a las 5 de la tarde) no quería recibirlo, pero el taxista insistió en que era para ti y no podía regresarlo. Por eso aceptó que la dejaran en el estacionamiento.   
Abrí con desesperación el sobre. Contenía tres fotografías personales, en una aparecía con ­mi esposa. Y una hoja con las siglas: C.D.G. ¿Cártel del Golfo?
Subí como pude al departamento, tambaleante. Ella estaba ahí, a salvo, en el riego de plantas exteriores. Le pedí nos quedáramos en el pasillo, para relatarle lo sucedido sin alarmar a los niños. Apenas terminé, me retorció de un abrazo y bajó aprisa hacia el estacionamiento, donde don Lucio permanecía inmóvil, como a la espera de algo  desconocido. Y fueron las mismas preguntas sin respuesta.
¿Qué se debía hacer? ¿Estaba en riesgo el hombre, el reportero, o ambos? ¿Acaso no son lo mismo?
—Llama al periódico –me sugirió ella. Desde el teléfono de la caseta, marqué el número directo de Francisco Báez, director del diario.
—Paco, ha pasado algo terrible… 
Escuchó en silencio, como si el silencio pudiera ser antídoto contra el miedo. Le iba contando mientras, por el móvil, le compartía fotografías del envío siniestro.
—¿Dónde estás ahora? –preguntó al fin.
—En casa.
—La prioridad ahora es tu seguridad y la de tu familia. Déjame poner en orden las ideas, compartir lo ocurrido con la gente del diario, te llamo en unos minutos para ver qué hacemos.
Báez y Arturo Ramos, subdirector editorial, serían en las semanas siguientes aliados en este naufragio de inquietud. Las amenazas al trabajo reporteril también trastocan fibras del medio de comunicación en un país donde, de manera paradójica, son cada vez más los casos y menos los protocolos efectivos de seguridad y defensa de periodistas.
El periódico optó por solicitar el respaldo de la Policía Federal. Se pactó para la mañana siguiente un encuentro con el comisario Gustavo Luna, coordinador de Investigación de gabinete, y su equipo.
Aquella noche del 12 de mayo, alentado por otros amigos reporteros a quienes compartí lo ocurrido, se decidió transitar por una vía paralela: la PGJ de la CDMX.   
En medio del infortunio, el dolor de quienes más se quiere es en realidad la mayor desgracia. Ante el nerviosismo, las llamadas urgentes y sobre todo la corona colosal en el estacionamiento, resultó imposible ocultar la noticia a los hijos, de 12 y 10 años. Cómo describir el momento de verlos marcharse entre llanto, de la mano del amigo encargado de resguardarlos durante el trance. Cómo animarlos, un par de días después, a regresar a casa. Cómo soportar su temor reiterado: “¡Papá, ya no quiero vivir aquí”. En busca de un remanso de calma, sería inevitable huir, cambiar de domicilio, girar la vida.
Tras varias consultas con funcionarios de la PGJ sobre cuál era el mejor camino, se acordó para esa misma noche una cita con Gustavo Terán Pulido, titular de la Fiscalía para la Atención del Delito de Secuestro (FAS), ubicada en Azcapotzalco y la cual se ocupa además de las denuncias de extorsión.     
Había que enfrentar la calle por primera vez, con todos sus fantasmas y tormentos. Es otro de los golpes más arteros de la intimidación anónima: sospechar del coche estacionado en la esquina, del andariego recargado en el poste, de los automovilistas contiguos, de miradas, gestos, pasos y respiros ajenos… y hasta de las sombras.  
¿Y si afuera ya espera un sicario, un matón? ¿Si alguien vigila, persigue, asedia? La sensación se ha prolongado 150 días, aunque atenuada por el trajín de la cotidianidad y las zancadas del tiempo.
Decidí solicitar el apoyo de una patrulla para el traslado hacia la Fiscalía. Nunca llegó… Al menos había de cruzar la puerta del fraccionamiento. Atreverse. Entre la penumbra del callejón, se oía como un eco lejano el ulular de una sirena. “Son ellos, los policías”. Hube de correr dos calles largas para alcanzar el vehículo oficial.
—Soy reportero, fui amenazado y necesito su ayuda.
—No le entiendo —se limitó a decir el uniformado en el asiento del copiloto.
—Me amenazaron, ¿podría acompañarme al Ministerio Público?
—Estamos en el rondín de rutina, no podemos ayudarlo, llame al 066.
Fueron súplicas inútiles…
Solo, de la mano de mi compañera, llegué a Azcapotzalco más allá de las 10 de la noche. El acceso fue inmediato.
—Ya lo espera el fiscal —dijo uno de sus colaboradores.
Nos condujeron a una pequeña estancia, con un par de sillones mullidos. En la espera pensaba en la imposibilidad de llegar aquí, a esta antesala, de no ser por la condición reporteril. ¿Cuántas semanas, meses, quizá años habrán de pasar para que una víctima sin las concesiones de una profesión próxima al poder pueda estar frente a una máxima autoridad de investigación delictiva?, ¿acaso nunca? Asfixiado por el pavor, lo agradecí.
Al paso de los meses, aquella celeridad del inicio se transformó en olvido. Sin muerte física, sin más daño registrado, la impunidad se emparejó.
—¿Qué estuvo publicando las últimas semanas? —me preguntó Terán Pulido apenas culminé el relato.
Recordé la visita programada para el domingo siguiente —14 de mayo— al Reclusorio Sur, la cual había fraguado en secreto con algunos internos. La idea era ventilar las corruptelas del encierro, pero sobre todo armar una serie de historias sobre internos sin sentencia, tras muchos años en prisión, incluso por delitos menores. Días antes había podido ingresar al Penal Femenil de Santa Martha Acatitla para el mismo fin.
—¿Ha estado en contacto con reclusos? —cuestionó el fiscal.
—Sí, aunque es un trabajo que todavía no se publica.
—¿En qué otros reportajes ha estado? –insistió.
Aludí a una crónica reciente sobre las mafias de pornografía y piratería al interior del Exconvento de la Merced, una de las más bellas construcciones coloniales en el país, catalogado como monumento histórico nacional. Y un texto basado en los testimonios de tres hondureños: José Serrano, Miguel Murillo y Javier Nelin, a quienes entrevisté en la Casa del Migrante de Huehuetoca en torno a las redes criminales dominantes en la ruta migratoria, en especial La Mara Salvatrucha.
—¿Y publicó nombres o apodos de los jefes delincuenciales? —interrogó.
—Sólo sobrenombres…
“Hoy el que lleva la palabra en la estación de Huehuetoca es uno al que le dicen El Humilde… El poder de La Mara es bárbaro en Tabasco, en los pueblos de Los Limones, Francisco Rueda, Pino Suárez y Chontalpa… Antes el jefe de la banda era uno al que apodaban El Pájaro, pero lo mataron y ahora está otro: le dicen La Sombra”, habían narrado los centroamericanos.
“Ya tenemos detectado este modo de operación de mandar coronas fúnebres a las casas, seguramente le van a llamar en las próximas horas o días para extorsionarlo, decirle que tienen identificada a su familia y le van a pedir dinero. Sólo cuelgue, y nos avisa lo más pronto posible”, dijo Terán.
Exploramos, durante la charla, otros posibles móviles, tanto en el ámbito personal como en el profesional.
“Agotaremos todas las líneas de investigación”, prometió. Habló de averiguar en redes sociales y de rastreos telefónicos desde la cárcel. Asignó el caso a un par de agentes de investigación y aprisa se abrió la carpeta CI-FAS/E/UI-2C/D/639/05-2017 por el delito de extorsión en grado de tentativa.
Antes de la despedida preguntó:
—¿Ha sido amenazado de muerte?
—Sí, una vez…