lunes, 30 de octubre de 2017

Así perdió Correa el juicio contra un pelagato

  en La Info  por 
Lunes 3 de julio, 9:45: Caupolican Ochoa está solo en la parte izquierda de esta sala, la 401 del complejo Judicial Norte, reservada a los abogados. A su lado derecho, las tres sillas de cuero negro están copadas por Juan Pablo Albán, Farith Simon y Juan Pablo Aguilar. Una silla para Xavier Andrade, el cuarto abogado de Martín Pallares, aparece de pronto. Pero ya no cabe: lo sientan por fuera de la barrera de madera maciza que separa a los protagonistas del juicio del público.
La sala, diminuta para la ocasión, tiene tres sillones más, con tres puestos cada uno para el público. Es todo y nadie puede estar de pie. Finalmente, 13 personas, de las cuales diez amigos de Pallares que ocuparon los puestos desde la audiencia anterior, asistirán al juicio que interpuso Rafael Correa y que será transmitido en circuito cerrado. La madre de Pallares, Pepé, de 86 años, pelo blanco coquetamente alilado, está sentada detrás de sus abogados. Luce tranquila, las dos manos apoyadas sobre la empuñadura de su bastón. Manuela, la esposa de Martín, se acomodó tras el abogado de Correa. Correístas, manabitas por el acento, llegados a última hora, exigen ruidosamente sillas arguyendo que ellos sí son pueblo. Los dos policías destinados a la vigilancia de la sala logran convencerlos, tras largos intentos, de que abandonen la sala. Para unos asistentes de Ochoa, sí habrá sillas extras.
En su reducto, el abogado del ex presidente luce solo. Es un hombre rollizo, de mirada esquiva y lentes rectangulares. Sus gestos son adustos y le dan un aire insondable y taciturno. Pero hay que desconfiar de esa luz blanca e intensa, de esta sala judicial sin ventanas, que baña su rostro y que no permite saber, a ciencia cierta, si está nervioso o si esconde sus emociones bajo una máscara inexpresiva.
Lo cierto es que el abogado de Correa ya empezó a actuar y procede con parsimonia. Sobre su mesa extiende algunos documentos; sobresalen un ejemplar del código penal y la copia de la demanda que él mismo debió redactar contra el pelagato Pallares. La usará sin descanso a lo largo de este juicio que que empieza con una sorpresa: estaba anunciada una jueza y, de pie, la sala recibe a un juez: Fabricio Carrasco. Un cuarentón con chiva y bigote.
En la sala, la tensión es visible. Se lee en las miradas, en gestos contenidos, en esos intentos, vanos a veces, de entender la intensidad de los golpes que se asestan los abogados. O de adivinar la postura del juez.
– ¿Han hablado de alguna conciliación?, pregunta su señoría.
– No, responde el abogado del Presidente. Pero dice estar dispuesto a oír propuestas. Las ilustra. En resumidas cuentas, está hablando de cómo cree él que el acusado debe pedir perdón al ex presidente. Un sueño de perro: aquí nadie vino a pedir permiso para escribir; peor a pedir perdón.
– ¿Conciliar?, responden los abogados de la Universidad San Francisco. ¿Con quién? Si el supuesto ofendido no está presente y debería estar ahí sentado como ellos pidieron al juez en un escrito precedente.
El señor abogado Caupolicán Ochoa, dice el juez, tiene una procuración para representar a Rafael Correa. Esa procuración –responden los abogados de Pallares– carece de valor legal. Nunca les fue notificada. No la conocen. Y leen los artículos y los numerales que les otorgan la razón. El juez los ignora. Acepta la procuración y Ochoa, que anota el punto, ya está fundamentando la denuncia. Habla de infundio, de afrenta contra su representado, de escrito difamatorio, de deshonra. Este territorio de epítetos, parece ser el suyo. Habla de atentado al honor, a la dignidad personal de Correa… Habla de Pallares como un ser malicioso que quiso afectar a su defendido.
Las hordas correístas que están tras la puerta de la sala y siguen el juicio en las pantallas, gritan. Vociferan. Dan alaridos contra los pelucones, contra la prensa corrupta. Reclaman que se haga Justicia. El juez da muestras de perplejidad. Ordena (al coordinador del juzgado que puede usar un micrófono para ser oído por esas hordas) que pida silencio. Nada. Pide a los policías que los hagan callar o desalojen el recinto. Ni lo uno ni lo otro. Silencio sepulcral en la sala. Desconcertado e impotente ante la algarabía ensordecedora, el juez ordena proseguir la audiencia. En la sala se entiende que es así que los correístas exigen justicia: con hordas traídas en buses para presionar a los jueces, en las salas mismas donde se realizan los juicios.
La impotencia del juez ante esa violencia, incrementa la tensión en la sala donde ya surge otro motivo para que los abogados midan fuerzas. Ochoa anuncia al experto informático que constató, entre otras cosas, según dice, que más de 80 000 personas leyeron la nota de Pallares contra Correa. La sala se entera de que ese experto hizo un informe de 50 páginas y que los abogados del acusado tampoco conocen. Debió, por ley, ser notificado y puesto a su consideración diez días antes para ser leído, analizado e incluido en su defensa. Los abogados lo objetan. Recuerdan al juez que esto deja en la indefensión a su defendido y que él es, precisamente, un juez de garantías. ¿Cómo podían preparar el interrogatorio en esas circunstancias? ¿Cómo pueden pedir aclaraciones si ese rato les están entregando un informe de 50 folios y les dan un minuto para conocerlo? El juez no los sigue y dispone que se presente el perito. Otro punto para Ochoa.
El perito informático mira al juez a los ojos como es clásico y obligatorio en la corte. Es un agente de policía, de 25 años, que sabe googlear y debe ser técnico informático. Solo eso. Por las preguntas de los jueces del acusado queda claro que no sabe lo que es un back office, confunde la dirección IP con el web hosting y no puede explicar por qué el lema del logo de 4Pelagatos, que él presentó, está en inglés cuando, en la realidad, está en español.
Este técnico servirá poco y mal la estrategia de Caupolicán Ochoa que ahora, gracias a su comparecencia, puede ser comparada con una carambola a tres bandas. La primera: probar que 4Pelagatos existe, que Pallares fue el autor del escrito y que este fue leído en Ecuador por personas comunes y corrientes. La segunda: probar que ese texto desacreditó y atentó contra el honor y la dignidad de Correa. La tercera: llevar al juez a condenar a Pallares a 30 días de cárcel, obligarlo a pedir perdón públicamente y a 4Pelagatos a bajar de su sitio la nota demandada. ¿Indemnización económica? El abogado anuncia que Correa no aspira, contrariamente a lo que se lee en la demanda, a sacar plata de los bolsillos del acusado.
El interrogatorio del supuesto perito, corre por cuenta de un abogado, asistente de Ochoa, un doctor Argudo, que solo ahora se une al juicio. Una, dos, tres, cuatro veces pregunta lo mismo: ¿qué examinó? ¿Dónde lo hizo? ¿Cómo se titula la nota? ¿Quién es el autor? ¿En qué fecha se publicó?…
– Objeción su señoría! Se oye una, dos, tres, cinco veces por parte de los abogados de Pallares, cansados de oír preguntar lo mismo. Y responder lo mismo.
– Ha lugar, responde el juez.
El abogado trata, entonces, de convertir al perito en testigo. Le pide hablar del contenido de la nota. Llueven las objeciones. El juez pide al abogado acusador, a quien visiblemente se le acabó la cuerda, que se sujete a lo técnico: que no haga preguntas especulativas. Sorpresa: el policía informático no refrenda la afirmación, hecha por Ochoa, según la cual 80 000 personas leyeron el artículo. Se limita a decir que cuando analizó la nota, encontró 45 comentarios…
Lo que sigue ratifica la estrategia previsible de la parte acusadora. Ochoa pide al juez que permita comparecer a sus testigos. Dos horas antes había quedado claro que no los tenía a la mano. No aparecieron. Y cuando lo hizo una de ellos, una mujer de 35 años, el juez, convencido por el código penal y presionado por los abogados de Pallares, reconoció que ya era tarde. La audiencia estaba instalada y pidió que señora fuera retirada de la sala.
Pero ahora, tras la escuálida presentación del experto informático, los abogados de Correa vuelven a la carga. Primero piden que se suspenda la audiencia y prometen que en la siguiente estarán esos testigos que son –dicen– trascendentales. La objeción de los abogados de la San Francisco no puede ser mayor. La diligencia debe continuar y el juez, tras un cruce de argumentos entre abogados, acepta. Ochoa cambia, entonces, de registro: con voz suplicante, dice al juez que lo que allí ocurre se explica por un malentendido. Que cuando usted señor juez me preguntó si tenía mis testigos, entendí que si estaban aquí en la sala y por eso respondí negativamente. Pero mis testigos estaban ahí, del otro lado de la puerta. Y usted señor juez debe aceptar su testimonio.
Por supuesto, se adorna con la Constitución, los derechos inalienables de su defendido y los suyos, pues él tiene derecho a presentar testimonios trascendentales para la causa de su cliente. Aunque sea uno; el de señora que se había colado furtivamente durante unos minutos en la sala hasta que un policía advirtió al secretario de su presencia.
– Objeción su Señoría, claman los abogados de Pallares. Y recuerdan al juez sus palabras cuando declaró precluida la etapa de la prueba. Le dicen que sus palabras están grabadas. Que él fue explícito. Que esto es ilegal. Le dicen que la señora que él mandó a retirar ya no puede ingresar porque está contaminada por todo lo que oyó y vio en las pantallas… El juez permanece impertérrito. Dice que la señora testigo había sido aislada, que nada ha oído ni visto del juicio y permite que ingrese. Ochoa anota otro punto.
La señora de 35 años es llamada a pesar de que el abogado le robó el show anunciando lo que va a decir. Y eso dijo: que ella leyó la nota. Que lo hizo el 28 de abril de este año. Que la nota se publicó tres días antes, el 25 de abril. Que recuerda el título, y lo dice; y al autor, y lo cita. ¡Qué memoria tiene la señora! Ella dice que leyó dos veces el artículo en su celular y que lo hizo porque el título llamó su atención; al igual que su contenido porque allí se decía que…
El abogado de Correa es previsible. Demasiado. Se ratifica que primero quiso certificar que el sitio 4Pelagatos existe y que Pallares escribió la nota. Y que ahora trae a una ciudadana para decir que leyó el artículo en su celular y que eso afectó el honor, la credibilidad, la dignidad… de Correa.
Los abogados de Pallares debieron decirse que de eso tan bueno no dan tanto y no dejaron pasar la oportunidad. Tras algunas preguntas sin tono ni gracia, Juan Pablo Albán hizo la pregunta capital.
– ¿Su percepción sobre el ex presidente ha cambiado tras haber leído la nota?
– No, dijo la señora.
– Objeción señor juez, gritaron los dos abogados de Correa en forma tan precipitada que casi ahogan el No de la testigo.
Lo mismo hacen con ellos los abogados de Correa: hacen notar al juez que aquello está grabado. Que ese NO fue claro y rotundo. Que la señora traída por la parte acusadora para servir su causa reconoce que, tras leer la nota, no cambió su percepción sobre Correa. Es evidente –concluyen– que la afectación de la cual habla Ochoa no existe.
– ¿Más preguntas?, indaga el juez?
– No más preguntas, su señoría, responde Juan Pablo Albán.
El alegato final no trae sorpresas por parte de Caupolicán Ochoa. Dice y se repite. Resume lo que dijeron el experto y la señora. Ratifica que 4pelagatos existe y que Pallares escribió la nota; evidencias que sus abogados nunca negaron. Se ahoga en un río de palabras. Se declara partidario de la libertad de expresión, pero claro, sin esas “parodias literarias” que permiten ofender a una persona pública de la talla de Rafael Correa. Usted no puede permitir, señor juez –dice en sustancia y con facundia– que alguien pueda imaginar a un Presidente como Rafael Correa, como lo hizo Pallares: imaginar que entra a una casa a regar las plantas… Y lee otra vez su demanda. Y cita por enésima vez el artículo pelagato.
Afuera las hordas suben los decibeles. Pero esta vez, Ochoa se queja. Se lo dice al juez que pide de nuevo al coordinador que pida silencio. Lo hace con calma una vez y otra. Lo pide por favor. Algo logra. No lo suficiente para tranquilizar a Ochoa que esta vez se delata: si su propia barra lo exaspera es porque siente que el viento no sopla a su favor. Pero retoma su papel estelar con voz trémula, mirada fija y gesto decidido.
Hace el show con los mismos argumentos que ha usado en otros juicios. Recita ese credo fascista que penaliza la libertad de pensar, de imaginar, de escribir libremente, de criticar al Príncipe. Ochoa no es la inquisición. Es un simple sacerdote, un servidor fiel, el baluarte ante los jueces del Príncipe. Pero esta vez se le nota exasperado. Sabe que está perdiendo, que su causa es indefendible y que en este juicio no le resultó jugar al emisario de un ser supremo que manda a decir al juez que se siente ofendido y que proceda contra el calumniador… Porque eso es lo único que está haciendo, sin prueba alguna. Sabe que los abogados de la contraparte han trabajado como un equipo que rastrea lo que dice, que conoce los códigos y los cita, que usó incluso en su contra a sus propios testigos. En definitiva, sus pares del otro lado, los cuatro abogados de los cuatro pelagatos, destruyeron su estrategia.
Y quedaba la cereza del pastel: el alegato final que hizo Juan Pablo Albán. 43 minutos durante los cuales cualquier cineasta hubiera pagado por poner una cámara en el rostro de Caupolicán Ochoa. Lo hubiera visto escudriñando los ojos del juez que miraba al abogado de la defensa sin descanso. Es evidente que el defensor de Correa, viejo zorro en estas lides y terror en muchos juzgados, sabía que, en derecho, había perdido esta partida. Y de largo. Juan Pablo Albán no le dio cuartel en su intervención plagada de conocimiento, doctrina nacional e internacional, precedentes jurídicos y valores democráticos. Una intervención magistral que empezó y cerró aludiendo a Antonio Machado cuando escribió cómo en una república democrática conviene otorgar al demonio carta de ciudadanía. “El demonio, a última hora, –escribe el poeta sevillano– no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas”.
El juez, Fabricio Carrasco, que otorgó puntos en el juicio a los abogados de Correa, resumió en su veredicto lo que ocurrió ante sus ojos en esas cuatro horas que duró el juicio: se determinó –dijo– la existencia material del artículo de Pallares. Pero no la responsabilidad y, por ende, la existencia de la infracción.
Vivas y abrazos en la sala. Alaridos en las hordas correístas que no lo pueden creer. Caupolicán Ochoa mira sorprendido a su alrededor. Empaca las cosas y abandona solo la sala de la función judicial por la parte de atrás. Luce, a pesar de la máscara, confundido y atribulado. Este 3 de julio de 2017 será una fecha aciaga en su racha de triunfos previsibles, cuando Correa era presidente.
El abogado de

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