La mayoría moral no habla de género ni de sexo
¿A qué se oponían los defensores de la familia, grupos religiosos y próvida que manifestaron en Guayaquil, Quito, Manta y otras ciudades del país? A una ley que se cocina en la Asamblea Nacional y que contiene los términos “identidad de género”, “diversidad de género” o “enfoque de género”. Una ley a la que acusan de irrespetar sus valores morales, desconocer “la familia natural” y querer incluir en la malla curricular una educación conforme a la “ideología de género”. De ahí el lema mayor de las manifestaciones que es totalmente importado: “con mis hijos no te metas”.
Todo ocurrió como si funcionara a la perfección el teléfono dañado. El proyecto de ley cuestionado no habla de lo que le acusan y más bien busca erradicar la violencia de género contra las mujeres. Lo que ocurrió es que los grupos que manifestaron oyeron la palabra género y se unieron a una ola mundial conservadora en la cual el Vaticano juega un rol fundamental. ¿Qué los moviliza? El miedo. Miedo a nuevos conceptos, visiones e instrumentos de análisis que ayudan a entender cómo se construyen social, histórica y culturalmente las identidades sexuales y las relaciones entre hombres y mujeres. Miedo, entonces, a todo lo que huela a sexo. Miedo a ver cuestionadas desigualdades y estereotipos tan anclados que a muchos –de aquellos que manifiestan– les parecen naturales. E incluso establecidos por voluntad divina.
No importa si los molinos de viento contra los cuales salieron a la calle no están en el proyecto de ley que satanizan. Les basta con la palabra “género”, para estar en pie de guerra. No van a entender –no quieren entender– que el género es motivo de estudio en Estados Unidos (gender–studies) y Europa (études des genres) desde los años 70. La editorial francesa La Découverte publicó incluso, el año pasado, una Enciclopedia crítica del género, de 752 páginas, sobre cuerpos, sexualidad y relaciones sociales. El género es sujeto de estudio en las universidades y, al igual que otras investigaciones científicas, produce conocimiento en campos tan disímiles como la sociología, la biología, la economía, la medicina, la cultura, la historia, la filosofía, la lingüística, el derecho… Su alcance interdisciplinario es hoy aceptado y celebrado.
No hay, entonces, una teoría de género como dicen los manifestantes que juran que en los colegios, bajo ese influjo, los niñas podrían mutar en niños. O viceversa. Hay estudios que perturban (como el verdadero arte) porque evidencian la forma cómo se han construido diferencias y jerarquías entre hombres y mujeres a lo largo de la historia. Estudios que muestran que, por más de que aparenten, esas diferencias y esas jerarquías no son naturales. Los investigadores han podido estudiar las normas que las reproducen. Monitorear lo que en la historia ha definido lo masculino y lo femenino. Probar que la identidad sexual no está determinada solamente por el sexo biológico. Analizar cómo empiezan las relaciones amorosas. Entender cómo funciona el deseo en función de los sexos. Ver cómo han incidido los regímenes alimenticios entre hombres y mujeres. Explicar por qué el deporte no es a menudo mixto. Responder si las mujeres son naturalmente más pequeñas. Investigar la morfología de las pasiones. Poner en perspectiva los procesos y modelos de enseñanza. Estudiar la construcción de imaginarios… La lista es enorme. Pero esos estudios han servido para entender, desde hace medio siglo, la pertinencia de lo que los estudiosos del tema llaman “construcción sociocultural de las identidades sexuales”.
Por supuesto todo esto mortifica a aquellos que quisieran que el mundo funcione con los cánones de la fe religiosa. O creen –desconociendo estos estudios que muestran puntos de ruptura a lo largo de los siglos– que todo está predeterminado y que así es la vida. Es decir, que las mujeres deben asumir ciertos roles, aceptar desigualdades y la ración de violencia que imponga la visión patriarcal. Lo más curioso es que todo esto sea liderado por el Vaticano que, como se sabe, hasta hoy rehúsa abrir las puertas a las mujeres.
Esto ha producido, está produciendo hasta barbaridades antropológicas. Ahora es dable decir que aprender sobre la igualdad de género en los colegios lleva a que los chicos se vuelvan chicas o viceversa. Suena lógico decir que en la escuela no se hable de educación sexual ni se reflexione sobre las desigualdades de derechos entre mujeres y hombres. Se preconiza, como si fuera racional, que la identidad sexual la determinan las mayorías morales y no las personas que sienten que deben hacerlo. La respuesta está en las pancartas que exhiben los defensores de la familia, ciertos grupos religiosos y provida. Son los mismos que manifiestan contra las minorías sexuales, la píldora del día después, el reparto de condones… Su causa los muestra como seres refugiados en urnas de cristal, sitiados por un mundo globalizado y ávidos de imponer sus códigos morales a ciudadanos que desean vivir haciendo uso de sus libertades en el siglo XXI.
La ley para prevenir y erradicar la violencia de género ya fue peluqueada por la bancada correísta. Las alusiones al género están desapareciendo. Se volvió a imponer el miedo y la ignorancia. El miedo a que los chicos hablen de sexualidad. El miedo a aceptar que la familia sea hoy una unidad de amor y ternura que no encaja en el único estereotipo posible para ellos: papá, mamá, hijos, perro y gato.
Ahora queda en debate el proyecto de ley cercenado para erradicar la violencia contra la mujer. Una ley necesaria, pero promovida por un texto tortuoso y reglamentario que atenta contra el espíritu que lo anima.
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