domingo, 22 de octubre de 2017

Ese maldito




Francisco Febres Cordero
Me los imagino sentados. Él, en un sillón. Ella, en una mecedora. No están juntos: los separan cientos de kilómetros. Ni siquiera se conocen. Lo que los une es su edad, una edad indefinible que ha dejado sus huellas en el pelo entrecano, las arrugas en el rostro, las manos artríticas, que los sitúan en el territorio de la vejez. Los dos tienen una mirada triste que se pierde en el pasado más remoto.
No saben cómo comenzó todo. Lo que saben es que su vida ha estado atravesada por el miedo. Y también por la vergüenza. Lo que saben es que les ha acompañado siempre un necio sentimiento de culpa.
Cada uno por su lado, los dos se casaron. Tuvieron hijos. Podían haber tenido una existencia tranquila, pero había algo que les corroía, que les atormentaba, que les acosaba. Era algo indefinible al que ellos –cada cual por su lado– nunca lograron poner nombre. Algo indefinible de lo que ni siquiera querían hablar. Pero que se resistía a abandonar ese lugar recóndito en que se almacenan los recuerdos.
Mucho tiempo antes, las pesadillas hacían que sus noches fueran aterradoras. Se despertaban entre sudores y alaridos. Unas pesadillas pobladas de fantasmas, de rincones tenebrosos. Unas pesadillas en que unas manos con uñas como garras les arrancaban la piel. Escuchaban unas voces que les lanzaban improperios, unas risas malsanas, unas palabras obscenas.
No pueden precisar el día, aunque ambos tienen la certeza de que no fue uno solo, sino varios. Simplemente llegaba ese día sin que ellos quisieran que llegara. Ellos no tenían voluntad sobre el calendario. Ni poder. No tenían ni siquiera voz. O la que tenían no era escuchada, unas veces porque era frágil como un hilo y se volvía inaudible; otras, porque era acallada y estigmatizada como una mentira, como cualquier mentira fraguada por su calenturienta imaginación infantil.
Querían entender por qué cayó sobre ellos ese dolor, que se convirtió en un estigma. No lo sabían. Nunca lo supieron. Quizás fue el destino, decían. Quizás fue porque tenían adentro, conviviendo con ellos, un demonio, pensaban. Y sentían culpa. Y revisaban sus días más lejanos y se preguntaban dónde estuvo su culpa. Aunque la lógica les llevaba a la certeza de que no tuvieron ninguna, ese sentimiento no se iba ni siquiera cuando acariciaban a sus hijos, cuando hacían el amor con su pareja, cuando leían algo que les entusiasmaba, cuando comían aquello que les gustaba.
Y así, largos, interminables años transcurridos hasta ahora, en que ambos esperan la muerte, entre la resignación y la ira. Entre la impotencia y la desolación. Alguien se les cruzó en el camino y abusó de ellos. Les pasó lo que a tantos otros niños, víctimas de su propio padre, de un tío, del abuelo. De un amigo de mayor edad. De un profesor de la escuela. De un cura. Y eso cambió el rumbo de sus destinos. Les arrancó de cuajo la alegría. La confianza en los otros. Les dejó esas heridas tan profundas que nunca cicatrizaron.
¡Fue ese maldito!, grita él desde su sillón. ¡Fue ese maldito!, grita ella desde su mecedora. Están muy lejos el uno del otro, pero sus gritos desolados llegan hasta nosotros y nos estremecen. Nos sobrecogen. Nos duelen. Nos enloquecen. Nos indignan. (O)

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