domingo, 29 de octubre de 2017

El silencio tan ansiado




Francisco Febres Cordero
Era previsible. Y lo era, porque el país cambió. El insulto, la amenaza, la agresión, el escarnio, lo volvieron violento. Bastaba con escuchar una sabatina y comprobar cómo desde arriba chorreaban el odio, la animadversión, la prepotencia, para saber que a ese lenguaje burdo, ofensivo, grotesco, seguiría, más temprano que tarde, la violencia física.
Poco a poco, todo lo que significara una manifestación de libertad fue proscribiéndose. Desde la tarima, el dictador ordenaba la iniciación de un juicio a un opositor, y su deseo se cumplía de inmediato; una prisión, y su deseo se cumplía de inmediato. Todo lo que oliera a protesta se reprimía. Todo lo que supiera a crítica se obligaba a silenciar mediante la orden emanada de tribunales inquisitoriales bastardos. La única verdad existente era aquella que salía del poder y se difundía a través de un incesante y millonario bombardeo publicitario que mostraba un país maravilloso, pensado por mentes lúcidas y construido por manos limpias, según los dictados de sus corazones ardientes.
Así se hizo el silencio. Y se hizo también el miedo. Que lo digan sino los indígenas detenidos por protestar. Que lo digan los diez de Luluncoto. Que lo diga la familia del general Gabela, asesinado. Que lo diga Galo Lara quien, por denunciar, agoniza en una mazmorra. Que lo digan Fernando Villavicencio y Kléver Jiménez, perseguidos con saña por decir lo que el poder no quería escuchar y sometidos al escarnio de grilletes. Que lo diga el mayor Fidel Araujo, apresado por estar en un lugar equivocado durante esa farsa trágica conocida como el 30-S. Que lo diga Pablo Guerrero, largamente exiliado. Que lo diga Martha Roldós, espiada con voyerista obstinación. Que lo diga Jaime Guevara, estigmatizado y calumniado. Que lo diga Manuela Picq, sacada a empellones del país. Que lo diga Fundamedios, que lo digan los autores de El gran hermano y tantos y tantos periodistas, cuyas imágenes se proyectaban en las pantallas de la televisión como si de los delincuentes más buscados se tratara. Y que a las voces de ellos se sumen las de muchos otros, víctimas del terror que impuso la autocracia.
Terminada la época de dictadura, comenzaron a aflorar las trapacerías, los robos, el incesante saqueo cometido por esa banda de ladrones que, al grito de “no hay pruebas sino persecución política”, buscan salir indemnes.
Si cuando ejercieron el poder se acostumbraron a que sus órdenes de silencio fueran acatadas, ahora, misteriosamente, han comenzado a llegar intimidaciones a quienes osan desentrañar las innumerables fechorías cometidas por quienes creyeron que durante los próximos trescientos años continuarían revestidos del blindaje revolucionario, consustancial a sus altas funciones.
La amenaza de muerte a la fiscal Diana Salazar parece que es el primer aviso de que el país se apresta a entrar a una etapa de un terror todavía más siniestro: los sicarios estarán frotándose las manos a la espera de que les caiga un trabajito de esos en que ellos son expertos para que, luego de los pistoletazos de rigor, los salteadores de los fondos públicos vuelvan a imponer ese silencio por ellos tan ansiado. (O)

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