miércoles, 24 de mayo de 2017

Herencia de un resentido
El presidente Correa se va y deja un país al borde del naufragio —como la Plataforma Financiera— y en plena descomposición. No se trata solamente del tema económico, en donde demostró una ineptitud difícil de superar, sino básicamente a la descomposición institucional y ética del país. Siendo él mismo un resentido y un hombre lleno de rencor, llegó al poder y se mantuvo en él polarizando la sociedad, dividiéndola y exacerbando lo peor del ser humano: el odio, la envidia, el resentimiento y el fanatismo. Y esto último quizá sea su peor herencia y la herida más difícil de sanar.
24 de mayo del 2017
POR: Simón Ordóñez Cordero
Estudió sociología. Fue profesor y coordinador del Centro de Estudios Latinoamericanos de la PUCE. Ha colaborado como columnista en varios medios escritos. En la actualidad se dedica al diseño de muebles y al manejo de una pequeña empresa.
Me parece más adecuado entender a Correa desde los grandes literatos y ensayistas que han abordado el tema del resen-timiento".
Afuera hay crisis y cansancio; afuera los damnificados del terremoto siguen malviviendo en miserables carpas y refugios; afuera los vendedores ambulantes se multiplican en cada esquina, en cada plaza, ofreciendo de todo en medio de la lluvia y el frío; afuera son cientos de miles los que pierden el empleo y la esperanza, visibles en las calles  pero mañosamente ocultos en las estadísticas oficiales; afuera los empresas cierran mientras los enchufados hacen grandes y corruptos negocios con el Estado; afuera los periodistas son perseguidos, los líderes sociales criminalizados, y judicializados los ciudadanos honestos.
Afuera los más pobres siguen viviendo como siempre, en casas precarias e insalubres, y los mínimos avances que se alcanzaron durante los años de bonanza petrolera, se desvanecieron muy rápidamente gracias a un modelo económico que no impulsó el empleo productivo sino el populismo más desembozado, el despilfarro y la corrupción.  Ese es el país que queda tras una década de Revolución Ciudadana. Esa es la realidad que derrumba los mitos, que desmonta las mentiras y la impostura, esa la realidad que contradice la existencia  de un paraíso que solo habita en la propaganda oficial y en las mentes de los que están adentro, amparados en la burbuja del fanatismo ideológico o de una  vida de lujos recientemente  adquiridos.
Lujosas oficinas, autos de vidrios oscuros, asesores adulones y siempre complacientes, choferes y pajes, forman parte de esa burbuja que los aísla de la realidad, que les permite falsearla para seguir hablando y, quizá creyendo, en un proyecto que fracasó hace mucho tiempo y del cual son ellos los únicos beneficiarios. Por eso mantienen el entusiasmo y siguen votando leyes de la misma forma que lo hicieron en Montecristi, cuando aprobaron esa Constitución que le abrió el camino al autoritarismo y a la liquidación del estado de derecho, esa que eliminó la separación de poderes y convirtió al Presidente en monarca.   
Los que están adentro y cuya ceguera o cinismo los hizo cómplices del tirano, aprobaron hace pocos días una ley para crear cuerpos de civiles armados, para que los protejan a ellos y a su líder, para que los cuiden y garanticen su impunidad y su permanencia en el poder, a la fuerza y con violencia si es necesario. 
Los que votaron por esa ley, festejaron su aprobación con entusiasmo y los puños en alto. Gritaron consignas  construidas para ser  repetidas incansable y rítmicamente; porque en el frenesí del grito y de las frases hechas, la conciencia retrocede y el pensamiento se anula, y en esas condiciones  el individuo de disuelve y se convierte en masa. Alzaban el brazo con el puño en alto como un día lo hicieron los comunistas para demostrar su devoción por Lenin o Stalin; alzaban los brazos  en representación de su pertenencia, de su incondicionalidad y militancia, al igual que hace ochenta años lo hacían los nazis para demostrar su abyecta sumisión a Hitler.
La uniformidad de los puños en alto y el entusiasmo con que lo hacen, son imágenes que deberían preocuparnos y hasta causar miedo, pues la historia muestra que quienes así actuaron, sostuvieron  sus militancias  en la emocionalidad y el fanatismo, y jamás apelaron a la razón sino al odio y al resentimiento, al ardor militante que anula el intelecto y destruye la consciencia individual y el juicio ético. Porque para ser parte de un orden autoritario y de un poder despótico la conciencia individual se convierte en un lujo que impide ser eficiente servidor de un poder abyecto. Para ellos sus límites morales los define un orden superior, que nos no es otro que los caprichos de  aquel que detenta el poder absoluto, es decir, del líder megalómano que todo lo sabe y todo lo puede.
Tras diez años de poder casi absoluto, Rafael Correa se marcha y nos deja como herencia un país devastado. Los abusos cometidos durante la década son innumerables y se realizaron con la cínica complicidad de aquellos que levantan el puño y que hace ya mucho tiempo abdicaron de su moral y sus principios.
Y esa misma complicidad y servilismo se han mantenido en este último mes. En este pequeño tiempo, que debió servir para apaciguar los ánimos y posibilitar una transición tranquila,  Correa ha condensado todo lo hecho durante la década, y nos ha recordado quién es él y de lo que es capaz: aprobaron la ley para crear los cuerpos de seguridad conformados por  civiles armados; por decreto se proveyó de una guardia personal para cuando deje de ser Presidente; otorgó un indulto a un delincuente amigo suyo condenado por peculado; enjuiciaron y condenaron a ilustrísimos ciudadanos miembros de la Comisión Cívica Anticorrupción; continuaron endeudando al país y utilizaron recursos del encaje bancario para cubrir gastos fiscales; judicializaron a un periodista por un tuit que no les gustó; viajó, financiado con recursos públicos,  a recibir nuevos honoris causa gestionados por sus serviles embajadores; condecoró a un impresentable Presidente del Consejo Nacional Electoral por los servicios prestados; incrementó la propaganda y las cadenas nacionales y cerró su última sabatina insultando a la prensa y rompiendo un ejemplar del diario La Hora. Y por si esto no fuera poco, invitó a su amigo y criminal de lesa humanidad para que esté presente en la ceremonia de cambio de mando.                                    
Pero cometer todos los abusos mencionados no es suficiente para alguien cuyo odio y resentimiento sólo se parangonan con su enorme vanidad y megalomanía. Y por eso, en un ejercicio de estulticia que nos recuerda la fabula del traje del rey, ha puesto al aparato de propaganda a exaltar su egregia figura, sus grandes capacidades y sus históricos logros. Va por el país recibiendo homenajes ordenados por él y organizados por sus envilecidos sirvientes. Y lo paradójico es que se los cree, de la misma forma que los mitómanos se creen sus propias mentiras. Y pese a la repulsión que nos causa, también nos reímos de su estulticia, así como lo hizo el niño que sabía que el rey no tenía ningún traje, que estaba desnudo. Sí, desnudo, pese a su museo y los homenajes; desnudo, pese a los honoris causa y los relatos que mandó a construir sobre sí mismo; desnudo, pese a su soberbia y las risitas de superioridad con que suele referirse a sus oponentes.  
El presidente Correa se va y deja un país al borde del naufragio —como la Plataforma Financiera— y en plena descomposición. No se trata solamente del tema económico, en donde demostró una ineptitud difícil de superar, sino básicamente a la descomposición institucional y ética del país. Siendo él mismo un resentido y un hombre lleno de rencor, llegó al poder y se mantuvo en él polarizando la sociedad, dividiéndola y exacerbando lo peor del ser humano: el odio, la envidia, el resentimiento y el fanatismo. Y esto último quizá sea su peor herencia y la herida más difícil de sanar.       
Desde hace muchos años tengo la convicción de que la gran literatura nos provee de instrumentos  mucho más potentes para dar cuenta de la profunda complejidad de los seres humanos y de las sociedades, que aquellos que nos ofrecen sociología o las ciencias políticas. Por ello, me parece más adecuado entender a Correa desde los grandes literatos y ensayistas que han abordado el tema del resentimiento.
Un ejemplo es René Girard, cuya teoría sobre el deseo mimético ilumina y hace entendibles los lugares oscuros de la consciencia humana. Según él, nuestros deseos provienen de la imitación inconsciente de los deseos de otro a quien se asume como modelo. Si nuestros deseos son imitación de otros, pronto se deseará poseer los mismos objetos y se producirá la rivalidad y el conflicto; el modelo pasa a ser obstáculo y rival, y es de allí de donde surgen sentimientos  como la envidia, los celos, el resentimiento y el odio. “El sujeto experimentará por tal modelo un sentimiento conflictivo, formado por la unión de esos dos contrarios que son la veneración más sumisa y el rencor más intenso. Es el sentimiento que llamamos odio. […]También el snob es un imitador. Copia servilmente a las personas a quienes envidia el nacimiento, la fortuna o lo chic. El snob no se atreve a confiar en su criterio personal y no desea sino los objetos deseados por otros.[…] Nunca despreciaremos al snob tanto como él se desprecia a sí mismo. Ser snob no es tanto ser abyecto como huir de su abyección en el ser nuevo que ha de procurar el snobismo”.   
Y la gran novela de Sandor Márai, El último encuentro, nos lo gráfica a través de un diálogo mantenido entre dos amigos irremediablemente separados por la envidia y el rencor: “Lo único que nos separaba en nuestra niñez era el dinero. Tú tenías demasiado orgullo y no podías perdonarme que yo fuera rico. Más tarde, conforme pasaba la vida, llegué a pensar que la riqueza no se puede perdonar. Los pobres, sobre todo los pobres que se convierten en señores, no perdonan nunca[…]Pero en el fondo de tu alma habitaba una emoción convulsa, un deseo constante, el deseo de ser diferente de lo que eras. Es la mayor tragedia con que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano. Porque la vida no se puede soportar de otra manera que sabiendo que nos conformamos con lo que significamos para nosotros mismos y para el mundo.”
Usted, presidente Correa, llegó a la Presidencia lleno de rencor y resentimiento porque posiblemente en su niñez y juventud la vida no le dio lo que seguramente pensó que merecía. Usted se cebó contra todos aquellos que no le rendían pleitesía, contra la gente de fortuna, de talento o de integridad moral superior a la suya. Usted se llenó de doctorados honoris causa, de homenajes, sus fotos y gigantografías aparecían en cada rincón de la patria, se rodeó de esbirros y creó un culto a su personalidad digno de otros dictadores y caudillos que quizá sufrían sus mismos males. Usted se lleva la banda presidencial para que le recuerde el poder que tuvo, y se lleva también el recuerdo de una vida llena de lujos y despilfarro, de la que careció en la niñez y que al fin pudo cumplir cuando dispuso de enormes recursos públicos.
Pero le faltó grandeza para ser Presidente porque sus complejos, su enorme mezquindad, la pequeñez infinita de un hombre dominado por el odio y el resentimiento, no se lo permitieron. Ser distintos de lo que somos es una gran quimera. Ahora usted lo sabe.

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