domingo, 21 de mayo de 2017

El edificio



Por Francisco Febres Cordero
Domingo, 21 de mayo, 2017 DIARIO EL UNIVERSO
Días antes de que el excelentísimo saliente inaugurara un inmenso y costoso mamotreto bautizado como Plataforma Gubernamental, un feroz aguacero que se descerrajó sobre Quito inundó el edificio hasta el extremo de que desde los pisos altos chorreaba el agua en catarata hacia los bajos, malogrando las paredes que habían sido recién pintadas para que se exhibieran, relucientes, el día del estreno.
Estupefactos pudimos contemplar cómo buena parte de los millones de dólares invertidos en un proyecto innecesario se iban por las alcantarillas, insuficientes para captar el agua que corría con furia desbocada.
Con la inauguración de la tal Plataforma, cuyo diseño puede ser atribuido a otro “error de buena fe”, el excelentísimo saliente pretende poner el último sello a las magnas obras públicas que han caracterizado a su gobierno. Sin embargo, la tempestad le jugó la peor de las pasadas: la que parecía una sólida construcción destinada a durar trescientos años, resultó una imperfecta estructura levantada al ritmo esquizofrénico impuesto por quien pregona ser el arquitecto de la patria nueva.
Una patria que el excelentísimo saliente deja, igual que el edificio, plagada de goteras, frágil para resistir los embates de los huracanados tiempos que se anuncian.
Una patria éticamente despedazada, en la que para merecer el indulto del saliente basta haber sido su conmilitón y musitar un “arrepentimiento profundo” por el saqueo de los fondos públicos. La celda ya vacía queda preparada para que vayan a dar allí los huesos de cualquier opositor, mejor si es un periodista joven, sagaz, inteligente y agudo, cuyo desenfado e ironía a través de las redes lo convierten en reo.
Una patria a la que, a través de su palabra, el saliente inoculó el veneno del rencor. Una palabra que, desprendida desde lo alto con la furiosa furia de una tempestad, fue trastocando la esperanza en ira, la ilusión en revancha. Una palabra áspera que, con las gruesas gotas de la malquerencia, cayó como una borrasca que duró diez años.
Una patria que tiene como eje la figura de un líder prepotente y ególatra, que ha derrochado el dinero a manos llenas en obras de relumbrón cuyo costo nadie sabe, pero que ha producido ingentes beneficios a esos escogidos a dedo para ejecutarlas.
Una patria en que la corrupción pasó a ser considerada como cosa normal y cuya sanción recayó no en quienes se beneficiaban de ella cotidianamente, sino en quienes la denunciaban aun a sabiendas de que aquello podía conducirles a los tribunales inquisitoriales y de allí a la hoguera.
Una patria en que el excelentísimo saliente se erigió como dueño y, para administrarla a su sabor, asumió todos los poderes, ante la sumisión de aquellos que pasaron de autoridades a vasallos.
Una patria transformada en un tinglado, en que funcionarios revestidos de arlequines se dieron a la tarea de poner en escena una farsa truculenta en que a la democracia le asignaron el papel de Celestina.
Igual que el edificio, la patria queda en la pura fachada. Hacia adentro, las paredes están empapadas de autoritarismo, los pilares impregnados de un moho pestífero que despide un olor a descomposición y un piso resbaladizo sobre el cual resulta difícil caminar sin sentir miedo.

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