martes, 23 de mayo de 2017

Glu, glu, glu, glu…


Diario El Universo 

Felipe Burbano de Lara

La inundación de la Plataforma Financiera la semana pasada en Quito constituyó una metáfora dura del fin del correísmo y quizá también de la Revolución Ciudadana. Las impactantes imágenes mostraron de qué manera los afanes de la revolución por mostrarse monumental, en tiempos de tormenta (perfecta), llevaron a un colapso de las alcantarillas y a dañar el edificio con ríos de agua. La revolución desbordada a sí misma en sus excesos, ahogada por todos los costados. Glu, glu, glu…
La Plataforma Financiera tiene un área de construcción de 132 mil metros cuadrados. La inversión inicial se estimó en 90 millones de dólares, pero su costo final fue de 200 millones, según publicó EL UNIVERSO. La obra fue construida por una empresa china a la que el Gobierno ha entregado 24 contratos por un valor mayor a 800 millones de dólares. Al caminar por todo el frente del edificio sorprende la gigantesca desproporcionalidad de la obra.
El monumentalismo infraestructural del Estado, una de cuyas expresiones patéticas es precisamente la Plataforma, constituye la proyección material del ego del presidente Correa: exhibicionista, ampuloso, grandilocuente, pensando más en la memoria que pueda guardar el país de su paso por el gobierno, que en un proyecto realista y viable de modernización estatal. La inundación convirtió a la Plataforma en un proyecto colapsado.
El monumentalismo infraestructural del Estado, una de cuyas expresiones patéticas es precisamente la Plataforma, constituye la proyección material del ego del presidente Correa: exhibicionista, ampuloso, grandilocuente, pensando más en la memoria que pueda guardar el país de su paso por el gobierno, que en un proyecto realista y viable de modernización estatal.
A la vez, la Plataforma simboliza una dimensión política del proyecto de la Revolución Ciudadana: el dominio del Estado sobre la sociedad a través de un desmedido crecimiento de su aparato para imponerse, regular, controlar y vigilar la vida de los ciudadanos. La década correísta se caracterizó por haber proclamado el retorno del Estado y el fin de la larga noche neoliberal. En sus primeros documentos, la capacidad de transformación de la sociedad fue definida a partir de un fortalecimiento de lo que la Senplades llamó la matriz del poder estatal. Para Correa y los ideólogos de Alianza PAIS, el cambio social iría hasta donde lo permitiera el poder del Estado, con sus inversiones públicas, el gasto social, la construcción de aparatos y burocracias, la proyección sobre el territorio, y la concentración y centralización del poder. A partir de esa enorme plataforma, Alianza PAIS se constituyó como la nueva élite poderosa de gobierno. Y desde allí se contagió de la enfermedad que acompaña a lo que muchos teóricos y filósofos llaman la “razón de Estado”: una sensación extraña de que todo poder estatal resulta insuficiente y requiere ser siempre fortalecido y racionalizado. Una glotonería política: más y más y más hasta inundarse y colapsar. Glu, glu, glu…
La segunda herencia política pesada que deja el correísmo es el control del Ejecutivo sobre todas las funciones del Estado. Dominio estatal sobre la sociedad para imponerle sin negociación alguna su agenda gubernamental, pero también dominio sobre las instituciones del régimen político para que expresen el poder de la mayoría y no un sentido republicano y representativo de lo público. Allí están las dos fuentes del autoritarismo de la Revolución Ciudadana, legitimadas ambas en la enorme popularidad del caudillo. El sistema institucional de balances y contrapesos desapareció para convertirse en la expresión de una voluntad política omnímoda. Los aliancistas han argumentado, con Correa a la cabeza, que esa voluntad se ha gestado en 15 oportunidades de forma mayoritaria en las urnas, lo cual es cierto. Pero han confundido la existencia de las instituciones democráticas con expresión electoral mayoritaria. Han seguido el libreto populista de las victorias en las urnas: todo para los ganadores, nada para los perdedores. Que ganen en las urnas para opinar fue un credo de Correa a lo largo de una década.
Las dos fuentes del poder autoritario, más el monumentalismo del ego correísta, que ha querido verse reflejado en los edificios y en los cantos que deja la revolución para que el alma popular nunca la olvide, han llevado a restricciones sistemáticas de las libertades y derechos políticos, a instaurar un clima de hostilidad, de polarización constante, a levantar un poder infraestructural y simbólico del Estado gigantesco, excesivo, desproporcionado, que la semana pasada, a siete de días del cambio de mando, colapsó por un taponamiento de las alcantarillas. Triste y dolorosa metáfora de este fin de ciclo político. Glu, glu, glu… (O)

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