La abogada que desafía al régimen islámico de
Irán
Esta abogada emprendió una cruzada para
volver a ejercer su profesión.
“Nunca he sentido que tenga una
valentía especial. Y me sorprende que a la gente le llame la atención mi manera
de ser. Lo que pasa es que cuando estoy muy brava y me dicen que haga una cosa,
no la hago”, explica. Aquel día de tribunales, levantó las manos esposadas y
caminó así el resto del tiempo, como gesto de protesta.
Al encontrase en la Corte con su
esposo, Reza Khandon, pasó las esposas por encima de su cabeza y lo abrazó, en
una acción atípica en Irán, donde los comportamientos amorosos se esquivan,
incluso entre marido y mujer. La foto que registra el momento en que esta mujer
bajita y delgada abrazó a un hombre sonriente quedó como testimonio de su
rebeldía y de la complicidad que mantiene con su pareja, que nunca ha dejado de
apoyarla.
“Ellos querían lastimarme
poniéndome las esposas. ¿Por qué no hacía yo algo para neutralizar eso? Creo
que los anulé y tuve un buen sentimiento. Pero no fue en absoluto un acto de
valentía”, cuenta mientras bebe un té en una oficina en las montañas del norte
de Teherán, a pocos metros de Evin, la famosa cárcel destinada a los presos
políticos, Sotoudeh incluida.
En los rincones de esta oficina,
perteneciente a un amigo y que ella usa para recibir visitas, quedan rastros de
los carteles que ha llevado a diferentes marchas de protesta. Stop killing your
fellow beings (“dejen de asesinar a sus semejantes”), dice el último, que sacó
a la calle meses atrás para protestar por una serie de ataques con ácido contra
mujeres en Isfahán, la tercera ciudad del país. Ese día, la detuvieron durante
14 horas.
“El director de la cárcel me invitó
a conversar una vez y le expliqué que defendía de la misma manera a todos mis
clientes, desde el menos famoso hasta el que ha ganado el premio Nobel de la
paz –recuerda–. ‘Para mí no hay diferencia. Y no me arrepiento de haberlos
defendido. Creo en la inocencia de todos’, le dije”.
Argumentos similares les dio a sus
dos hijos para explicarles por qué su madre estaba en la cárcel, y no con
ellos. “Yo sé que ustedes requieren de agua, de comida, de techo, de una
familia, de unos padres, de amor y del derecho a poder visitar a su madre –les
escribió desde prisión–. Sin embargo, en la misma medida, necesitan libertad,
seguridad social, Estado de derecho y justicia”. Hoy, cuenta, con ironía, que
hace pocos días su hija mayor le dijo que ella era una conservadora, que el
moderno en la casa era su papá.
Su familia entiende perfectamente
su lucha, pero vive con el temor de que vaya nuevamente a prisión. Saben que la
mayoría de abogados especializados en casos como los que ella lleva están en la
cárcel, incluido su propio apoderado, o fuera del país.
No obstante, todos han terminado
por apoyarla. Esto incluye a su madre, que no veía con buenos ojos el camino
que tomó su hija, pero que terminó por convertirse en un gran apoyo cuando fue
encarcelada. Infortunadamente, murió meses antes de que Sotoudeh quedara en
libertad. “Pude participar de su funeral, mas no del de mi padre, que murió dos
semanas después de ir a prisión. Ese fue el momento más duro para mí”,
reconoce.
Nasrin Sotoudeh no es una persona
fácil para la República Islámica. Desde el 21 de octubre pasado, todos los días
laborables se ubica a la entrada del Colegio de Abogados de Irán, para que le
permitan ejercer como abogada.
Desde su liberación, en septiembre
del 2013, una de sus principales preocupaciones fue el trabajo. En principio,
se le prohibió ejercer la abogacía durante diez años, pero en septiembre pasado
un tribunal revocó la decisión. Sin embargo, el comité disciplinario del
Colegio de Abogados la suspendió durante tres años.
“Cuando me di cuenta de que el
Ministerio de Inteligencia interfería en mi caso, les advertí a los directivos
del Colegio de Abogados que iba a hacer una sentada frente a su sede si estas
maniobras terminaban con mi suspensión, como pasó”, relata. Y prometió hacerlo
hasta que la decisión se revierta.
Con una pancarta que reza Right to
work, right of dissenters (“derecho al trabajo, derecho de los disidentes”) y
que le ayudan a levantar activistas, amigos, colegas y admiradores que pasan
por allí para darle respaldo, entre las 9 de la mañana y el mediodía se planta
frente a la sede de la asociación de profesionales, cerca de la céntrica
plazoleta de Arjantin, en Teherán. Aunque no suele quedarse callada frente a
los abusos, jamás grita.
Gracias a su valor, el sitio se ha
convertido en un espacio de protesta para todos los que tienen algo que
reclamar. Decenas de personas se aglomeran allí –muchas de ellas, para pedir la
liberación de presos–, a la vista de los cuerpos de inteligencia, que desde la
acera opuesta siguen cada movimiento e, incluso, graban con sus celulares a los
manifestantes. Pero a nadie parece importarle.
Uno de los visitantes más asiduos
es el director de cine Jafar Panahi, que ganó el León de Oro en el Festival de
Berlín con su película Taxi, filmada con cámaras escondidas dentro de un carro
de transporte público y en la que aparece la activista.
Panahi, que en el 2012 compartió
con Sotoudeh el prestigioso premio Sájarov a la libertad de conciencia, que
concede el Parlamento Europeo, suele pasar a fumarse un cigarrillo y conversar
con quien esté por allí.
Estas visitas quedan registradas en
la página de Facebook de Sotoudeh, donde cada día se publican fotos de las
personas que pasan a saludarla. “Elegí este método porque no es la manera
habitual de hacer las cosas en Irán. Quiero que se vuelva popular y, así, otras
personas puedan utilizarlo también”, argumenta.
La campaña
Según Sotoudeh, tenía dos
alternativas frente a la decisión del Colegio de Abogados. La primera era
apelar. En ese caso, su expediente habría ido a una corte disciplinaria
especial. “Sin lugar a dudas, la sentencia habría sido confirmada”, subraya. El
segundo, agrega, era defender sus derechos civiles y protestar por la
sentencia. “Estoy haciendo uso de este derecho. Tengo más esperanzas de esta
manera que por intermedio del sistema judicial”, asegura.
A diferencia de muchos excarcelados
de Irán, que deciden bajar su perfil, ella ha hecho lo contrario: colabora con
dos asociaciones que trabajan por los derechos de los niños y hace parte de la
campaña Paso a Paso, que lucha por la abolición de las ejecuciones. Y aunque no
puede aceptar ningún caso como abogada, sí apoya a varios colegas,
especialmente, a jóvenes que decidieron tomar el camino de la defensa de los
derechos humanos. De hecho, ella les pasa casos que llegan a sus manos.
“¿Quiere saber mi opinión?”,
pregunta al indagarla sobre el miedo de volver a prisión. “Hasta que uno va a
la cárcel, el temor de perder la libertad te impide hacer muchas cosas. Pero,
una vez que has estado adentro y ves lo que pasa, el temor se va. Nunca hice
nada ilegal, nada extremo. Y ahora, tampoco”, arguye. Por eso, no se plantea
dejar de hacer lo que hace ni dejar el país, como lo han hecho muchos
litigantes y activistas después de recuperar la libertad.
“No quiero irme. Además, estoy en
la lista negra de personas que no pueden dejar el país, y, de cierta manera, me
parece bien”, dice antes de confesar que está escribiendo sus memorias, que
–como sucedió con la película de Panahi– seguramente solo podrán publicarse por
fuera de Irán. “Hay editores amigos que dicen que intentarán publicarlas aquí,
pero, sinceramente, no creo que reciban permiso”, lamenta.
Con la sonrisa y la delicadeza que
la caracterizan, no titubea a la hora de opinar que en Irán no ha habido ningún
cambio fundamental con la llegada al poder del moderado Hasan Rohaní. Como las
leyes son las mismas, añade, el Presidente no ha podido cumplir las promesas
que le hizo a la gente. “Yo espero que él haga su mejor intento, pero que, al
mismo tiempo, la gente use todos sus derechos civiles. Lo que quiero decir es que
no debemos depositar toda la responsabilidad en Rohaní, sino que la sociedad
también debe hacer un esfuerzo”, concluye.
CATALINA GÓMEZ ÁNGEL
Para EL TIEMPO
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