Por Roberto Aguilar
Hay algo a lo que un izquierdista, jurásico o no,
teme por sobre todas las cosas: ser acusado de hacerle el juego a la derecha.
Algunos, para evitarlo, son capaces de lo que sea, incluso de hacerle el juego
a la derecha. Es el caso de Virgilio Hernández, Doris Soliz, Fander Falconí…,
todos aquellos que comparten proyecto de poder con Jorge Glas, Alexis Mera,
Juan Carlos Cassinelli… Los que –por abstruso que esto suene– se dan la mano
con Mónica Hernández con tal de no perder el privilegio de pertenecer a un
gobierno de izquierda que los legitime. El prefecto del Azuay, Paúl Carrasco,
que no tiene esa dicha, no puede ni reunirse con Jaime Nebot: se lo reclaman
sus bases y se lo reprocha su propia conciencia. Quizás este rasgo sicológico
debiera ser considerado más a fondo en el debate sobre las culpas de la
izquierda, propuesto por José Hernández en un artículo de su blog y recogido hasta el momento
por unos pocos, muy pocos militantes de esa tendencia, gente que llevó al poder
a Rafael Correa y luego se arrepintió.
Romper
con el correísmo exigió, para las izquierdas, una operación mental predecible y
no muy difícil de justificar: situar a Correa en la derecha. Esta coartada no
sólo que se puede argumentar extensamente (las políticas extractivistas del
gobierno, sus posturas conservadoras y su persecución a los movimientos
sociales, entre otras cosas, parecen darles la razón) sino que tiene el mérito
adicional de dejar intactas sus responsabilidades en la construcción del Estado
autoritario que hoy nos gobierna y, al mismo tiempo, eludir el debate de fondo
sobre la democracia. Lo mismo que en tiempos de Lucio Gutiérrez, la figura de
la traición lo resuelve todo. No es extraño que muchos de esos grupos de
izquierda que el jueves de esta semana se manifestarán contra el correísmo
continúen, por no hacerle el juego a la derecha, solidarizándose con el
gobierno de Venezuela, un gobierno ahora con superpoderes que mantiene
encarcelados a sus opositores y autorizó a los soldados a disparar contra los
manifestantes, con el reguero de muertos consiguiente. Resulta penosamente
claro que esos grupos no aprendieron nada sobre el autoritarismo. Es más:
parece gustarles. No sería nada raro que estuvieran dispuestos a repetir la
experiencia.
Desde
una perspectiva de izquierda se puede argumentar que resultaba imposible, en
2006, no apoyar a un candidato que hablaba de colocar al trabajo por encima del
capital, recuperar el papel del Estado, liberarse de la tutela del Fondo
Monetario Internacional… ¿Alcanza para justificar la ceguera ante otros
aspectos del proyecto correísta que estaban igualmente claros desde el primer
momento? Exactamente desde el 15 de enero de 2007, cuando el nuevo presidente
tomó posesión de su cargo sin jurar la Constitución y luego, en el acto de
masas que organizó en la Mitad del Mundo y donde firmó sus primeros decretos
con Hugo Chávez sentado a su derecha, impuso el orden con palabras fuertes a sus
seguidores: llamó “infiltrados” a quienes entre el público habían manifestado
un desacuerdo y consiguió que una parte de la multitud se volviera contra la
otra y la sometiera. ¿No era fácil reconocer en este gesto un inquietante
parecido con aquella famosa escena de la película de Alan Parker con música de
Pink Floyd, en la que el orador fascista interpretado por Bob Geldof depura a
las masas que lo siguen al grito de “¡Contra la pared!”? Hay cosas que se
reconocen a primera vista.
La
izquierda no le hizo feos a la interminable lista de síntomas que hablaban de
un fascismo latente en el corazón del correísmo en ciernes: el nacionalismo con
componentes revanchistas; la construcción imaginaria de un nosotros, esa
ilusión ontológica encarnada por el Estado, con el que forma una entidad
socioespiritual indivisible fuera de la cual sólo pueden existir los enemigos;
la pretensión de infalibilidad basada en una supuesta interpretación correcta
de las fuerzas de la historia, que libera todo debate del control del tiempo
presente, pues sólo el futuro podrá confirmar los méritos del modelo; la
consecuente conversión de los principios ideológicos en elementos de
autodefinición indiscutibles, no sujetos a las fluctuaciones de la opinión (por
ejemplo: la guerra contra los medios es connatural al correísmo; no se puede
ser correísta y estar en contra de ella); la conformación de un aparato de
propaganda destinado menos a informar y persuadir que a organizar y pastorear;
el estado de movilización permanente en torno a la noción de una identidad
antagónica, que exige la creación constante de enemigos; la aparición de un
núcleo de militancia fanatizada, civiles que se uniforman voluntariamente
(boinas negras, camisas rojas, ponchos tricolores…) y expresan así su voluntad
de deponer su propia individualidad en beneficio de una inquietante idea de
unidad de la acción; el regreso a una concepción épica de la historia más
propia de Carlyle que del marxismo, la revitalización de un altar patriótico
lleno de mártires y héroes (Bolívar, Alfaro, las Manuelas…) en contra
precisamente de los esfuerzos académicos desarrollados por la izquierda en las
tres décadas anteriores… La enumeración puede continuar al infinito.
En
Montecristi, que fue un hervidero de discusiones académicas y un caldo de
cultivo de teorías políticas y sociales, todas estas cosas estaban ya
perfectamente claras. Pero no parecieron incomodar a nadie. Al contrario: las
izquierdas ahí representadas confirmaron el modelo y lo dotaron de un aparato
institucional a la medida, legitimaron el hiperpresidencialismo y, a nombre de
una supuesta revolución ciudadana, colocaron la participación ciudadana en
manos del Estado y ahogaron el principio de ciudadanía. Certificaron la
confiscación política del pueblo en manos del caudillo. Todos recordamos como
terminó esa Asamblea Constituyente: con un golpe de timón operado desde la
presidencia, con la aprobación de artículos al mayoreo y la anulación de las
voluntades políticas individuales. Con los asambleístas, lo mismo que aquellos
fanáticos en uniforme, deponiendo sus individualidades en nombre del proceso.
Para no hacerle el juego a la derecha.
Hoy
rasgan sus vestiduras, sintiéndose traicionados, y se justifican diciendo que
nadie podía imaginar lo que se vendría. ¿Acaso podía esperarse algo distinto?
Aún hoy, después de todo lo ocurrido, muchos de ellos continúan situando el
antagonismo entre izquierda y derecha en el centro del debate político, cuando
lo que está en juego en el país es la disputa entre el autoritarismo populista
y la democracia, que sólo puede existir ahí donde se garantiza el derecho a la
disidencia. ¿No solían los partidos de izquierda descreer de lo que llamaban
“democracia burguesa”? ¿No participaban en elecciones por estrategia más que
por convicción? ¿Ha cambiado esa postura? En el debate sobre las culpas de la
izquierda no basta con hacer un inventario de errores y aciertos: está claro
que todo el mundo se puede atribuir unos y otros. Se trata de abrazar con
convicción la democracia. Abrazarla aunque implique sacrificar el sueño de
unidad de la tendencia. Abrazarla aunque suponga, de algún modo, hacerle el
juego a la derecha.
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