¿CUÁL ES EL PRECIO DE QUEDARNOS CALLADOS?
Por Julio Morales
Daza
Desde hace ya un
buen tiempo estoy tratando de hallar las razones por las cuales el Gobierno de
Colombia, a través de su Cancillería, no protesta de manera abierta e
irrestricta sobre los cada vez más recurrentes insultos del Presidente
Venezolano –y todos los que le siguen, de ahí para abajo, en el PSUV– hacia
nuestro país y nuestros ciudadanos. Aclaro: en ciertas ocasiones se ha hecho
una “protesta” verbal frente a los medios de comunicación por parte del
Presidente y la Canciller con respecto a esta situación, pero siempre me queda
la sensación de que, más que un llamado de atención, es una “disculpa que
nuestra institucionalidad le pide al país vecino por ser tan entrometidos”.
Hace poco le
pregunté a un francés que, si pudiera escoger, a qué persona hubiese designado
como presidente de su país en este período: ¿a François Hollande o a Dominique
Strauss-Kahn? (ambos del Partido Socialista). Su respuesta fue que, con o sin
escándalo, le daría al antiguo director del Fondo Monetario Internacional la
Presidencia de Francia porque cree que Hollande es demasiado condescendiente
con “la Merkel” –así lo dijo– y, a pesar de todo, Strauss-Kahn es un hombre con
los pantalones bien puestos. Palabras más, palabras menos.
Este ejemplo que
les traigo no es para entrar a discutir aquí a quién hubiese yo escogido en el
caso de Colombiano, es más bien para describir el sentimiento que tengo cada
vez que Maduro se descarga contra Colombia entera en cadena nacional –espacio
mediático agotador donde el presidente habla sobre lo humano y lo divino– ¿y
nuestro presidente? Bien, gracias.
No entiendo como Nuestro
Gobierno no encuentra alarmante la locura gubernamental que hay en el vecino
país; que, entre otras cosas, comparte unos 2.200 kilómetros de frontera con
Venezuela y donde, además, hay unos cuatro millones de inmigrantes colombianos,
como dijo recientemente Juan Manuel Santos en alguna intervención.
Por otro lado,
entiendo plenamente que la causa del silencio sean las muy probables
repercusiones que tendría un eventual cierre de frontera en las exportaciones e
importaciones de esas zonas y más si se prolonga en el tiempo. El Gobierno de
Venezuela ha probado su disposición y agilidad para cerrar fronteras,
embajadas, consulados, entre otros, cuando las cosas les salen mal y se sienten
acorralados. Esto es, por lo demás, comprensible: No tiene nombre el
desprestigio al que ha sido sometida la palabra del gobierno bolivariano tras
15 años de jefatura ininterrumpida. Lo que no entendería es que la razón tenga
alguna relación con el apoyo que Venezuela le brinda a los diálogos que mi país
sostiene con el grupo terrorista de las farc en La Habana. Pero esa es otra
discusión.
Y es que los
insultos que vienen desde Caracas no han escatimado en tono ni en víctimas:
todo lo que una persona se imagine se lo han dicho a muchos de nuestros
compatriotas desde Miraflores o desde la Asamblea Nacional. Sin embargo,
nuestra respuesta desde 2010 se ha escabullido entre los llamados “canales
diplomáticos” que, sin miedo a equivocarme, puedo decir que la mayoría de la
opinión pública colombiana no sabe cuales son. Empero, otras agresiones igual
de repudiables, como la que cometió una diputada panameña hace poco hacia el
grupo de ciudadanos colombianos en su país, fueron resueltas de inmediato y
frente a las cámaras.
Con esta reflexión
no estoy sugiriendo que Colombia deba inmiscuirse en los asuntos internos del
hermano país; entre otras cosas porque creo que esa situación se le va a caer
por su propio peso al gobierno del socialismo del siglo XXI. Tampoco es mi
intención decir que el Gobierno de mi país deba responder a todos y cada uno de
los insultos provenientes de Venezuela. Sin embargo, lo que si me propongo con
esta columna es poner a los lectores a pensar en el precio que tiene quedarnos
callados o tener una actitud inerte frente a lo que pasa de la frontera para
allá.
Recientemente,
mientras aprobaba sanciones para varias dignidades del Estado venezolano, el
Presidente Barack Obama, ha expresado que ese país es una “amenaza inusual y
extraordinaria” para los Estados Unidos de América. Yo creo que es una amenaza
para toda al región y en especial para Colombia, por el hecho de compartir una
extensa frontera y albergar una gran cantidad de colombianos en su territorio,
como ya se dijo, aunque no lo sea tanto para Brasil por la configuración
geográfica de sus fronteras y el hecho de que, militarmente, no tendría ninguna
posibilidad frente al ejército del gigante suramericano.
El Gobierno
Bolivariano de Venezuela es una verdadera amenaza para Colombia por distintas
razones, siendo las más relevantes la volatilidad de las decisiones
gubernamentales; la gran cantidad de armamento que posee y que sigue
adquiriendo por sus siniestros lazos con países como Rusia e Irán; la condición
de vulnerabilidad de nuestros residentes en ese territorio; y la
constante paranoia que parecen tener los responsables de las decisiones en
Venezuela con respecto a “supuestos planes de desestabilización provenientes
del nuevo eje del mal: Miami-Bogotá-Madrid”. A eso hay que sumarle la porosidad
de nuestras fronteras; la facilidad para violarlas (probada desde hace años con
las incursiones de aviones militares venezolanos) y la poca capacidad que tiene
Colombia para desplazar fuerzas armadas a esas zonas, ya sea por vía terrestre,
aérea o fluvial.
Una intervención de
Colombia tendría que ver más con la búsqueda de la protección de los derechos
humanos y políticos en Venezuela, hacia la salida dialogada del régimen
fracasado y el encaminamiento de los prácticas democráticas. El precio de
quedarnos callados podría ser que el día menos esperado la locura llegue a su
límite y Maduro apruebe medidas más agresivas para detener los “planes de golpe
de Estado”.
Tengo el
presentimiento de que para cuando queramos tomar cartas en el asunto, ya será
demasiado tarde.
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Rápidamente:
Debo decir que la
propuesta de la Senadora Paloma Valencia de dividir el Cauca para los indígenas
y para los mestizos es realmente descabellada. El Ministro del Interior la ha
calificado de “discriminatoria”; aunque yo no lo pondría en esas palabras, creo
que ciertamente no es la más apropiada de las propuestas y que los medios para
alcanzar la estabilidad de esa región deben ser de integración y no de
división.
Es vergonzoso que
la Ministra de Transporte esté abiertamente en contra de un sistema de transporte
urbano que, aunque alternativo, no tiene nada de ilegal. Así como hay que
mejorar el servicio de los taxis en el país, también se debe incentivar la
libre competencia en este sector.
Alguien debería
abogar por los derechos de las glorias del deporte nacional después de que se
retiran. Es triste ver como muchos de estos terminan en el olvido y, muchas
veces, hasta en la miseria.
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