Por Roberto Aguilar
No
es ceguera: es mala fe. El Presidente tuvo drones que sobrevolaron Quito
durante la concentración de protesta del 19 de marzo. Tuvo un helicóptero que
aterrorizó a los manifestantes por la inquietante posibilidad de que se tratara
de un Dhruv. Tuvo escuadrones policiales dispuestos a intervalos regulares
desde El Ejido hasta Carondelet, cuyos responsables debieron informar
constantemente sobre el desarrollo de los acontecimientos. Sabe, por tanto, que
esta marcha fue más concurrida que la anterior, por lo menos en la capital.
Sabe que al filo de las seis de la tarde, cuando se llenó la plaza de San
Francisco, la abigarrada multitud que esperaba su turno para entrar se extendía
a lo largo de 12 cuadras de las del centro histórico, por las calles Bolívar y
Guayaquil hasta más allá del Teatro Sucre. Sabe que desde esa hora hubo un
constante flujo de personas que abandonaba la plaza y otro río no menos
caudaloso que ingresaba, y que este movimiento duró quizás una hora. Que la
plaza, a la cual atribuye una capacidad para acoger a 20 mil personas, se llenó
dos veces. O más. Todo eso lo sabe a ciencia cierta. Sin embargo, a la hora de
hacer un balance público de lo ocurrido, elige mostrar una fotografía aérea
quizás captada a eso de las cinco, cuando no había llegado a San Francisco más
que la cabeza de la manifestación. Y asegura que las fotos que circulan en las
redes sociales, en las que aparece una multitud mucho más grande, han sido
trucadas con Photoshop. Miente no más el Presidente.
No
es ceguera: es deshonestidad intelectual. Por retorcida que sea la concepción
de la política que uno tenga (y el correísmo ha dado pruebas suficientes de
retorcimiento), los hechos son lo que son y no pueden ser cambiados, hay que
rendirse a ellos. Y los hechos del 19 de marzo son los de una manifestación
cuyo 99 o más por ciento de integrantes no lanzó una piedra, no apaleó a nadie,
no cree en la fuerza como mecanismo para resolver conflictos, no simpatiza con
el Grupo de Combatientes Populares ni con ninguna de esas células diminutas de
gente violenta que por desgracia todavía existen. Los dirigentes correístas
conocen esa dinámica y lo saben. Los periodistas de los medios oficiales
estuvieron ahí y lo saben. El ministro del Interior, José Serrano, fue
informado y lo sabe. Rafael Correa participó en manifestaciones parecidas
cuando aún no era Presidente y también lo sabe. Lo sabe de sobra. Sabe que los
adoquines levantados, los policías lastimados, los golpes infringidos y todos
los hechos de violencia que se produjeron al final de la jornada, siempre al
final, cuando el 99 o más por ciento de los marchantes se había retirado ya de
vuelta a casa, no representan al conjunto de la manifestación ni resumen su
espíritu. Que son (por reprochables que a todos nos parezcan) hechos marginales
en comparación con la unánime voluntad de expresión de una multitud de ciudadanos
que ejerció en la calle su derecho de participación política y emitió un
mensaje de insatisfacción incontrastable. Pretender lo contrario, resumir la
marcha del 19 de marzo con una cifra de vidrios rotos, es de una mezquindad de
espíritu que da grima. Deshonestidad intelectual pura y dura.
El Presidente se sirve de sus vivencias de ese día
como de una coartada: “Estaba saludando a la comunidad –contó el sábado– y de
repente veo una lluvia de tubos, piedras y botellas… Resulta que era un turba
de los tirapiedras que se avalanzó…”. Fue su versión sobre los hechos ocurridos
en Riobamba, cuando pretendió ejecutar una entrada triunfal en olor de
multitudes a la ciudad aún bullente de manifestantes, a bordo del vehículo que
él se complace en llamar, con aura pontificia, “el Correamóvil”. Comparó la
escena con una película “de esas de romanos” y es difícil imaginar una analogía
más exacta, pues a bordo de su carroza el Presidente se comporta como Coriolano
invicto. Un video lo
muestra investido con el atributo principal de su poder, el micrófono,
dirigiendo con voz quebrada el asalto final contra los volsgos que le cierran
el paso: detengan a ese de ahí, detengan al de más allá, aleeerta, aleeerta… En
cuanto a la “lluvia de piedras, tubos y botellas” que en su delirio bélico
creyó ver cayendo sobre su cabeza, no parece existir prueba documental que la
certifique (y la verdad es que tanto nos ha mentido Rafael Correa que ya va
siendo horita de exigirle pruebas documentales de lo que dice). Seguramente su
versión puso en aprietos a los operadores del aparato de propaganda, quienes al
parecer se hicieron figurillas para mostrar imágenes que medianamente se
aproximaran a lo narrado. Esto fue lo que encontraron, recuadraron y
ralentizaron en el video correspondiente:
¿Será
piedra? ¿Será tubo? ¿Será botella? Esto parece un chiste. Hemos descendido al
punto en que el debate sobre una manifestación democrática de ciudadanos que
expresan su disconformidad con el Gobierno bien podría centrarse en detalles de
este tipo. Es el punto al que nos han conducido la mala fe, la deshonestidad
intelectual y los aspavientos de un presidente incapaz de relacionarse con sus
contradictores políticos en pie de igualdad, incapaz de reconocer la naturaleza
de los hechos y de asumir que la disidencia existe y es inevitable. Hemos descendido
al punto del ridículo. Y el ridículo puede ser más peligroso de lo que
aparenta.
Claro que hubo alguna ceja partida y eso está muy mal.
Pero ese es un problema policial. De un estadista de verdad se espera una
lectura política de los hechos. El problema es que Rafael Correa es tan incapaz
de generar sentidos políticos como un olmo de dar peras. Su única conclusión
del 19 de marzo es que hizo falta más presos. El sábado retó al ministro del
Interior, José Serrano, por esa causa. Y todavía tiene la jeta de compararse
(lo hizo al arrancar una entrevista transmitida el
mismo jueves 19) con la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, quien
también afrontó grandes manifestaciones de ciudadanos inconformes. ¡Con Dilma,
cuya pedagogía política consiste precisamente –y así lo declara– en escuchar lo
que dice la calle! ¿Acaso ella cometió la insensatez de treparse en el
Rouseffmóvil y situarse en la cabeza de la contramarcha? ¿Acaso calificó a los
manifestantes como una manga de sufridores y tirapiedras que no saben lo que
quieren? ¿O pidió más detenidos a su ministro de la Policía? ¿No alcanza el
Presidente a ver las diferencias o su comparación es otra muestra de su
deshonestidad intelectual?
Dijo
Correa el sábado sobre los ciudadanos que se manifestaron en todo el país:
“¿Quieren hablar conmigo? Primero que pasen un test sicológico, compañeros”.
Esta declaración lo retrata de cuerpo entero. Con semejante filosofía
convertida en política de Estado, el Ecuador parece dirigirse hacia un
peligroso cuello de botella en el cual la resolución de los conflictos podría
estar determinada, de un lado, por la incapacidad del Gobierno de asumir la
realidad; y de otro, por su vocación para dirimir los temas de la política con
respuestas policiales. Se tiene la inquietante sensación de que Rafael Correa
es un tipo cada vez más peligroso a medida que se acerca su final. ¿De qué será
capaz con el fin de postergarlo?
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