Publicado en la Revista El Observador, agosto de 2018, edición 106 |
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La elección del primero de julio no sólo significa un inequívoco cambio de rumbo en el Ejecutivo federal –dominado durante 30 años por gobiernos de orientación neoliberal– sino que también altera bruscamente la composición de los organismos legislativos –el federal y los locales– y el régimen de partidos. El bipartidismo que se gestó desde el sexenio de Carlos Salinas mediante las concertacesiones con el Partido Acción Nacional, en el sexenio siguiente, con la confirmación de ese instituto como segunda fuerza electoral, y después, con la alternancia que puso en manos del blanquiazul la Presidencia durante dos administraciones, ha llegado a su fin.
Tanto el Revolucionario Institucional como Acción Nacional experimentaron sendas derrotas históricas en los comicios recién pasados y a raíz de ellas su peso en la conformación del poder público se ve severamente reducido, en el caso panista, y los priístas quedan convertidos en un partido de segunda división: la coalición que formó con Nueva Alianza y el Verde Ecologista de México, dispondrá únicamente de 63 de 500 diputaciones y de sólo 29 representantes en el Senado de la República. Nueva Alianza y Encuentro Social arriesgan la pérdida de su registro por la ínfima cantidad de sufragios recibidos y el Partido de la Revolución Democrática se convierte en una fuerza marginal, tras perder casi por completo su principal bastión, que era la capital del país. En cuanto al principal triunfador de la jornada, el Movimiento Regeneración Nacional, recibe una cantidad enorme de puestos públicos, entre gubernaturas, diputaciones federales y locales, senadurías y presidencias municipales, y se convierte en la fuerza mayoritaria del país, un resultado que debe contrastarse con el hecho de que tiene menos de cuatro años de haber recibido su registro como partido. Esta vasta mutación del escenario político lleva a evocar el colapso de la clase política tradicional en otros países –España, Francia, Argentina, Ecuador, Bolivia– y a recordar el fenómeno internacional de la crisis de los partidos tradicionales, ante los cuales las sociedades han desarrollado un hartazgo cada vez más claro. Desde esta perspectiva, lo ocurrido el pasado domingo no puede ser considerado una elección común y debe ser visto en clave de una rebelión del electorado ante el modelo bipartidista que se pretendió imponer en el país, la invariabilidad de la política económica a pesar de las alternancias formales y la persistencia de la corrupción y la descomposición institucional como fenómenos transpartidistas. Por lo que respecta a la coalición triunfante, Juntos Haremos Historia, su componente central, Morena, y el Acuerdo de Unidad que permitió la participación en esa fórmula de personalidades de diversas ideologías, procedentes de partidos rivales e incluso de recientes adversarios del morenismo, es un enigma la manera en que esa alianza entre disímiles e incluso entre contrarios habrá de gestionar sus diferencias en pleno ejercicio del poder. Una cosa es cierta: el panorama partidista que caracterizó la vida pública durante tres décadas se esfumó bruscamente el pasado primero de julio. Refundar y fortalecer la democracia El próximo gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador se enfrentará, entre otras, a las carencias que registra nuestra representación política. Una de sus primeras tareas tendría que ser, por tanto, la de crear las condiciones para que la democracia –a la que se da por hecho y de la que se abusa verbalmente– tenga visos de realidad. El cambio en ese sentido, si quiere consolidarse, tendrá que ser sobre bases democráticas o no será. Desde muy diferentes ámbitos, al gobierno se le exige que sea democrático, y la puesta en acto de todos los valores que ello implica: respeto a la ley, trato igualitario y equitativo, pluralidad, honestidad, respeto a las libertades y garantías constitucionales; por supuesto, limpieza, rendición de cuentas, transparencia. Una exigencia totalmente justificada. Sin embargo, quienes esto exigen no hacen el intento por anclar esos criterios y actos en sus lugares de adscripción: partidos políticos, centros de trabajo, centros de estudio, medios, sindicatos y otras organizaciones civiles. Los empresarios, por ejemplo, le piden a López Obrador que termine con la corrupción. La corrupción que implica al corruptor y al corrupto. Hasta ahora, los casos más escandalosos de corrupción han involucrado a empresarios. ¿Han hecho las organizaciones empresariales los llamados pertinentes y oportunos para que su membrecía evite participar en actos de corrupción? Con todos los escollos que encontrará López Obrador para poder cumplir con el programa de gobierno que ofreció como candidato, y con los ataques y críticas que le lanzarán los que se han sentido lesionados en sus privilegios, sinecuras e impunidad de que gozaron por largas décadas, creo que como principal dirigente de Morena tendrá que hacer grandes esfuerzos para que este partido tenga una sólida estructura de prácticas democráticas. Dejar que el juego de autonomías valga, en primer lugar, para su militancia. Haberlo fundado, conseguir que creciera en pocos meses, convertirlo en un gran cohete electoral y en el partido triunfador de las elecciones más competidas de la historia del país, así como en el crisol de su aspiración para ganar la Presidencia de la República fue, sin duda, una verdadera proeza. Mayor proeza será aportar, con su prestigio político, al desarrollo de Morena como un partido esforzado por ser ejemplo que sabe exigir, a las propias autoridades que eligió e hizo elegir, para que su gobierno se apegue a lo ofrecido a la ciudadanía. Y aun, por asumirse como el eje de un cambio radial y profundo, a la medida de una suerte de cuarta República. Sin un partido que haga fuerte al Presidente, esperanzada su militancia en que sea el Presidente el que lo haga fuerte a él, la fuerza de ambos se degradaría. En el ejercicio del poder, el más sabio se equivoca. Pero si tiene un partido que sea el primero en advertir el error que resulte y en pugnar para que lo autocorrija quien lo cometió, la fuerza política y moral de uno y otro cobrará altura. Será bueno señalar, desde ahora, que si Morena se convierte sólo en la agencia político-electoral de López Obrador, los efectos del triunfo en las elecciones del domingo primero de julio, serán lo que los mexicanos no queremos: un presidencialismo extremo y un partido garapiñado y de contornos ideológicos y éticos expuesto a feroces disputas internas. Lo cual equivaldría a revivir, con nombre y parafernalia distintos, al régimen que se hundió. Es posible que López Obrador gobierne con mayoría. Los legisladores de Morena serán, o bien fieles transmisores del Presidente por medio de Morena, o bien el conjunto cabal de esa representación política que nunca hemos tenido: atenta a la labor del Poder Ejecutivo, a las necesidades y demandas de la población –sobre todo de la población mayoritaria– y a las muy diversas presiones de la minoría rapaz y de sus apoyos nacionales y del exterior (Estados Unidos, de manera señalada), que querrán ver en la alternancia del poder un cambio, sí, pero sólo de periféricos en su vestimenta. El sino de Morena estará en la respuesta a esas realidades. Por primera vez, la mayoría sintió punitiva la cordillera de la desigualdad, el despojo y la violencia. Y decidió que era ya el momento de cambiar tal ominoso contexto por la vía pacífica. Ese cambio, por el que no votaron, salvo excepción, los empresarios grandes y medianos, sus directivos y allegados, y los políticos con los que se han coludido para aumentar su fortuna, requerirá ser defendido no sólo con reglas de juego diferentes por parte de las nuevas autoridades, su estado mayor y su partido, sino por la propia ciudadanía que hizo posible su triunfo electoral. Una ciudadanía decidida a tener unas elecciones libres, como la que se agrupó en una miríada de organizaciones semejantes a la Red Universitaria y Ciudadana por la Democracia. Centro de Comunicación Social-CENCOS-México. |
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