Sobre la humillación y la servidumbre
Desde que la Revolución Ciudadana llegó al poder, el aparato de propaganda no ha parado un sólo segundo de repetir que este es un país en donde se ha recuperado la dignidad y la soberanía. Nada más alejado de la verdad. La peor herencia que dejará el correísmo será la del envilecimiento de una gran parte del país.
08 de junio del 2016
POR: Simón Ordóñez Cordero
Estudió sociología. Fue profesor y coordinador del Centro de Estudios Latinoamericanos de la PUCE. Ha colaborado como columnista en varios medios escritos. En la actualidad se dedica al diseño de muebles y al manejo de una pequeña empresa.
Tomar distancia de un poder envilecido, rechazar la humillación y no callarse es condición para recuperar nuestra libertad individual".
Lo esperaba desde hace mucho tiempo. Seguramente fue por eso que guardó silencio y bajó la cabeza cuando su líder dijo que los acuerdos que había alcanzado la Comisión encargada de negociar la Iniciativa Yasuní-ITT eran vergonzosos, indignos y atentaban a la soberanía nacional.
Tenía un PHD y algunas publicaciones, había formado parte del núcleo fundador de Alianza PAÍS y fue tan leal al “proyecto” que también calló cuando meses después su jefe enterró definitivamente aquella Iniciativa en la que tanto había trabajado.
Un par de años después creyó que su día había llegado; era el 10 de noviembre de 2.012 y se realizaba la Convención del Partido en donde se anunciarían las nuevas candidaturas. Su nombre sonaba para reemplazar a Lenin Moreno que ya antes había descartado ser nuevamente binomio de Correa.
Los verde agüita colmaban los graderíos del estadio del Aucas; sobre la tarima el caudillo flanqueado por la cúpula aliancista con sus eternas sonrisas complacientes; himnos, canciones, arengas, loas al futuro luminoso. Por fin tomó la palabra el Presidente candidato; con su acostumbrada modestia dijo que aunque no era su voluntad, nuevamente se sacrificaría por el proyecto y por la Patria. Mientras el caudillo llenaba de elogios y destacaba lo valores patrióticos de quien sería su nuevo binomio, Fander Falconí mostraba una gran sonrisa y su actitud corporal mostraba su impaciencia por pasar al frente, a la derecha de su Señor.
Pero no oyó su nombre, sino el de Jorge Glas; su sonrisa se congeló; contuvo, ya en el aire, el paso que había iniciado; trató de recomponerse y empezó a aplaudir. Pero su humillación ya no podía esconderse.
En la tarima todos aplaudían, muchos de ellos con la misma sonrisa congelada de Falconí y similar falta de entusiasmo; empero, nadie se fue. En lo graderíos empezaron los abucheos y los gritos de rechazo e insatisfacción frente al nuevo binomio fueron elocuentes. Finalmente, más de la mitad de los concurrentes que se ubicaban en las gradas abandonaron el estadio en rechazo a lo decidido. Pero ya estaba, Correa había impuesto su voluntad y mostraba quién mandaba en Alianza PAÍS; aniquilaba, de paso, cualquier quimérico sueño de democracia al interior de ese partido.
Cuando vi las imágenes de aquel evento y leí las crónicas sobre el mismo, me vino a la memoria aquel emperador romano que, en la cúspide de su poder y llevado por su demencia megalómana, había nombrado cónsul a Incitatus (Impetuoso), su favorito y amado caballo. Calígula gobernó entre el año 37 y 41 de la era cristiana y fue el primer emperador que se presentó a sí mismo como divinidad; fomentó el culto a su personalidad y mandó construir templos y estatuas en su honor. Mientras estuvo en el poder se produjo una perversión sistemática de todos los valores.
El nombramiento de Incitatus como cónsul ha sido interpretado por muchos como una muestra más de la locura de Calígula. Sin embargo, pienso que ese acto no tiene nada de irracional, no es un acto de locura; por el contrario, se inscribe perfectamente en una lógica en donde lo que interesa al tirano es demostrar que su poder es omnímodo, que sus actos, por más grotescos o irracionales que pudiesen parecer, tienen que ser obedecidos y cumplidos porque él es la ley y el poder, porque su voluntad es lo único que cuenta y a ella han de someterse todos quienes conforman el imperio, empezando por sus colaboradores y cortesanos. Es la humillación como mecanismo de dominio; y quienes más se humillan y someten son aquellos que pertenecen al círculo más cercano, los que en un futuro tendrán que hacer la venia y rendir honores al caballo. Para Calígula, esa es la mejor manera de saber hasta qué punto y quiénes están dispuestos a servirlo, a acompañarlo en todas sus fechorías; es, por eso mismo, un acto que entraña una racionalidad política absoluta.
La humillación y el miedo son mecanismos de dominio que han usado todas las dictaduras y los despotismos. Es de sobra conocido que todos los hombres que rodeaban a Hitler y Stalin sentían un temor reverencial hacia ellos, los obedecían en todo, quebrantaban su voluntad y sus principios y se volvían insignificantes y tímidos en su presencia. Es la misma lógica de lo que hacían los tiranuelos de estos lares. Desde Trujillo a Castro, o de Chávez a Somoza, todos ellos se encargaban de hacer saber a sus ministros y funcionarios que todo lo que tenían, que todo lo que eran, que todo lo que valían, se lo debían a ellos; que sin su Presidente, su Benefactor, su Líder, su Comandante no eran nadie; eran la nada.
Desde que la Revolución Ciudadana llegó al poder, el aparato de propaganda no ha parado un sólo segundo de repetir que este es un país en donde se ha recuperado la dignidad y la soberanía. Nada más alejado de la verdad. La peor herencia que dejará el correísmo será la del envilecimiento de una gran parte del país, porque ha convertido a los funcionarios en esbirros, en abyectos sirvientes del más fuerte; porque las humillaciones a las que se han sometido terminaron por extirpar su dignidad y los anularon como seres humanos.
Y esta forma vil de ejercer el poder es cotidiana y casi constituye política de Estado. Se la institucionaliza cuando el Presidente recrimina agriamente o se burla en público de sus ministros y altos funcionarios; cuando los peores asumen los cargos y dignidades más altas y se somete a los mejores al mando de los más ineptos e ignorantes; cuando se castiga con el silencio a asambleístas que osaron discrepar con el líder; cuando se pone a personas de escasísima valía intelectual y ética al mando de funcionarios y burócratas de carrera y con amplia experiencia y conocimiento; cuando se obliga a los servidores públicos a salir a marchas y manifestaciones, a portar banderas o camisetas verdes y a apoyar un proyecto y unas prácticas en las que no creen; en fin, cuando se los obliga a hacer contribuciones “voluntarias” para financiar buses y sánduches para movilizar a los más pobres de otras zonas, es decir, para humillarlos a ellos también tratándolos como seres manipulables y carentes de conciencia. Algo de esa humillación seguramente habrán sentido Fernando Bustamante o Miguel Carvajal cuando debieron aceptar que Gabriela Rivadeneira presidiera la Asamblea; o los hombres y mujeres del mundo de la cultura cuando como su Ministro nombraron a Paco Velasco. Pero callaron.
En regímenes despóticos, la codicia por el poder, por una pequeña parcela de este, o por el dinero y los lujos, lleva siempre detrás la renuncia a la libertad y el sometimiento y la servidumbre hacia quién pueda procurar alguna de esas cosas. Lo dice Esteban de la Boétie, en su magnífico Discurso Sobre la Servidumbre Voluntaria: “…pero el tirano ve a los otros que están junto a él briboneando y mendigando su favor; es preciso que no sólo hagan lo que él dice sino que piensen lo que quiere y, con frecuencia, para satisfacerlo, que adivinen aún de antemano sus pensamientos. No basta con que lo obedezcan, es necesario que se rompan, que se atormenten, que se maten trabajando en los asuntos de él y luego, que se complazcan con sus placeres, que abandonen sus propios gustos por los suyos, que fuercen el propio temperamento, que se despojen de la propia naturaleza: es necesario que cuiden sus palabras, su voz, sus gestos y sus ojos, que no tengan ojo, ni pié, ni mano, que todo esté al acecho para espiar sus deseos y para descubrir sus pensamientos. [..] ¿Hay en el mundo algo menos soportable que esto, no digo para un hombre valiente, no digo para un bien nacido, sino sólo para quien tenga sentido común o, aunque sea, aspecto de hombre? ¿Qué condición tan miserable que la de vivir así, sin tener nada propio, pendiente de otro la comodidad, la libertad, el cuerpo y la vida? Pero quieren servir para tener bienes, como si pudieran ganar algo que les perteneciera, cuando no pueden decir siquiera que se pertenecen a sí mismos…”.
Dije al inicio de este texto que cuando el caudillo anunció a Glas como su binomio nadie de los que estuvieron en la tarima dejaron de aplaudir o se fueron. Y que, por el contrario, los de los graderíos rechazaron a gritos esa nominación y abandonaron el estadio. Quizá esta es la muestra más clara, incluso topológica, de que el grado de humillación está en relación inversamente proporcional a la distancia que un individuo tenga respecto del tirano y del poder. Ministros y altos funcionarios están en su directo campo de influencia, y por ello se han sometido en la forma abyecta que todos conocemos. Cuando la distancia crece y la dependencia merma, crece también el grado de libertad y la servidumbre y la humillación se alejan. Tomar distancia de un poder envilecido, rechazar la humillación y no callarse es condición para recuperar nuestra libertad individual, aquella sin la cual los seres humanos no merecemos ese nombre.
Tenía un PHD y algunas publicaciones, había formado parte del núcleo fundador de Alianza PAÍS y fue tan leal al “proyecto” que también calló cuando meses después su jefe enterró definitivamente aquella Iniciativa en la que tanto había trabajado.
Un par de años después creyó que su día había llegado; era el 10 de noviembre de 2.012 y se realizaba la Convención del Partido en donde se anunciarían las nuevas candidaturas. Su nombre sonaba para reemplazar a Lenin Moreno que ya antes había descartado ser nuevamente binomio de Correa.
Los verde agüita colmaban los graderíos del estadio del Aucas; sobre la tarima el caudillo flanqueado por la cúpula aliancista con sus eternas sonrisas complacientes; himnos, canciones, arengas, loas al futuro luminoso. Por fin tomó la palabra el Presidente candidato; con su acostumbrada modestia dijo que aunque no era su voluntad, nuevamente se sacrificaría por el proyecto y por la Patria. Mientras el caudillo llenaba de elogios y destacaba lo valores patrióticos de quien sería su nuevo binomio, Fander Falconí mostraba una gran sonrisa y su actitud corporal mostraba su impaciencia por pasar al frente, a la derecha de su Señor.
Pero no oyó su nombre, sino el de Jorge Glas; su sonrisa se congeló; contuvo, ya en el aire, el paso que había iniciado; trató de recomponerse y empezó a aplaudir. Pero su humillación ya no podía esconderse.
En la tarima todos aplaudían, muchos de ellos con la misma sonrisa congelada de Falconí y similar falta de entusiasmo; empero, nadie se fue. En lo graderíos empezaron los abucheos y los gritos de rechazo e insatisfacción frente al nuevo binomio fueron elocuentes. Finalmente, más de la mitad de los concurrentes que se ubicaban en las gradas abandonaron el estadio en rechazo a lo decidido. Pero ya estaba, Correa había impuesto su voluntad y mostraba quién mandaba en Alianza PAÍS; aniquilaba, de paso, cualquier quimérico sueño de democracia al interior de ese partido.
Cuando vi las imágenes de aquel evento y leí las crónicas sobre el mismo, me vino a la memoria aquel emperador romano que, en la cúspide de su poder y llevado por su demencia megalómana, había nombrado cónsul a Incitatus (Impetuoso), su favorito y amado caballo. Calígula gobernó entre el año 37 y 41 de la era cristiana y fue el primer emperador que se presentó a sí mismo como divinidad; fomentó el culto a su personalidad y mandó construir templos y estatuas en su honor. Mientras estuvo en el poder se produjo una perversión sistemática de todos los valores.
El nombramiento de Incitatus como cónsul ha sido interpretado por muchos como una muestra más de la locura de Calígula. Sin embargo, pienso que ese acto no tiene nada de irracional, no es un acto de locura; por el contrario, se inscribe perfectamente en una lógica en donde lo que interesa al tirano es demostrar que su poder es omnímodo, que sus actos, por más grotescos o irracionales que pudiesen parecer, tienen que ser obedecidos y cumplidos porque él es la ley y el poder, porque su voluntad es lo único que cuenta y a ella han de someterse todos quienes conforman el imperio, empezando por sus colaboradores y cortesanos. Es la humillación como mecanismo de dominio; y quienes más se humillan y someten son aquellos que pertenecen al círculo más cercano, los que en un futuro tendrán que hacer la venia y rendir honores al caballo. Para Calígula, esa es la mejor manera de saber hasta qué punto y quiénes están dispuestos a servirlo, a acompañarlo en todas sus fechorías; es, por eso mismo, un acto que entraña una racionalidad política absoluta.
La humillación y el miedo son mecanismos de dominio que han usado todas las dictaduras y los despotismos. Es de sobra conocido que todos los hombres que rodeaban a Hitler y Stalin sentían un temor reverencial hacia ellos, los obedecían en todo, quebrantaban su voluntad y sus principios y se volvían insignificantes y tímidos en su presencia. Es la misma lógica de lo que hacían los tiranuelos de estos lares. Desde Trujillo a Castro, o de Chávez a Somoza, todos ellos se encargaban de hacer saber a sus ministros y funcionarios que todo lo que tenían, que todo lo que eran, que todo lo que valían, se lo debían a ellos; que sin su Presidente, su Benefactor, su Líder, su Comandante no eran nadie; eran la nada.
Desde que la Revolución Ciudadana llegó al poder, el aparato de propaganda no ha parado un sólo segundo de repetir que este es un país en donde se ha recuperado la dignidad y la soberanía. Nada más alejado de la verdad. La peor herencia que dejará el correísmo será la del envilecimiento de una gran parte del país, porque ha convertido a los funcionarios en esbirros, en abyectos sirvientes del más fuerte; porque las humillaciones a las que se han sometido terminaron por extirpar su dignidad y los anularon como seres humanos.
Y esta forma vil de ejercer el poder es cotidiana y casi constituye política de Estado. Se la institucionaliza cuando el Presidente recrimina agriamente o se burla en público de sus ministros y altos funcionarios; cuando los peores asumen los cargos y dignidades más altas y se somete a los mejores al mando de los más ineptos e ignorantes; cuando se castiga con el silencio a asambleístas que osaron discrepar con el líder; cuando se pone a personas de escasísima valía intelectual y ética al mando de funcionarios y burócratas de carrera y con amplia experiencia y conocimiento; cuando se obliga a los servidores públicos a salir a marchas y manifestaciones, a portar banderas o camisetas verdes y a apoyar un proyecto y unas prácticas en las que no creen; en fin, cuando se los obliga a hacer contribuciones “voluntarias” para financiar buses y sánduches para movilizar a los más pobres de otras zonas, es decir, para humillarlos a ellos también tratándolos como seres manipulables y carentes de conciencia. Algo de esa humillación seguramente habrán sentido Fernando Bustamante o Miguel Carvajal cuando debieron aceptar que Gabriela Rivadeneira presidiera la Asamblea; o los hombres y mujeres del mundo de la cultura cuando como su Ministro nombraron a Paco Velasco. Pero callaron.
En regímenes despóticos, la codicia por el poder, por una pequeña parcela de este, o por el dinero y los lujos, lleva siempre detrás la renuncia a la libertad y el sometimiento y la servidumbre hacia quién pueda procurar alguna de esas cosas. Lo dice Esteban de la Boétie, en su magnífico Discurso Sobre la Servidumbre Voluntaria: “…pero el tirano ve a los otros que están junto a él briboneando y mendigando su favor; es preciso que no sólo hagan lo que él dice sino que piensen lo que quiere y, con frecuencia, para satisfacerlo, que adivinen aún de antemano sus pensamientos. No basta con que lo obedezcan, es necesario que se rompan, que se atormenten, que se maten trabajando en los asuntos de él y luego, que se complazcan con sus placeres, que abandonen sus propios gustos por los suyos, que fuercen el propio temperamento, que se despojen de la propia naturaleza: es necesario que cuiden sus palabras, su voz, sus gestos y sus ojos, que no tengan ojo, ni pié, ni mano, que todo esté al acecho para espiar sus deseos y para descubrir sus pensamientos. [..] ¿Hay en el mundo algo menos soportable que esto, no digo para un hombre valiente, no digo para un bien nacido, sino sólo para quien tenga sentido común o, aunque sea, aspecto de hombre? ¿Qué condición tan miserable que la de vivir así, sin tener nada propio, pendiente de otro la comodidad, la libertad, el cuerpo y la vida? Pero quieren servir para tener bienes, como si pudieran ganar algo que les perteneciera, cuando no pueden decir siquiera que se pertenecen a sí mismos…”.
Dije al inicio de este texto que cuando el caudillo anunció a Glas como su binomio nadie de los que estuvieron en la tarima dejaron de aplaudir o se fueron. Y que, por el contrario, los de los graderíos rechazaron a gritos esa nominación y abandonaron el estadio. Quizá esta es la muestra más clara, incluso topológica, de que el grado de humillación está en relación inversamente proporcional a la distancia que un individuo tenga respecto del tirano y del poder. Ministros y altos funcionarios están en su directo campo de influencia, y por ello se han sometido en la forma abyecta que todos conocemos. Cuando la distancia crece y la dependencia merma, crece también el grado de libertad y la servidumbre y la humillación se alejan. Tomar distancia de un poder envilecido, rechazar la humillación y no callarse es condición para recuperar nuestra libertad individual, aquella sin la cual los seres humanos no merecemos ese nombre.
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