Alberto Ordónez Ortiz
Vino desde el África Profunda. Trajo su revuelo de mariposas. Y sus avispas quemantes Y también: la magia del vudú en sus piernas, la altivez de los ceibos de su majestuoso porte, la velocidad del antílope de sus piernas, los metales sonoros y secretos que daban forma a su invencible cuerpo y a la inteligencia rápida y certera de los bosques: dueños de todas las respuestas. No importa que naciera en Norteamérica. Ese fue un error circunstancial y geográfico. Sus raíces decían África. León en el aire. Río no contaminado y que por transparente dejaba ver las piedras del fondo. Él se ha ido. Mejor dicho se ha quedado como uno más. Y entre nosotros. Hoy preside mi mesa. Reza a Alá por los alimentos recibidos. Y está más vivo que nunca. Solo mueren los que por su irrelevancia son devorados por el olvido. Y él es más fuerte y profundo que el tiempo que lo arrasa todo. Por eso los tambores, las marimbas de selva adentro le siguen llamando y convocando por su nombre.
Decir, sin inmutarse, y, más bien, en un recio son en que retumbaron todos los timbales: mi nombre de esclavo fue Casius Clay y mi nombre de hombre libre es Muhammad Ali, no es un mero decir. Fue un canto Jubiloso. Una danza ritual allende sus ancestros y con sus ancestros libres. Fue un desafío. Un puñal en el centro del corazón de una Norteamérica que le persiguió hasta despojarle de su legítimo título de campeón mundial de los pesos pesados. Y fue un acto libérrimo, porque detrás de su voz estaban las de todos los negros que se callaban por no disponer del verbo y estar marcados por el miedo frente a un sistema que proclama la democracia y la mancilla a conveniencia. Y lo que dijo con la entereza que le caracterizaba no fue, ni mucho menos, un mero decir, porque Ali, fiel a sus principios se rehusó enfáticamente. Con la frente alta de cara al sol. Sin claudicación posible, a integrar la larga lista de los que fueron a la guerra contra Vietnam. Al respecto, sin temor posible, libremente dijo: “No voy a recorrer 10.000 kilómetros para ayudar a asesinar a un país pobre (Vietnam), simplemente para continuar la dominación de los blancos contra los esclavos negros”.
Su decisión de negarse a ser un soldado más de una guerra fratricida, como todas, le convirtió en militante y activista de la paz. Y quizá con esa señora actitud -más libérrima que ninguna otra- adquirió y selló su condición de hombre libre, porque solo un hombre libre pudo decir: “No cuentes los días: consigue que los días cuenten”. Expresión repleta de la más depurada filosofía. De la que sobrepasa tiempo y espacio y se instala en ese lugar que los humanos comunes denominamos: intemporalidad. Él fue dueño de la música de su África alegre y alborozada. Dueño y señor de la palabra que vibra, conmueve y purifica. Estoy viéndolo vocear y decirnos lo que él pensaba sobre nuestra “residencia” en este mundo, la que le permitió dejarnos el legado de su verbo encendido cuando nos dejó diciendo para ahora y, para siempre: “Servir a otros es el alquiler que se debe pagar por una habitación en la tierra.”
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