Publicado en junio 12, 2016 en Columnistas/Las Ideas por Luis Verdesoto
Una final estrecha, nos llena de preguntas. A los peruanos les repleta de desafíos. Juntos, nos deja sumidos entre certezas e incertidumbres. El antecedente. Keiko que acumuló una enorme votación, cercana al 40%; los demás, individualmente, no alcanzaban a la mitad. En la carrera de caballos de la primera vuelta, PPK (abreviatura necesaria de Pedro Pablo kuczynski), casi pierde, si no fuera porque las elecciones tienen una fecha fija. Su rival, la tercera en contienda, Verónica Mendoza, candidata de una parte de la izquierda, casi le quita el puesto. Y le hubiese quitado, si no fuese por la división. Pero la realidad no es política ficción. Es realidad.
Llevo días preguntándome acerca de las elecciones. No solo por una curiosidad nacida en las calles limeñas pateadas con entusiasmo, de rebeldía y gusto, de cebiches, rociados con cuzqueñas en muelle de pescadores, de mañanas somnolientas en Fundo Pando, de apasionados debates sobre los clásicos. En fin, de todo lo que debe hacer un estudiante de postgrado que optó, en base a infinidad de causas, por hacerlo en la Pontificia, universidad a la que no quiere el cardenal Cipriani (porque no se parece a él, ni el Perú tampoco).
Así es. Me pregunto no solo por curioso, ahogado en la añoranza, sino porque Perú, que nunca fue un espejo para Ecuador, ahora comienza a incitarnos a ejercicios especulares. Y diría de alertas. Para no chocarnos con la misma piedra, calistenia en la que somos expertos.
La pregunta, que raya en la angustia, es qué tiene Perú en sus entrañas sociales y en sus pasados institucionales que ha llegado a esta casi milimétrica división, en la que el fujimorismo histórico ha debido ser contenido por una extraordinaria coalición electoral, voluntaria o forzada, de las fuerzas democráticas, articuladas por el antifujimorismo. Es decir, por una necesidad compartida de democracia por sobre otros temas de la agenda. Que entre otras cosas nos dice de una democracia en permanente construcción, antes que de una democracia incompleta.
Y se trata de una división milimétrica, que la inteligencia política del Perú deberá decodificar. Pues el principio de mayoría solamente alcanza a determinar quién debe ejercer la autoridad. Pero no cambia el sustrato político de aquello que está expresándose como voluntad, aquello que está construyendo legitimidad desde la base social. Como puja para conformar una voluntad con vocación de hegemonía. Ahora es cuando la legitimidad de arranque debe ser recreada, después o más allá de las urnas. En nuevas formas de aceptación concertada, de aquello que se expresó en las urnas. Y más allá. Junto con aquello que viene de más y más atrás.
Hubiese sido fácil armar este artículo desde una respuesta acerca de la legitimación del autoritarismo, si Keiko hubiese ganado. Las victorias electorales repletan a las retinas con sus detalles de poder e hinchan a los ojos con los olores de masa. Pero ganó el otro. Con el que no hay una fácil explicación clasista, ni instrumental. ¿Qué legitima electoralmente PPK? La necesidad de tratar los defectos y las ausencias en la construcción del sistema político peruano, primero. La relación con el modelo económico y social viene a caballo. Pero a la grupa.
¿Es que el corazoncito aprista de los peruanos, que fue una de sus marcas en la región, será ocupado por una nueva emoción? Todos tenemos un pedacito de aquello que explícitamente no queremos ser (los ecuatorianos, velasquistas, por ejemplo). Luchan los peruanos, luchamos todos, entre la verbalización democrática y un rincón del alma fujimorista/autoritario/oculto que llevó a muchos para que voten por Keiko.
Pero, ese pedacito, a veces se agranda y ha conformado mayorías electorales, que todo lo delegan en la figura del caudillo. Y que se enraíza en las sociedades, que permanecerá en ellas. Por eso la pregunta general es si está marca nacional está siendo invadida silenciosamente por esa dosis de autoritarismo que llevamos dentro, como células cancerosas, silentes y ante situaciones específicas, eficientes.
(Estoy asustado porque sin querer estoy pensando el corresimo, en el kirshnerismo, en el masismo, en el chavismo, en….)
En los debates entre PPK y Keiko surgieron varios elementos de la cultura política. La voluntad de poder por sobre el contenido del mensaje. Todos sabemos, y muchas veces soportamos, a la personalización de la política. Al sentido que la sociedad le da a la personalización. Y la política suele quedar fuera desplazada solo por las formas mediáticas del poder. Entonces, la confrontación de ideas es reemplazada por los sentidos que la sociedad, en este caso la peruana, da a los mensajes. Muchas veces no solo se trata del peso de la imagen, juventud versus experiencia, por ejemplo, sino de un discurso emitido que no puede ser decodificado en el fuego cruzado de los mensajes. Y de los meta-mensajes. Pero, claro está, este es uno de los precios de la democracia en una sociedad de masas.
El mejor ejemplo fue que ante la asociación de Keiko con el régimen de su padre, del que ella formó parte, trató de refutarla diciendo que la candidata era ella y no su padre, Alberto Fujimori. Dicho rápidamente: “la candidata soy yo, no Alberto Fujimori” como afirmación respaldada, más allá de su primer plano, en un segundo plano, por su espectro que imponía que sí soy su hija. Ecuatorianos, preparémonos a mensajes cruzados similares en una operación de transferencia electoral.
Ninguna afirmación acerca de las causas de la elección es plenamente cierta, si unilateral. ¿Cuánto pesó la dependencia del pasado? Para Keiko fue el impulso al peldaño electoral que alcanzó en dos elecciones, así como para la respuesta que enfrentó de parte del más amplio frente electoral que recuerde la historia peruana reciente. La última pareciera una elección que se jugó en clave de pasado y de la imposibilidad de convertirse en un futuro sin pasado. Y, también, cierta demanda de cuentas por un pasado que dejó pasar al autoritarismo por la incapacidad de pensar su futuro. En fin.
¿Quién logró mayor representación nacional? En la primera vuelta, dada la dispersión de candidatos, Keiko aparecía como la beneficiaria de la descentralización electoral, que se perfilaba desde la elección de Humala. Desde allí, se podía interpretar que Lima ya no era todo el Perú, lectura de la territorialidad peruana con un tufo de Comuna de París. Sin embargo, ya en la segunda vuelta, producida una dinámica de convergencia del frente anti-autoritario de hecho, surgieron las diferencias entre el norte y el sur, del norte conservador, con un proletariado agrícola emergente, y el sur, indígena históricamente relegado. Generalización rápida ésta, que no da cuenta de esa colcha de retazos territoriales, que es el Perú que surge. Diversidad desde la cual construir un país de mejores calidades de descentralización, que buena falta le hace.
Un indudable éxito del populismo conservador en muchas partes es la capacidad para ocultar a la corrupción. Ciertamente sabemos que en un mundo económico sin crisis, la corrupción se esconde en un segundo plano. La movilidad social y la expectativa de ascenso pueden más. Y el pragmatismo –ese que le ha llevado a obtener sobre 70 diputados que hacen mayoría en el Congreso peruano- prevalece sobre la historia. Una campaña presidencial sin renovación, dentro de parámetros tradicionales, especialmente en búsqueda de la parte menos formada del corazón de la masa, casi gana. Empató.
PPK proyectó una imagen casi indefinible para los observadores del exterior. A ratos pintoresco, para otros envidiable, aburrido para terceros. En todo caso, no parece haber sido decisiva su relación con Estados Unidos, la pertenencia a las elites de la banca multilateral, ni tampoco su marcado carácter liberal. Más aun, creería, que dentro de la reciente oleada de nuevos liderazgos en la región, es el que podía haber sido marcado como el más neoliberal.
Pero, en relación a PPK, ha primado lo que llamaríamos como las nuevas legitimidades del empresariado. La economía política nos permite reconocer a los nuevos perfiles del empresariado en la política. De la necesidad que los países tienen de plantear nuevas formas de hacer política por parte de los empresarios, que no pueden reducirse a introducir sus intereses gremiales en la política. Ese es su reto.
PPK encarna esa difícil contradicción entre una modernización deseada –son indudables los márgenes de aceptación del modelo económico- y la dificultad para encontrar al mensajero. Los partidos políticos no son aceptados como mensajeros portadores del mensaje de modernidad. El empate, pese a que tiene un ganador legítimo, también nos muestra la dificultad. Y es que Perú ingresó, hace una década y media, en el turbulento camino del trapiche político. Todo actor que entra a la política tiene como destino salir de ella, molido.
He llamado a aquel proceso como una recesión política permanente. Nadie puede acumular organicidad ni sustentabilidad política. Los operativos con éxito son aquellos destinados a excluir a los actores que persiguen a la institucionalización política. No es en vano, que en esta elección, en Perú, terminaron por extinguirse todos los actores, los que facilitaron la transición a la democracia y los que surgieron en la democracia, de la democracia. Pero claro está, pienso la figura –mensaje y mensajero, trapiche político-partidario y recesión política permanente- en clave de aquello que los ecuatorianos no deberíamos querer, pero a la que podríamos aproximarnos.
Me asalta la historia peruana, la más mediata y la inmediata. Recuerdo que aprendí en textos clásicos de como la oligarquía peruana fue paradigmática en el continente, que proyectó hasta los setenta una herencia colonial, que perdura en algunos sentidos como conexión subterránea con el presente. La señorialidad no se ha perdido en los diversos estratos de peruanos, unas veces como forma y decorado mientras que otras como pretensión extendida desde cuando el control territorial estaba en el corazón de esa histórica oligarquía.
Contra esa histórica oligarquía se hizo una revolución militar, que perfiló una forma estatal, que me atrevería a pensar que ha cambiado en democracia. Pero también puso en juego una modalidad de participación social, envidiada por unos, rechazada por otros. Pero, hay que (re)conocerlo, el gobierno de Velasco Alvarado fue pionero en la pretensión de estatizar a la participación. Y de control de medios de comunicación y precursor de medios estatales de comunicación. Siempre me quedó la pregunta si éste fue el antecedente de una de las más grandes operaciones de corrupción de la comunicación en América Latina, bajo el comando de Montesinos durante Fujimori. Luego, yo viví, en las calles y en las huelgas, el derrumbe de la revolución militar. Y la imposibilidad de la izquierda civil para convertirse en opción de poder. En entendimiento renovado de la democracia, tarea que le imponía el fracaso de la experiencia chilena.
Perú fue la sede de un partido político también paradigmático de la región, la Alianza Popular Revolucionaria Americana, APRA, de liderazgos clásicos y de contenidos socialdemócratas apegados a ratos al populismo. No quiero referirme a la sepultura del APRA durante la democracia. Porque tuvo alta capacidad de resistir a las dictaduras. Sino a una forma de organicidad en la política, que dejó profundos surcos en la región, pero que internamente siempre se vio envuelto en una competencia de suma cero con la izquierda marxista, con razón histórica o sin ella.
Siempre me impactó que la democratización o el retorno a la democracia en Perú operó, como queramos llamarle, sin una sólida recreación institucional. Hasta que Fujimori impuso una constituyente autoritaria.
Pero ¿Quién fue Fujimori, el padre de la matriz del autoritarismo peruano contemporáneo? Un “outsider” es decir un liderazgo que, lo que quedaba de sistema político, produjo desde uno de sus intersticios. Desde la Universidad Agraria La Molina se extrajo de la colonia japonesa, un personaje de apariencia inocua, que ofrecía un programa mínimo, que efectivamente cumplió, uno de cuyos puntos fue terminar el conflicto con Ecuador.
Desde este costado del sistema se esbozó, inicialmente, una “respuesta” a la forma oligárquica para afrontar a la modernización. En el corto plazo, Fujimori ofreció una modernización incolora e indolora, la que pronto mutó hacia una terapia de shock, que detuvo la caída en el abismo económico a costa de la estabilización autoritaria. La lucha contra Sendero Luminoso, grupo del maoísmo más radical en América Latina que se oponía violentamente a toda forma de modernización, le otorgó la patente para la estabilización pisando sobre los derechos humanos. Y creando un Estado de comportamientos mafiosos, por la corrupción y sus otros procedimientos.
El resultado fue la esterilización forzada de mujeres pobres, la impunidad, los asesinatos, los secuestros, las desapariciones y las torturas. El gobierno de Fujimori alojó en sus más altas esferas a todas las formas de corrupción, por un lado; mientras que por el otro, se sentaron las bases para la instalación de un modelo económico de larga duración.
Nos guste o no el extractivismo del modelo peruano, que gotea bienestar, pero que consigue logros en la lucha contra la pobreza, goza de amplia aceptación. Simplemente lo constato, tanto como su arranque en “chinochet”, apelativo con el que gustaba a Fujimori que le refirieran. Así, se constató una vez más la asociación entre el autoritarismo y la modernización como la forma fácil de la historia para resolver algunas contradicciones. ¡Nos lo digan a los ecuatorianos que estamos tratando de buscar una salida para la modernización por fuera de la corrupción y dentro de la democracia!
Las lecciones de Perú para sus hermanos de América Latina aún están por construirse. La más inmediata consistirá en la cohabitación de las fuerzas democráticas con el fujimorismo, el que se niega a reconocer la necesidad de puentes de diálogo. La posibilidad de bloqueo desde el Congreso –de mayoría fujimorista- hacia el Ejecutivo, dentro de un régimen semi-parlamentario, el único de la región, es una posibilidad. Una peligrosa posibilidad.
Como, también, reconocer como coalición gubernamental y/o convergencia parlamentaria a la alianza que hizo posible el triunfo electoral de las fuerzas democráticas. Las lecciones de la historia no se producen siempre en los estrechos límites de las fronteras. Que ahora podemos leer. Porque las fronteras son y serán amigables.
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