CALDAS, Colombia — Mélida solo tenía nueve años y jugaba cuando los combatientes de la guerrilla se la llevaron con la promesa de darle de comer. Durante los siete años siguientes, los rebeldes la tuvieron prisionera y la obligaron a convertirse en una niña soldado.
Su familia pensó que había muerto en combate. Años después, Mélida regresó repentinamente a su aldea cuando tenía 16 años; llevaba una pistola y una granada. Solo su abuelo la reconoció… por la marca de nacimiento que tenía en la mejilla.
Al día siguiente, los militares del gobierno rodearon su casa; los había llamado un informante que quería la recompensa por encontrarla.
“Me enteré de que mi propio padre me había delatado”, recordó.
Colombia se acerca a un acuerdo de paz para terminar con medio siglo de guerra, uno de los conflictos más largos del mundo.
Se han asesinado a más de 220.000 personas, lo que ha generado un país extremadamente dividido sobre cuál es el papel que deberían desempeñar los rebeldes en la sociedad una vez que hayan dejado las armas para iniciar una nueva vida fuera de la selva.
Eso incluye a miles de combatientes rebeldes que fueron criados desde la infancia para la lucha armada. Muchos de ellos no conocen otra cosa que no sea la guerra.
“A veces pienso en regresar con la guerrilla porque esta vida aquí es difícil”, dijo Mélida. Al igual que otros ex niños soldado, pidió que no utilizáramos su apellido porque teme represalias por sus conexiones con los rebeldes.
Ahora está atrapada entre dos mundos sin pertenecer a ninguno, dice. “Es cierto: éramos niños que solo esperaban el momento de su muerte. Pero me la paso pensando en regresar”.
Los rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) sostienen que no reclutan niños. Sin embargo, durante una visita reciente de The New York Times a un campamento de las Farc, media docena de soldados de 15 años dijeron que los rebeldes los habían reclutado pocos meses antes.
En los centros de rehabilitación del gobierno los menores relataron historias similares sobre rebeldes que los raptaron para llevarlos a los campamentos. Ahora enfrentan un futuro para el que no están preparados.
Fabio, por ejemplo, contó que también lo secuestraron cuando tenía nueve años. Para cuando cumplió 13, sus comandantes comenzaron a asignarle misiones en solitario, como degollar a soldados del gobierno mientras estaban dormidos. Explicó que sus familiares no lo buscaron ni informaron a las autoridades sobre su secuestro.
“Los habrían matado”, dijo Fabio, que ahora tiene 19 años.
Freddy dijo que se unió a las FARC cuando tenía 14 años para vengar la muerte de un primo asesinado por los paramilitares. Desertó a los 16 junto con dos docenas de soldados. Pero dijo que su tía, quien temía represalias de la guerrilla, le pidió que jamás regresara a su pueblo.
Encontrar un lugar en la sociedad para estos exsoldados es vital para que cualquier acuerdo de paz tenga éxito, dicen analistas.
“Si los programas de reintegración son improvisados o mediocres y no logran ofrecerle oportunidades a los niños excombatientes, las poderosas fuerzas paramilitares de Colombia y los grupos que se dedican a la trata de personas podrían ofrecerles una alternativa tentadora”, dijo Adam Isacson, analista sénior de Washington Office on Latin America, un grupo de derechos humanos.
Del lado rebelde, un comandante de las Farc que se hace llamar Teófilo Panclasta defendió el uso de niños soldado, pues dijo que muchos se unieron a las fuerzas para escapar de los problemas en sus casas.
“Si una niña de 15 años que antes era prostituta quiere unirse para dejar de serlo, ¿qué le vamos a decir?”, preguntó.
Mélida dijo que cuando sus captores llegaron en una canoa a su casa en las orillas del río, llamaron su atención diciéndole que tenían sopa.
Los guerrilleros se la llevaron por el río hasta que llegaron a un campamento lejano. Despertó junto a varios niños, todos de 10 u 11 años. Su primera lección fue ocultarse en trincheras durante los bombardeos.
El padre de Mélida, Moisés, un chamán de la etnia cubeo de la Amazonia no estaba en casa para ese entonces, y faltaba un mes para que regresara a su aldea. Pero apenas volvió se marchó a buscar a su niña.
Moisés fue al campamento de la guerrilla que estaba cerca de la aldea y pidió ver al comandante, un combatiente alto de las Farc que usaba ropa camuflada.
“Le dije: ‘Vine por mi hija’”, recordó Moisés. “Él me respondió que no estaba ahí”.
Los rebeldes le dieron un nuevo nombre a Mélida: la llamaron Marisol y comenzó a estudiar. Una holandesa que se había unido a los combatientes y hablaba español le dio lecciones sobre la historia del comunismo, las Farc y la teoría de la evolución de Darwin, algo que Mélida jamás había aprendido en su aldea indígena.
También le enseñaron a hacer minas terrestres: una “parecía un pez” y se activaba con una cuerda, comentó; otra se llamaba la “quiebrapatas” porque mutilaba a la víctima en vez de asesinarla.
“Les dije: ‘Quiero irme a mi casa’”, recuerda. “Pero me respondieron: ‘Cuando entras a un campamento, no puedes irte’”.
Mélida contó que fue testigo del destino de los combatientes que escapaban. Una vez, un chico de 20 años y su hermana de 14 desaparecieron antes del amanecer y no tardaron en ser atrapados al borde de un río lodoso porque no habían aprendido a nadar.
Mélida se unió al grupo de búsqueda. Cuando los encontraron, los mataron de un disparo. “Primero al hermano, después a la hermana”, recordó la joven.
Dice que ese día no sintió remordimiento. “Pensé: ‘Sí… deben morir’”. Solo tenía 12 años.
Mucho tiempo después de que la secuestraron, los rebeldes de las Farc pasaron por su aldea y mencionaron a Mélida cuando se encontraron con su familia.
“Dijeron que había muerto en un ataque”, recordó su padre. “Después de eso, me olvidé de ella. Pensé que sería mejor olvidarlo todo”.
En realidad, un comandante de cuarenta y tantos años se había interesado en ella. Primero la siguió por el campamento. Un día, cuando ella tenía 15, le pidió que le lavara la ropa en su tienda.
“Bésame”, recordó que le dijo el hombre.
“No sé cómo”, respondió.
“Entonces yo te enseño”, dijo el comandante.
Fue entonces cuando le implantaron un anticonceptivo en el brazo y el comandante la obligó a tener relaciones con él, comentó Mélida.
“Imagina despertarte junto a alguien así de viejo cuando tú eres tan joven”, dijo.
A los 16 años, le preguntó al comandante si podía visitar a su familia. Se sorprendió cuando le dio permiso. Con la pistola y la granada, tomó el camino de regreso a casa para reunirse brevemente con su familia.
La aldea estaba irreconocible. Ahora había un buque de guerra estacionado cerca del muelle. La casa de donde la habían raptado estaba abandonada.
“Le dije a la primera persona que vi que yo era la hija de Moisés y me respondió que eso era imposible porque esa hija estaba muerta”, dijo.
Mélida dice que no sabe por qué su padre la delató con los militares al día siguiente.
“Quizá no quería que regresara”, dijo. “Quería lo mejor para mí”.
Pero hace unos días, Moisés dio otra explicación.
“Quería comprarme una moto”, dijo. Después de un momento, agregó: “Jamás me dieron la recompensa que me habían prometido”.
Mélida afirma que los soldados la interrogaron en varias bases militares. Le preguntaban cuál era su verdadero nombre y quiénes eran sus comandantes. También querían saber dónde estaban las bases de las Farc.
Después de dos semanas la llevaron a un centro de rehabilitación del gobierno para jóvenes indígenas que habían salido de las Farc. Se encontraba en una ladera, un lugar que Mélida desconocía, pues no había visto los Andes antes de ser capturada.
El centro albergaba a cerca de 20 ex niños soldado. Las clases y quehaceres diarios que tenían como objetivo prepararlos para la vida civil, le parecían una novedad. Otros requisitos, como un implante anticonceptivo, le recordaban a las Farc.
Mélida pensaba constantemente en la guerra. “Cuando me levantaba, estiraba el brazo para tomar mi rifle a un costado de la cama, pero me daba cuenta de que no había nada”, relató.
Víctor Hugo Ochoa, el director del centro, dijo que ella llegó enojada y a menudo amenazaba con escapar. “Fue difícil intervenir”, dijo. “Ella formó a su propio grupo de niños que se rebelaron contra nosotros”.
Por las noches, Mélida comenzó a escaparse del centro con un hombre llamado Javier, cuya madre era cocinera del lugar. Era nueve años mayor que ella pero los dos salían a beber y asistían a las fiestas de un pueblo vecino.
Javier tenía un historial negativo con los rebeldes. En 2004, un francotirador de las Farc mató a su hermano, un soldado. Su familia jamás perdonó a la guerrilla, lo que refleja la tensión que se encuentra en el centro de cualquier acuerdo de paz.
A pesar de eso, Mélida y Javier se dieron cuenta de que estaban enamorados.
“¿Por qué tenía que ser ella, que fue parte de la gente que mató a mi hermano?”, dijo.
Pero Mélida también estaba construyendo otra relación… con su padre, quien comenzó a visitarla para conocerla de nuevo.
Después de entregar a Melida, Moisés quería formar parte de la vida de su hija. Pero incluso comunicarse era un desafío: ella había perdido su fluidez en cubeo, la lengua indígena que hablaba cuando era niña.
“Era una joven mujer que yo no conocía”, dijo su padre.
Esa nueva relación la empezó a cambiar, contó Ochoa. Conoció a sus dos primas, María y Leila, quienes también habían sido miembros de las Farc y ya habían dejado el centro. La madre de Javier, Dora, la trataba como una hija y le enseñó a cocinar y limpiar.
Dora asimiló con sabiduría la historia de Mélida en las Farc. “Mi hija está casada con un policía y otra está con un soldado”, dijo. “Javier está con una exguerrillera. Lo único que nos falta en la familia es un paramilitar”.
Un día, el anticonceptivo de Mélida no funcionó y quedó embarazada.
Dora se le acercó y le dijo: “Ahora tienes una razón para luchar, y no es la revolución”.
Celeste, la hija de Mélida, nació el año pasado. Las tareas diarias de una madre consumieron todo el tiempo de la joven durante semanas. Pero el enojo permanecía.
“Me dijo que la habían criado para estar en la guerra, no para cuidar a alguien ni ser amante de nadie”, dijo Javier. “Me decía: ‘Te amo, pero entiende que mi vida no ha sido fácil’”.
Un día, Javier regresó y se encontró con que Mélida y la bebé se habían marchado.
Días antes, ella había mencionado que quería regresar a territorio rebelde para ver a su hermana, pero Javier sospechó que se trataba de una treta para regresar a las Farc.
No era así. En vez de eso, unos rebeldes detuvieron su autobús en un punto de control e interrogaron a cada uno de los pasajeros.
“Creí que me llevarían de nuevo”, dijo Mélida, quien se dio cuenta de que no quería regresar, por lo menos no ese día. La relación con su padre sigue siendo tensa. Casi nunca hablan de su vida con los rebeldes.
Hace poco, Mélida se recuperaba de un golpe en el rostro. “Comenzó a discutir conmigo y la golpeé”, dijo Moisés mientras miraba el suelo.
Recientemente, Leila, su prima que fue miembro de las FARC, se suicidó. Mélida a veces viaja para visitar su tumba sin nombre.
Dora dice que su nuera es demasiado fuerte para suicidarse. Pero le preocupa que pueda regresar con la guerrilla.
Dora dice que su nuera es demasiado fuerte para suicidarse. Pero le preocupa que pueda regresar con la guerrilla.
“Es una buena madre y su hija es su prioridad”, dice Dora. “Pero también me dice que está aburrida y no le gusta esta vida. Yo le digo: ‘Si quieres irte, vete. Pero piensa en la niña. Deja que Celeste se quede conmigo’”.
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