Francisco Febres Cordero
Domingo, 24 de abril, 2016
Tal vez ninguno de ellos había tenido una experiencia semejante.
Domingo, 24 de abril, 2016
Tal vez ninguno de ellos había tenido una experiencia semejante.
Supuestamente, estaban hechos para lograr sobrevivir en la batalla por su propia vida.
Estaban hechos de una estructura frágil y ocupados en sus propias debilidades, en sus propios quebrantos, en sus propios sueños.
Pero de pronto, sin que estuvieran advertidos, sintieron en lo más hondo el dolor de la patria y, con un coraje que no sabían de dónde les brotaba, decidieron erigirse en sus salvadores.
Dejaron que su dolor hablara. Gritaron sus palabras de solidaridad, de hermandad, de historia. Y fueron allá donde ellos creían que se los necesitaba, sin más mandato que el de su conciencia y sin otra ley que la que les dictaba su propio sentimiento.
Comenzaron así a entregar lo que tenían, lo que podían: una lata de atún, una frazada, una botella de agua, un puñado arroz.
Se organizaron. Y esa lata fueron muchas; esa frazada, muchas; ese puñado, muchos.
Y se preguntaron ¿qué más podemos hacer por los demás? Por aquellos a quienes el desastre los dejó sin techo, heridos, desamparados, muertos. ¿Qué más podemos hacer por los demás?
Y llegaron al límite. Al límite de su esfuerzo. Al límite de su despojamiento. Al límite de su generosidad, de su altruismo.
Unos, abandonándolo todo, venciendo todos los obstáculos, fueron a esos lugares donde se había enseñoreado la desgracia. Y extendieron sus manos para paliar el hambre, la sed de los damnificados, para vendar sus heridas, para curar sus laceraciones. Para enterrar los muertos.
Otros, a la distancia, concurrían a los centros de acopio para prestar su fuerza y llenar los camiones que iban a partir con vituallas, medicinas, alimentos.
Nadie quedó impávido, indolente. Nadie pensó en otra cosa que no fuera ayudar a las víctimas. Nadie tuvo otro dolor que el dolor de patria.
Y entonces, con todo eso, afloró la enorme grandeza de un pueblo capaz de luchar contra las malas jugadas del destino. Que es capaz de asumir todos los sacrificios cuando ve sufrir a sus hermanos.
Esa es –¡qué duda cabe!– la gran lección de esta hora dramática, tan dura, tan triste, tan poblada de escombros, tan sangrante.
Y tan sin esperanza, si no fuera por esa lección que –como en otras ocasiones en la historia– recibimos del hombre común: una lección de fraternidad.
Una lección en que el egoísmo es una palabra inexistente: ven, hermano, come de mi plato. Ven hermano, que en mi casa hay un techo. Ven, hermano, tu lágrima es mi lágrima.
Una lección que sacó del diccionario palabras que parecían olvidadas: respeto, silencio, humildad, desinterés. Y amor.
La inclemente naturaleza lo trastocó todo y, de las ruinas, hizo que saliera a la luz, como un huracán, la voluntad de un pueblo que es capaz de escarbar con las uñas la tierra para rescatar a sus heridos y a sus muertos, que da la cara a la tragedia y lucha sin tregua contra la adversidad.
De un pueblo que, hermanado en el abrazo, escuchó, atónito, la palabra del excelentísimo señor presidente de la República, quien –invocando solidaridad– despliega su correa de mandamás para flagelarlo con nuevos impuestos y que, en su prepotencia, en su soberbia, no da signos de apartarse de la festiva senda del dispendio por la cual tan larga como impunemente ha transitado. (O)
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