Francisco Febres Cordero
Domingo, 5 de febrero, 2017 - 00h58
La misa era, entonces, algo cotidiano para los niños que estudiábamos con los padres salesianos en el Spellman. Comulgábamos también con una frecuencia diaria porque, entre otras cosas, queríamos ir al cielo pero después, cuando muriéramos. Antes, teníamos que pedir a María Auxiliadora y a santo Domingo Savio para que al profesor le cayera un rayo el rato en que nos iba a tomar el examen.
Domingo, 5 de febrero, 2017 - 00h58
La misa era, entonces, algo cotidiano para los niños que estudiábamos con los padres salesianos en el Spellman. Comulgábamos también con una frecuencia diaria porque, entre otras cosas, queríamos ir al cielo pero después, cuando muriéramos. Antes, teníamos que pedir a María Auxiliadora y a santo Domingo Savio para que al profesor le cayera un rayo el rato en que nos iba a tomar el examen.
Y así, hasta que llegaba el domingo, que era un día que se iba haciendo horrible conforme transcurrían las horas, pero comenzaba siendo luminoso hasta que caída la tarde nos dábamos cuenta de que no habíamos hecho los deberes y todo se ensombrecía, se entristecía, se enllorecía. Pero cuando el domingo estaba aún alumbrado con la luz del mediodía, vestido con traje de domingo, con zapatos de domingo, con ilusión de domingo, llegaba a la iglesia de Santa Teresita para escuchar mi segunda misa de domingo (la primera la había oído temprano, en la capilla del Spellman). Santa Teresita olía a jazmines y agua de colonia, porque estaba llena de señoras elegantes y maridos elegantes e hijas de diez años que, además de elegantes, eran bellas y cuando pasaban a comulgar yo quería que se fijaran en mí pero nunca se fijaban, tan devotas como iban, tan tapadas la cara con las palmas de sus manos, tan en trance para recibir el cuerpo de Cristo.
Imperceptiblemente (¿cuánto tiempo habrá transcurrido, cuántas niñas inalcanzables que se iban haciendo señoritas, cuántas avemarías implorando sus miradas?) comencé a notar que la misa experimentaba un quiebre en su ritual, el instante en que el cura –que era siempre el mismo, más bien pequeño y algo regordete– subía al púlpito y comenzaba a hablar con una voz tiple, que se proyectaba altísima y filuda como un dardo. Empecé a poner atención a sus sermones y, poco a poco, sus palabras me fueron deslumbrando: eran palabras precisas, a veces latigueantes, a veces de infinita dulzura, a veces desconocidas, inalcanzables, pero siempre subyugantes. En tres minutos –que era el tiempo exacto que duraban sus sermones– yo me elevaba hacia la magia, hacia el prodigio del verbo.
Después lo perdí de vista, porque también perdí a Dios en el camino. Hasta que un día, cuando ocurrió en el Azuay la tragedia de La Josefina, lo volví a encontrar: él ya era obispo y yo un sacristán del periodismo. Él ya no hablaba en un ámbito que olía a jazmines y a colonia, sino a sudor, a campo, a esa pobreza con la cual estaba comprometido. Pero hablaba, en los pantanosos recodos del camino, con su misma voz tiple y con su verbo sabio, humanísimo, cargado de rebeldía y también de ternura, de amor e inconformismo. Mientras recorríamos el devastado territorio de la tragedia, entendí que había tomado la bandera de las causas más nobles y la enarbolaba a favor de los más necesitados, en cumplimiento fiel del mandato evangélico. El destino –¿o su fe?– lo había conducido a encontrar a Cristo entre los más necesitados.
Ahora dicen que agoniza. Pero el padre Alberto Luna Tobar, monseñor, el monse, deja una impronta que seguirá guiándonos en la lucha por encontrar la verdad, por encontrar la justicia, por situarnos al lado de los leprosos, de los parias, de los olvidados, de los postergados.(O)
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