sábado, 18 de febrero de 2017

Monseñor Luis Alberto

Publicado el 2017/02/18 por AGN Diario El Mercurio

[Alberto Ordóñez Ortiz]
Paúl Donne -el gran pensador- dijo con aterciopelada -por su sentido luctuoso- y certera voz: ¨Toda muerte nos disminuye un poco”-lo pueden ver como epígrafe de la obra maestra de Ernest Hemingway: “Por quién doblan las campanas”. Su verdad desborda solemnidad, luz cenital y nos deja con una astilla de tristeza en toda parte. El pensamiento de Donne, parte sin duda, de la idea central de que hay una totalidad de la que no estamos separados. De allí que toda muerte, de una u otra manera, nos unimisma de lleno con el pensamiento poético de Frances Thompson: “Todas las cosas, /cercanas o lejanas; / están unidas ocultamente entre sí, / de tal modo que no puedes agitar una flor sin trastornar una estrella”/.
Entonces, toda muerte se lleva algo de nosotros, algo que quizá no podamos percibir; que está más allá de nuestra comprensión o alcance, pero que de forma irremediable nos enfrenta a nuestra condición de seres fulgurantes o caminantes del olvido. Y, por supuesto, que nos disminuye, porque es la constancia de nuestra fragilidad y de la brutal caída en la interminable inmovilidad de la que no hay más regreso que el recuerdo; siempre, a condición, de que haya quien nos recuerde. O, de la impasible parvedad del presente cuando refrenda la abrumadora tempestad de despedidas con que se ensaña el impávido tiempo.
Lo que dejo escrito, es consecuencia directa de mí -de nuestra- absoluta nulidad e impotencia frente a la muerte. De mi rabioso y enardecido rechazo a esa [culpable] debilidad nuestra. A entender sin aceptar que el destino nos marca con la perversa rúbrica de la muerte y sin embargo nos envía a soñar, amar, llorar y morir sobre esta negra Tierra. Escribo ante la demoledora noticia de la muerte de Monseñor Luis Alberto Luna Tobar, a quien me permitiré calificar con un solo vocablo: íntegro; porque lo fue en todos los órdenes de su vida repleta de hondas repercusiones y resonancias que van más allá, mucho más allá de las palabras que yo -o quienquiera- pueda decir y, por cierto, más allá de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Íntegro en su inalcanzable estatura de hombre. Ni se diga, en su compromiso de amar como a sí mismo -como en efecto amó- a sus semejantes. Integro en el virtuoso ejercicio de su ministerio. Integro en su mensaje cristiano que alcanzaba el tono de lo profético cuando su voz nos tocaba con el principio y el fin de la Totalidad.
La última vez que tuve el privilegio de conversar con Luis Alberto -quien me honró con su amistad, ocurrió antes de que se marchara a “morir”, sí, tal como suena, a morir en Quito; su cordialidad, como siempre, rompió toda barrera y me dijo como si se tratara de una despedida -ambos sabíamos que así era- palabras como encíclicas, palabras que valieron y valen para mí más que todas las biblias. Su sabiduría y su bondad me llenaron hasta el mismo borde de las lágrimas. Cuando me despedí, regresé a verle por última vez, Subía la grada de su última morada en Cuenca. Su figura estaba rodeada de un resplandeciente nimbo. Limpiamente íntegro en su integridad. (O)


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