La presidencia para Lasso depende de él
Guillermo Lasso está en la segunda vuelta: es un hecho político que produce tras siete años de campaña. Lo logra a pesar de la división evidente de la oposición y de las señales equívocas emitidas por Jaime Nebot, el gran perdedor de la oposición.
Lasso está en la final presidencial tras un trabajo, criticado y criticable pero suyo al fin y al cabo, en el que nada debe a los aparatos tradicionales de la derecha populista en el país; en particular el Partido Social Cristiano. Ese es un mérito personal: tiene un partido nacional, tiene equipos de profesionales trabajando en la transición, evitó el populismo y llega a la final desmintiendo a aquellos que le adjudicaban un techo imposible de vencer y un estilo acartonada y poco carismático. Lasso tiene otros problemas, pero ya tiene a su favor haber forzado (a pesar de la candidatura de Cynthia Viteri) la segunda vuelta.
Este hecho mueve el tablero en la oposición. Nebot, que hizo méritos hasta ayer en Guayaquil para que la opinión vea en Viteri una candidata chimbadora, tiene ahora los reflectores puestos sobre él. Tendrá que desmentir, con hechos y no con un discurso, las sospechas de que su candidato presidencial es Lenín Moreno y no Guillermo Lasso. En la misma circunstancia se encuentran Cynthia Viteri y Mauricio Pozo, su candidato a vicepresidente.
Lasso desde el cierre de campaña parece haber dado rienda suelta a su estrategia para la segunda vuelta: construir un amplio frente tendiendo las manos a los contrincantes de la oposición a quienes llamó a concertar un acuerdo: Cynthia Viteri, Paco Moncayo, Dalo Bucaram, Washington Pesantez y Patricio Zuquilanda. Este ejercicio se antoja complicado en dos frentes: el acuerdo con Nebot, la puerta que cerró Paco Moncayo y las diferencias obvias con las bases sociales que el general representó en esta contienda.
La negociación que enfrenta lo obliga a salir de su territorio, en el cual él ha marcado la cancha. Razonablemente Lasso puede esperar que los electores de Cynthia Viteri voten por él en la segunda vuelta. Primero porque no tiene diferencias ideológicas insuperables con Viteri y, segundo, porque los electores socialcristianos no harán depender su voto, en el contexto actual, de la actitud que asuman Nebot y sus aparatos locales. Lo lógica también indica (aunque en política el sentido común escasea) que es Nebot quien está en el candelero: los pretextos pueriles exhibidos por Cynthia Viteri la noche del domingo (para sustentar diferencias con CREO) serán poco apreciados por un electorado que, en algún porcentaje, vota a regañadientes por Lasso porque quiere, precisamente, alternancia política.
Paco Moncayo ya dijo que no votará por ninguno de los dos candidatos. Eso equivale a sumar del lado de Lenín Moreno. Si persevera en esa decisión, la Izquierda Democrática entrará en una zona de suicidio consciente. Wilma Andrade, entre otros, tendrá que explicar a los ciudadanos la equivalencia que hay entre un autoritarismo efectivo, con prácticas incalificables y víctimas reales, y un prejuicio político inícuo.
El ejercicio que Lasso tiene por delante con los movimientos y organizaciones sociales se antoja, en todo caso, esencial: lo obliga a plasmar, en un plan de gobierno concertado, lo que entiende por políticas sociales. Es verdad que ha hecho acercamientos a ciertas agendas que animó con ímpetu Paco Moncayo (no explotación del Yasuni, consulta previa vinculante…). Pero Lasso, si quiere cambiar la centro-derecha, está obligado a incluir los sectores más marginados del país en políticas (no asistencialistas ni populistas) pero reales y efectivas de Estado.
Lasso tiene matemáticamente la presidencia en sus manos. No sufre la presión que tiene Lenín Moreno. Ahora es el único interlocutor de una oposición que sumó 65% en contra del continuismo (sumados votos blancos y nulos). Pero tiene una tarea escrupulosa y generosa con el país que solo depende de él: concertar un plan de un gobierno nacional y no partidista. En el fondo, es un plan de transición destinado a reinstitucionalizar el país, dinamizar la economía, pagar las facturas del derroche correísta, crear empleo, hacer justicia con los corruptos, acabar con todos los organismos y tribunales encargados de perseguir a los ciudadanos, generar sistemas estatales de inclusión… En definitiva, pintar un programa y negociarlo que incluya, de la forma que sea, a un país deseoso de salir de diez años de un poder concentrador, abusivo y corrupto.
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