Por: Simón Pachano
Tres temas de fondo quedan de lado cuando al caso del
asambleísta Jiménez se lo reduce a la dicotomía entre perdón y amnistía. El
primero es el proceso seguido para llegar hasta ese punto. El debate jurídico
elude ese aspecto, aunque varios de los pasos que se dieron fueron claramente
irregulares y sientan precedentes que afectan gravemente al Estado de derecho.
El más grave es el despojo de la inmunidad sin seguir los preceptos
constitucionales. Es verdad que el asambleísta equivocó el camino al presentar
una denuncia ante la Fiscalía en lugar de impulsar una acción dentro del órgano
legislativo. Pero, claramente, ese no es un acto que lleve a la pérdida de su
condición de legislador y tampoco de su inmunidad. Sin embargo, fue enjuiciado
y condenado. El mensaje es claro: un asambleísta que hace una denuncia se
despoja automáticamente de su inmunidad.
El segundo es el acatamiento o el rechazo de las medidas
cautelares dictadas por la CIDH. El Gobierno nacional niega la facultad de ese
organismo para expedirlas, pero en ocasiones anteriores se sometió a esos
dictados (en el caso de los pueblos taromenane y tagaeri, en octubre de 2010) e
incluso las pidió explícitamente (en el caso de Nelson Serrano, condenado en
Estados Unidos, en julio de 2011). En una declaración que debería formar parte
de la antología del profesionalismo con que se manejan las relaciones
internacionales, el canciller atribuyó aquellos acatamientos al desconocimiento
(¿en su ministerio, en el Gobierno?) del alcance de las atribuciones de la
CIDH. Por su parte, el líder sostuvo que aunque esa Comisión tuviera la
atribución de dictar medidas cautelares, “es el colmo que trate de revertir la
sentencia ejecutoriada de un país soberano”. Es una suerte que lo haya dicho
recién en estos días, porque si lo hubiera hecho antes Estados Unidos podía
hacer suya esa lógica para tratar el caso ya sentenciado de Nelson Serrano. De
cualquier manera, queda claro que las normas –incluso las internacionales–
pueden ser manipuladas como un pedazo de plastilina que se amolda según las
conveniencias del momento.
El tercer aspecto es el que reviste mayor importancia, y se
refiere al origen de todo el problema. Cabe recordar que la denuncia del
asambleísta Jiménez aludía a la responsabilidad del presidente en los hechos
del 30 de septiembre. Independientemente de que esta fuera mal formulada y que
debió canalizarse por las instancias parlamentarias, ella apunta a un tema que
no puede quedar en el olvido. Así como es necesario e imprescindible que se
clarifiquen todos los aspectos relacionados con la insubordinación policial y
que se castigue a sus autores intelectuales, constituye una obligación ética y
jurídica la identificación de quién o quiénes planificaron y ejecutaron una
acción tan desafortunada como la de esa noche. Era imperioso rescatar (si esa
es la palabra) al presidente y salvaguardar su integridad, pero se debe
analizar cuidadosamente si se consideraron todas las opciones posibles y, sobre
todo, si se optó por la más conveniente. Hasta ahora esa es una pregunta sin
respuesta.
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