Por: Juan Cuvi.
Penoso, por decir lo menos, el mensaje en Twitter del
Canciller ecuatoriano a propósito de las medidas cautelares solicitadas por la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a favor de Cléver Jiménez,
Fernando Villavicencio y Carlos Figueroa. Su insinuación respecto de la
politización de la medida me recuerda a León Febres Cordero.
El ingeniero mecánico también sostenía que la intervención de
los organismos de derechos humanos para proteger a las víctimas de su régimen
era una acción política. Desde su óptica autoritaria, a los perseguidos,
torturados, garroteados y asesinados por oponerse a su Gobierno no les
correspondía más que la justicia común. Quizás Ricardo Patiño está demasiado
imbuido de una visión reduccionista de la violación a los derechos humanos.
La restringe a la acción violenta de los aparatos represivos
controlados por el Ejecutivo (y ni siquiera eso, porque de otro modo estaría
condenando los excesos policiales en Venezuela). Tal vez no ha interiorizado
que la doctrina de protección de esos derechos fue concebida para ponerle freno
a los abusos del Estado en su conjunto, y no solamente de una de sus funciones.
Febres Cordero también manipuló la administración de justicia para restringir
los derechos humanos de muchas personas. Gran parte de las denuncias en
aquellos años apuntaron precisamente a las artimañas y presiones con las que el
Ejecutivo intervino en la Función Judicial a fin de torcer los veredictos… y
eso que no tenía el mismo ascendiente que el actual Gobierno sobre la
administración de justicia.
A menos que el tema de los derechos humanos pertenezca al ámbito
tributario, es innegable que corresponde al ámbito político. Empezando porque
el principal interpelado, tanto de su eventual violación como de su
responsabilidad en garantizarlos, es el Estado. Es decir, la instancia política
por excelencia en cualquier sociedad moderna. La denegación de justicia, o la
aplicación tendenciosa de la misma, es un acto fundamentalmente político,
porque se deriva de la acción u omisión de una autoridad pública.
En tal virtud, el fallo de una jueza tranquilamente puede
derivar en una flagrante violación de un derecho humano. Poco importa que, en
el caso que nos ocupa, el acusador intervenga en calidad de ciudadano común y
corriente. Cuando el telón de fondo proyecta una imagen de disputa pública del
poder, la escena no puede quedar reducida a un conflicto penal ni civil.
De por medio está la presencia decisiva del Presidente, o sea
de la primera autoridad del Estado, y, por si fuera poco, la del acusado en su
condición de asambleísta. Jiménez es un representante del primer poder del
Estado, elegido además por decisión del soberano. ¿Cómo abstraemos este caso
del ámbito político?
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