Lectura importante, especialmente para liberales
El debate de los últimos meses en el Ecuador, enmarcado en discursos falaces de defensa de la familia y la vida, podría verse como un regreso a un clásico del debate político: liberales versus conservadores. Lo curioso del momento es que muchos de quienes se auto definen liberales, se han alineado con las más obsoletas ideas conservadoras. Los últimos argumentos –entre interlocutores aparentemente ilustrados– hacen una especie de relación directa y exclusiva entre feminismo y marxismo. Se equivocan. Hubo un momento en que la defensa de la libertad (la de los seres humanos) se entendía parte del liberalismo.
Tremenda oportunidad para darle un vistazo a las ideas que sobre estos temas expuso hace ciento cincuenta años (ojo con la fecha para los que creen que es una “novelería”) uno de los autores más respetados del pensamiento liberal clásico: John Stuart Mill.
John Stuart Mill nace en Londres en 1806. Erudito, con una prolífica producción teórica en el campo de la filosofía y la economía política (entre sus grandes obras están El Espíritu de la era, Ensayo sobre Bentham, Principios de la economía política, Ensayo sobre la libertad, Consideraciones sobre el gobierno representativo, El utilitarismo, Augusto Comte y el positivismo, Examen de la filosofía de Hamilton) publicó casi al final de su vida una maravillosa obra titulada La esclavitud de la mujer. En ella dedica treinta y seis capítulos a analizar la situación de las mujeres, comparada, según el, sólo con la de los esclavos, y que muchas veces es incluso peor que la de aquellos:
La posición de la mujer es muy diferente de la de otras clases de súbditos. Su amo espera de ella algo más que servicios. Los hombres no se contentan con la obediencia de la mujer: se abrogan un derecho posesorio absoluto sobre sus sentimientos.
(…) Los amos de los demás esclavos cuentan, para mantener la obediencia, con el temor que inspiran o con el que inspira la religión. Los amos de las mujeres exigen más que obediencia: así han adulterado, en bien de su propósito, la índole de la educación de la mujer, que se educa, desde la niñez, en la creencia de que el ideal de su carácter es absolutamente contrario al del hombre; se le enseña a no tener iniciativa, a no conducirse según su voluntad consciente, sino a someterse y ceder a la voluntad del dueño. Hay quien predica, en nombre de la moral, que la mujer tiene el deber de vivir para los demás, y en nombre del sentimiento, que su naturaleza así lo quiere: preténdese que haga completa abstracción de sí misma, que no exista sino para sus afectos, es decir, para los únicos afectos que se le permiten: el hombre con quien está unida, o los hijos que constituyen entre ella y ese hombre un lazo nuevo e irrevocable.
Hace ya ciento cincuenta años, sin que la ciencia tuviera el desarrollo y la facilidad de acceso que tiene hoy, Mill advertía la falacia detrás de los argumentos del “orden de la naturaleza”:
Tan cierto es que la frase contra natura quiere decir contra uso, y no otra cosa, pues todo lo habitual parece natural. La subordinación de la mujer al hombre es una costumbre universal, viejísima: cualquier derogación de esta costumbre parece, claro está, contra natura. Pero la experiencia muestra hasta qué punto esta convicción pende de la costumbre, y sólo de la costumbre.
A John Stuart Mill tampoco le era ajena la naturaleza de las instituciones matrimonio y familia, las que cuestionó duramente mientras fue parte del parlamento inglés y promovió el derecho de las mujeres a la propiedad, el sufragio y el divorcio:
(…) así se explica el sentimiento de los hombres que muestran antipatía a la libertad y la igualdad de la mujer. Esos esclavistas temen, no que las mujeres no quieran casarse (…) sino que exijan en el matrimonio condiciones de igualdad: temen que toda mujer de talento y de carácter prefiera otra cosa que no le parezca tan degradante como el casarse, si al casarse no hace más que tomar un amo, entregándole cuanto posee en la tierra.
(..) Si la familia es, como suele decirse, una escuela de simpatía, de ternura, de afectuoso olvido de sí mismo, es también, con mayor frecuencia para el jefe, una escuela de obstinación, de arrogancia, de un desafuero sin límites, de un egoísmo refinado e idealizado, en que hasta el sacrificio es forma egoísta, puesto que el hombre no toma interés por su mujer y sus hijos sino porque forman parte de su propiedad; puesto que a sus menores caprichos sacrifica la felicidad ajena.
Este aspecto de la obra de John Stuart Mill, ignorada por buena parte de quienes se dicen liberales y por economistas de todas las líneas, fue fuertemente influenciada –como él lo confirma en sus Memorias– por su colaboradora y amiga durante 20 años y esposa por otros 7, Harriet Taylor: “Los elogios que a veces escucho por el espíritu práctico y el sentido de realidad que diferencia mis escritos de los de otros pensadores, a mi amiga los debo. Las obras mías que ostentan este sello peculiar, no eran mías solamente, sino fruto de la fusión de dos espíritus.”
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