Políticos criminales: de Al Capone a los revolucionarios ciudadanos
El eje de la actividad mafiosa tradicional es la violencia, mientras que el de la mafia política es la gestión administrativa y la legislación, aunque, siendo el Estado la entidad que detenta el monopolio del uso legítimo de la fuerza (Weber), los políticos criminales la utilizan a discreción, lo mismo que el aparato de justicia. Su campo de acción predilecto es la contratación pública, pero también el otorgamiento de concesiones, permisos y licencias para el desarrollo de actividades de alta rentabilidad económica, aunque estas provoquen daños sociales y ambientales de gran envergadura.
20 de agosto del 2018
FERNANDO LÓPEZ MILÁN
Las relaciones entre los políticos y el crimen organizado son muy viejas. El antecedente paradigmático de estas relaciones es el de Al Capone y los políticos de Chicago, en los años 20 del siglo pasado. A cambio de impunidad y permisividad para la realización de sus actividades ilícitas, Capone financiaba las campañas electorales de sus candidatos, conseguía votos para ellos, intimidaba a sus rivales, robaba urnas y mataba a unos cuantos opositores.
Esta relación sigue vigente. Según Prensa Latina, en el 2017, 21 consejos municipales italianos fueron disueltos a causa de la infiltración del crimen organizado. Ahora, en ciertos países, entre ellos Ecuador, hemos sido testigos del florecimiento de un nuevo tipo de relación entre los políticos y el crimen. A diferencia de lo que ocurría en el Chicago de Al Capone, donde estos se apoyaban en una estructura mafiosa ya establecida, en Ecuador, ciertos políticos de la última década han creado sus propias estructuras criminales, utilizando para este fin los recursos y las instituciones del Estado o, en el extremo, convirtiendo al propio aparato estatal en una estructura criminal.
De esta manera, los políticos se han independizado de las mafias existentes, y se han vuelto criminales autónomos. Su autonomía es políticamente provechosa, pues, gracias a ella, están en libertad de promover el combate a las formas más comunes del crimen y apartar, así, la atención de la ciudadanía de su propio campo de acción. La adopción de medidas de corte conservador y prohibicionista es otra de las estrategias. De esta manera, pueden aparecer ante la opinión pública como guardianes de los valores tradicionales, defensores de la familia y luchadores contra el vicio.
La adopción de medidas de corte conservador y prohibicionista es otra de las estrategias. De esta manera, pueden aparecer ante la opinión pública como guardianes de los valores tradicionales, defensores de la familia y luchadores contra el vicio.
A diferencia del criminal común y corriente y de los capos del crimen organizado, la carrera criminal del político no empieza en las calles, sino en la política. Se trata, por lo general, de miembros de las clases media y alta, sin antecedentes penales, que piensan en grande, es decir, en cifras de seis ceros para arriba. Pese a su distinto origen social, en ambos casos, el crimen es un mecanismo de enriquecimiento y una fuente de prestigio.
Es necesario, sin embargo, distinguir entre el político criminal que pretende fortalecer su imagen pública y mantenerse en la política y aquel que busca aumentar sus ingresos de manera constante, pero en montos bajos, o enriquecerse lo más pronto posible y abandonar enseguida la política. Razón por la cual suele mantener un perfil bajo. ¿Recuerdan ustedes a Alecksey Mosquera?
Los políticos criminales que quieren perpetuarse en el poder tienden a construir una imagen de benefactores, tal y como ha ocurrido con algunos importantes miembros del crimen organizado, con ambiciones políticas, que han disputado al Estado el desempeño de funciones como la impartición de justicia, la dotación de servicios o la seguridad pública.
Destacados criminales de este tipo son Antonio Lombardo, célebre gánster de Chicago, de los años 20, y el capo colombiano Pablo Escobar Gaviria. F.D. Pasley (Traducción 1970), primer biógrafo de Al Capone, recoge la visión de Lombardo (expresada en tercera persona) sobre su ascenso desde su condición de simple obrero a la presidencia de la Unione Sicilione, el gran sindicato de la mafia italiana de ese entonces:
Antonio Lombardo es uno de los más destacados de entre estos conquistadores modernos (…). Después de haber desembarcado (en Nueva York), pagó su billete de ferrocarril hasta Chicago, y llegó aquí con 12 dólares como todo capital inicial (…). Se convirtió en importador y exportador. Su influencia política se debe en gran medida a su interés por los asuntos cívicos y a su defensa acendrada de las medidas encaminadas a mantener y mejorar los niveles de vida, así como a su actividad en apoyo de la obras de caridad y de las instituciones benéficas (p. 212).
El eje de la actividad mafiosa tradicional es la violencia, mientras que el de la mafia política es la gestión administrativa y la legislación, aunque, siendo el Estado la entidad que detenta el monopolio del uso legítimo de la fuerza (Weber), los políticos criminales la utilizan a discreción, lo mismo que el aparato de justicia. Su campo de acción predilecto es la contratación pública, pero también el otorgamiento de concesiones, permisos y licencias para el desarrollo de actividades de alta rentabilidad económica, aunque estas provoquen daños sociales y ambientales de gran envergadura. De hecho, es a la economía del crimen organizado a la cual puede calificarse de modo rotundo de “capitalismo salvaje”.
Los políticos criminales no sienten ningún remordimiento por la depredación a la que suelen someter a sus países, en beneficio de sus intereses personales. La ganancia a toda costa es el espíritu que anima a los tratantes de personas, a los “buitres” de la especulación financiera y, también, a los políticos criminales.
Los políticos criminales no sienten ningún remordimiento por la depredación a la que suelen someter a sus países, en beneficio de sus intereses personales. La ganancia a toda costa es el espíritu que anima a los tratantes de personas, a los “buitres” de la especulación financiera y, también, a los políticos criminales. Saviano (2009) habla de la terrible contaminación generada en el sur de Italia a causa del manejo indebido e irresponsable de desechos tóxicos por parte de empresas de la mafia. Así, según el autor: entre Villa Literno, Castelvolturno y San Tamaro, el tóner de todas las impresoras de oficina de la Toscana y Lombardía se vertía de noche desde camiones que oficialmente transportaban compost, un tipo de fertilizante. Su olor era ácido y fuerte, y afloraba cada vez que llovía. Las tierras estaban llenas de cromo hexavalente. Si se inhala, este se fija en los glóbulos rojos y en los cabellos y provoca úlceras, dificultades respiratorias, problemas renales y cáncer de pulmón (p. 308).
A lo dicho por Saviano, nosotros podemos oponer, entre otros, el ejemplo de la repotenciación de la Refinería de Esmeraldas y el peligro que para la vida y la salud de sus trabajadores y la población circundante representa el irresponsable manejo técnico de los trabajos de repotenciación. De hecho, luego de un recorrido por la Refinería, el presidente de la república, Lenin Moreno, calificó de sinvergüenzas a quienes estuvieron a cargo de esta obra, entre ellos, el exvicepresidente de la República, Jorge Glas, actualmente en prisión. La repotenciación costó 2200 millones de dólares, frente a un presupuesto inicial inferior a los 200 millones. Pese a lo cual, las fallas encontradas en la unidad de craqueo catalítico de la refinería la habían convertido en una bomba de tiempo, capaz, si explotara, de acabar con la ciudad de Esmeraldas, que alberga a cerca de 200.000 habitantes.
Para poner el aparato estatal al servicio del crimen son necesarias dos condiciones: una gran debilidad de las instituciones públicas y la desconfianza y desinterés de los ciudadanos en la política, a la que se ve como una actividad en la que la corrupción es inevitable. El fatalismo de esta visión reduce la capacidad de reacción de los ciudadanos ante las manifestaciones del crimen en la política y amplía, notablemente, el margen de tolerancia ante el comportamiento delictivo de los políticos. A ello contribuye, también, la impunidad inveterada de los políticos delincuentes, garantizada por el control que estos mismos ejercen sobre la justicia.
El correlato de la impunidad es la impotencia, la impotencia conduce a la desesperanza y esta lleva a la resignación. Y de la resignación al sometimiento hay solo un paso. Por eso, la impunidad de los políticos delincuentes es un atentado contra la democracia y las libertades fundamentales. Si alguien considera que todo va a seguir igual, que vote por quien vote los políticos seguirán robando impunemente y haciendo lo que les dé la gana, procesos esenciales de la democracia, como la organización política y la elección de representantes del pueblo, pierden su significado.
La dinámica del crimen organizado tiende a concentrar la oferta en pocas manos, como lo demuestran las recurrentes luchas entre las bandas del narcotráfico por el dominio de las rutas de transporte de la droga y de los territorios para su expendio. Por la misma razón, los políticos criminales florecen en regímenes autoritarios. En los cuales, las instituciones son débiles y el poder está concentrado en el líder del gobierno y su grupo, quienes lo manejan de modo arbitrario, pero, en lo posible, dando a este manejo un tinte de legalidad. Las normas ad hoc, es decir, hechas de acuerdo con la voluntad del gobernante —aunque violen principios constitucionales o los derechos humanos—, el uso sistemático de las declaraciones de emergencia y de estados de excepción, son algunas de las estrategias para legalizar la arbitrariedad.
La eliminación del informe positivo de la Contraloría como requisito para la firma de contratos públicos, el impedimento para que la Fiscalía investigue y lleve a juicio a funcionarios del gobierno, en casos de peculado o enriquecimiento ilícito, sin contar antes con un informe de la Contraloría, en el que se señalen indicios de responsabilidad penal, la emergencia en el sector de la salud y en el sector petrolero, declarar como secreta la información sobre la contratación de deuda pública con la China, son algunos de los tantos ejemplos del manejo mafioso del poder que nos ha brindado el gobierno de la “revolución ciudadana” en los últimos diez años. Tanto el capo mafioso como el político autoritario quieren imponerse, dominar, pero, como aconseja Maquiavelo, lo hacen usando a conveniencia la estrategia de la zorra o la del león; es decir, la violencia o la astucia.
Ch. W. Mills afirmaba que las elites son tales en la medida en que las decisiones que toman tienen un efecto decisivo en la vida de las personas comunes y corrientes.
De ahí que, como afirma el propio Al Capone, hay una cosa peor que un maleante: un hombre corrompido en un puesto político importante, un hombre que pretende observar la ley y que en realidad está tomando “pasta” de alguien que la infringe. Ni un golfo que se respete quiere para nada a esa clase de tipos. Los compra como lo haría con otros artículos necesarios para su comercio, pero en el fondo los odia (citado en F.D. Pasley, traducción 1970).
La cita de Capone revela dos cuestiones: la hipocresía característica del político criminal y el impacto de la criminalidad política en la ruptura de la confianza social. J.S. Mill (Traducción 2011) define a la civilización de dos maneras: como una mejora humana general y como tipos particulares de mejora. En el primer caso, que es el que nos interesa, se considera, dice Mill, que un país es más civilizado que otro “si es más eminente en las características del hombre y la sociedad (…) más feliz, más noble, más sensato” (p.141).
Si tomamos en cuenta el primer concepto, podemos decir que, detrás de esta mejora, está siempre la confianza. Las distintas formas de organización social son, en el fondo, formas específicas de crear confianza entre sus miembros y entre estos y las instituciones sociales. Una sociedad es más civilizada que otra no tanto por sus avances tecnológicos o por su potencia económica, como por los niveles de confianza que ha sabido crear en su población. Cualquier acto que vulnere la confianza de los pobladores debe entenderse, en consecuencia, como un acto anticivilizatorio.
Una sociedad es más civilizada que otra no tanto por sus avances tecnológicos o por su potencia económica, como por los niveles de confianza que ha sabido crear en su población.
La confianza social se expresa en las costumbres. Por eso, donde el crimen impera y los políticos criminales gobiernan, el miedo, la suspicacia, la competencia sucia y la deslealtad marcan las relaciones de las personas y sus comportamientos.
La confianza vuelve la vida más agradable y espontánea. Esta, que permite a la gente circular libremente por las calles en la madrugada, permite también expresarse en libertad, sin temor a las represalias de los poderosos. En una sociedad civilizada, las instituciones existen para proteger la libertad y los derechos de los ciudadanos y para evitar que el poder público y los poderes privados abusen de ellos. Evidentemente, esto no ocurre en los territorios controlados por la mafia ni en los regímenes gobernados por los políticos criminales.
El silencio, las palabras medidas y dichas en voz baja, para que las paredes no oigan; la desconfianza, en suma, son enemigas de la civilización. A través de la omertá, que impone a todos sus miembros la obligación de silencio, las mafias buscan proteger su negocio y evitar que la justicia llegue a los directivos de la organización. Cuando, como sucedía en la época de Al Capone, y sucede ahora mismo, un mafioso herido por otro —que pertenece a una banda rival— se niega a revelar el nombre de su agresor a las autoridades, no lo hace, como se ha dicho, por respeto a una ética criminal, sino por motivos económicos, por salvaguardar la estructura que le permite ejercer su oficio y ganar dinero y, claro está, por miedo a las represalias de sus propios compañeros. En el caso de los criminales políticos, la mentira y la propaganda ocupan el lugar del silencio. Ellos callan hablando sin descanso, apareciendo sin pausa en los medios de comunicación, en vallas publicitarias, afirmando que han hecho esto y lo otro, sin compasión por quienes los escuchan —sin querer— en el transporte masivo, en las oficinas públicas, en sus casas, apenas encienden el televisor o el radio.
Cuando la mentira repetida millones de veces por todos los medios no es suficiente, se recurre a la persecución judicial, pues, paradójicamente, los políticos criminales son legalistas, y si esto tampoco alcanza, al asesinato o a la desaparición forzosa. Pero también saben callar. Los políticos que ocuparon importantes cargos en la administración pública, durante el correísmo, conocen quiénes asesinaron al general Gabela y por qué, pero callan u olvidan.
El político criminal no atenta, en principio, contra nadie en particular, sino contra el pueblo o el Estado. En este sentido, su crimen tiene un carácter abstracto. Para denunciarlo, por tanto, es vital la intervención de la prensa y la movilización ciudadana. Y esto, pese a que el político criminal se haya encargado, en su momento, de preparar las condiciones necesarias para que esto no ocurra.
Pero, siempre, queda algún cabo suelto, sobre todo, si se trata de un criminal narcisista. Si es de este tipo, el político criminal no podrá dejar de exhibirse, desechando, de ese modo, los aprendizajes de sus hermanos mafiosos, quienes, después de Al Capone —que llegó a convertirse en un personaje de inmensa popularidad, y, por consiguiente, en un peligro para el tranquilo ejercicio del crimen—, aprendieron que lo mejor para el negocio es operar desde la sombra. El narcisista, pues, se exhibe de modo impúdico y algún momento le pasa lo que a Alex Bravo (hoy en la cárcel), quien, de vendedor de edredones, pasó a ser gerente de Petroecuador, y estando en la opulencia, decidió casarse. Su boda costó 130.000 dólares.
Frente al asesinato del periodista Alfred J. Lingle, ligado a la mafia, en el editorial del diario el Tribune de Chicago, del 12 de julio de 1930, se dice: “El reto del crimen a la comunidad debe aceptarse. Se ha lanzado con jactancia. Se acepta (…). La justicia luchará o abdicará” (citado por F.D. Pasley, p. 271).
En Ecuador, los políticos criminales han lanzado un jactancioso desafío a la comunidad y a la justicia ¿estamos dispuestos a aceptar el reto?
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