martes, 28 de agosto de 2018

¿Por qué tampoco Moreno sale del círculo vicioso?

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El país, como país, no avanza. Antes de Rafael Correa, no estaba bien. Por eso hubo seis presidentes entre 1996 y el 15 de enero de 2007. Correa no fue dañino porque el Ecuador era ejemplar sino porque desperdició diez años, la bonanza petrolera y un liderazgo irrepetible por la circunstancia, feriándose el dinero, dejando prosperar la corrupción y jugando el papel de aprendiz de dictador.
El país no estaba bien, no lo estuvo con Correa y ahora tampoco lo está. ¿Qué tiene Lenín Moreno? Una institucionalidad que pasa del autoritarismo a la incertidumbre, una economía hipotecada, una sociedad inconsciente y una clase política tan caníbal e irresponsable como antaño. Las excepciones siguen siendo eso, excepciones. El gobierno de Moreno es tan débil, políticamente, que recuerda páginas aciagas de gobiernos que, puestos ante grandes y postergados desafíos, tuvieron que conformarse con casi nada: Fabián Alarcón, Lucio Gutiérrez, Gustavo Noboa, Alfredo Palacio…
Se dirá y con razón que Lenín Moreno podrá reclamar en su inventario haber liberado al Ecuador del peligro que Rafael Correa daba por hecho: eternizarse en el poder. Bajo esa premisa, Moreno sería un títere, Glas no estaría preso y seguiría diciendo que sacó a patadas al representante de Odebrecht, Polit seguiría en la Contraloría, Chiriboga no estaría temiendo tener que devolver la casa a la pareja alemana, los Alvarado serían honestos empresarios… Maduro sería un compa más y Kirchner el santo patrón que da la bienvenida en la sede de Unasur, en la Mitad del Mundo.
Pero Moreno traicionó todo ese sin sentido histórico y, a pesar de que lo hizo, vuelve a lucir solo y desvalido frente a un país que ama dar vueltas en un círculo vicioso. No hay cómo ser optimista sobre el aprendizaje que extrajo el país –la sociedad civil y la política– de la década correísta. Correa, en su arrebato fundacional, quiso borrar el pasado y aplicar modelos conocidos por haber fracasado. Después de él, el país vuelve a lo que mejor conoce: el síndrome del día a día; las incertidumbres, la incapacidad para pensar y construir un  mínimo futuro común.
No era descabellado imaginar que luego de diez años de derroche y autoritarismo, el país iba a entender que es absurdo seguir de tumbo en tumbo. Iba a entender que es pequeño, tiene retrasos monumentales y no sabe cuáles son las políticas y los valores mínimos que morenistas, lassistas, nebotistas, indígenas, emepedistas, bucaramistas… Es decir, todos (progresistas, liberales y conservadores) están obligados a compartir y defender. Porque sin ese piso mínimo no hay, por más alharaca que se haga, República, sociedad, país, democracia y se pone en jaque la inversión, la invención, el empleo, el desarrollo, la solidaridad, la urgente necesidad de que haya progreso para que haya menos pobres…
Y ese piso mínimo lo necesitan la nación y aquellos que aspiran a gobernarla. Desde Guillermo Lasso hasta Gustavo Larrea pasando por Jaime Nebot, Augusto Barrera, Lourdes Tibán o Luis Macas, Geovanni Atarihuana, Paúl Carrasco o María Paula Romo. Bueno, todos los políticos. Todos saben que lo requieren. Pero el reflejo histórico ha sido –como los perros de Pavlov– dejar solo a los gobiernos –aún en los temas esenciales–, hacer votos y emprender acciones para que fracasen y sobre sus cenizas declararse alternativa política. Esa ha sido la gran política.
Por supuesto los gobiernos (salvo el de Correa que concentró todos los poderes), también obedecen a otro reflejo condicionado: se declaran sitiados antes de hora. Se echan al hombro todo el peso de la carga y, aunque hablan de diálogos y de mesas de concertación, no dicen la verdad a la sociedad, no viabilizan acuerdos ni ponen la clase política en su conjunto ante sus responsabilidades. El resultado es el mismo siempre: Ecuador, con matices leves en cada gobierno, usa las mismas fórmulas que, desde luego, produce los mismos resultados. El país baila en la misma baldosa.
El gobierno de Moreno, dada las circunstancias en que llegó al poder, no tiene mayor capacidad política. Pero podría forzar algunos cambios (que nadie intenta) sin los cuales el país seguirá arrastrando los mismos problemas mientras desea –sin la menor posibilidad de que eso ocurra– que algún gobierno, en algún momento, los enfrente realmente. El presidente Moreno cuenta todavía, paradójicamente, con las ventajas que otorgan su debilidad política, su perfil de gobierno de transición y su no-futuro electoral: nadie sospecha que esté pensando en repetir cuatrienio. Pero no hay señales de que las quiera utilizar.

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