Ni correístas ni morenistas: conversos
El correísmo adolecía del síndrome del converso. Muchos cuadros y simpatizantes de la derecha se embutieron el disfraz de la izquierda para medrar del poder. Cantaban Comandante Che Guevara a grito pelado, para intentar desvanecer su pasado reaccionario. Y practicaban a escondidas su verdadera fe: enriquecerse, apropiarse de los fondos públicos a raudales, abusar de su jerarquía.
13 de marzo del 2018

POR: Juan Cuvi
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El morenismo heredó ese síndrome. Oscila entre el conti-nuismo y la ruptura. Este es, precisa-mente, su mayor dilema".
En la Edad Media, conversos se denominaba a los judíos o musulmanes que adoptaban la religión católica por conveniencia o por necesidad. Evitaban así la persecución o la hoguera. Muchos, sin embargo, volvían a profesar su fe anterior a la primera oportunidad. Otros, más temerarios, la practicaban en secreto. Por eso los conversos suscitaban sospechas constantes en la comunidad católica. Como contrapartida, tenían que extralimitar sus expresiones de catolicismo para compensar la suspicacia reinante.
El correísmo adolecía del síndrome del converso. Muchos cuadros y simpatizantes de la derecha se embutieron el disfraz de la izquierda para medrar del poder. Cantaban Comandante Che Guevara a grito pelado, para intentar desvanecer su pasado reaccionario. Y practicaban a escondidas su verdadera fe: enriquecerse, apropiarse de los fondos públicos a raudales, abusar de su jerarquía.
El morenismo heredó ese síndrome. Oscila entre el continuismo y la ruptura. Este es, precisamente, su mayor dilema. Tiene serias dificultades para convencer a la ciudadanía de que, en efecto, estamos en un momento distinto al del correato. La confusión radica en que sus principales protagonistas provienen de la misma matriz política que hegemonizó la vida pública durante diez años. Y que los marcó como operadores políticos.
Tomemos el caso de la Canciller Espinosa y su errática conducción de la política exterior. Sin una trayectoria ni una formación de izquierda, amplifica su retórica para evitar suspicacias. Tiene que hacer buena letra frente al juicio de las izquierdas oficiales, tanto internas como externas. Por eso no puede asumir una posición coherente frente a problemas por demás obvios, como la terrible crisis que vive Venezuela. Tiene pavor de que la etiqueten como pelucona, derechosa y pro-imperialista.
Desde una perspectiva diplomática medianamente coherente, la situación venezolana trasciende cualquier devaneo ideológico. Estamos frente a hechos concretos e innegables, cuyos efectos le están pasando factura al Ecuador. Lo que sucede en nuestra frontera norte con los migrantes venezolanos amenaza con convertirse en un drama humanitario regional.
Y la Cancillería no dice absolutamente nada. Al contrario, refrenda el discurso delirante de un gobierno que está provocando el mayor éxodo de la historia republicana de ese país. Quienes lo abandonan no son oligarcas ni contrarrevolucionarios, sino gente común y corriente que busca ganarse la vida trabajando. La impasibilidad frente a semejante calamidad social es un crimen inadmisible para quien se define como de izquierda.
El retorno de la economista Viteri al Ministerio de Economía es otra perla de la ambigüedad. Ahora resulta que las políticas aplicadas durante su periplo correísta tienen que ser contrarrestadas desde el más pedestre pragmatismo. De populista acérrima a liberal discreta. Otro acto de conversión en el que nadie confía.
Los asambleístas de Alianza PAIS tampoco terminan por definirse. Se comen la zanahoria con la misma convicción con que añoran el garrote. Dudan. No están seguros de que la nueva confesión morenista les asegure el paraíso del que disfrutaron por una década. Aparentan creer en el diálogo, en la tolerancia, en el respeto a las instituciones, en la democracia y en la transparencia pública. Pero quizás, en secreto, veneran al viejo capataz, con su opacidad y su atrabiliario estilo de manejar el poder.
Los conversos de la Edad Media sobrevivían porque, a diferencia de la revolución ciudadana, la religión católica sí podía prolongarse por trecientos años. Nuestros conversos criollos, en cambio, corren el riesgo de morir en el intento… o, definitivamente, convertirse en neoliberales.
El correísmo adolecía del síndrome del converso. Muchos cuadros y simpatizantes de la derecha se embutieron el disfraz de la izquierda para medrar del poder. Cantaban Comandante Che Guevara a grito pelado, para intentar desvanecer su pasado reaccionario. Y practicaban a escondidas su verdadera fe: enriquecerse, apropiarse de los fondos públicos a raudales, abusar de su jerarquía.
El morenismo heredó ese síndrome. Oscila entre el continuismo y la ruptura. Este es, precisamente, su mayor dilema. Tiene serias dificultades para convencer a la ciudadanía de que, en efecto, estamos en un momento distinto al del correato. La confusión radica en que sus principales protagonistas provienen de la misma matriz política que hegemonizó la vida pública durante diez años. Y que los marcó como operadores políticos.
Tomemos el caso de la Canciller Espinosa y su errática conducción de la política exterior. Sin una trayectoria ni una formación de izquierda, amplifica su retórica para evitar suspicacias. Tiene que hacer buena letra frente al juicio de las izquierdas oficiales, tanto internas como externas. Por eso no puede asumir una posición coherente frente a problemas por demás obvios, como la terrible crisis que vive Venezuela. Tiene pavor de que la etiqueten como pelucona, derechosa y pro-imperialista.
Desde una perspectiva diplomática medianamente coherente, la situación venezolana trasciende cualquier devaneo ideológico. Estamos frente a hechos concretos e innegables, cuyos efectos le están pasando factura al Ecuador. Lo que sucede en nuestra frontera norte con los migrantes venezolanos amenaza con convertirse en un drama humanitario regional.
Y la Cancillería no dice absolutamente nada. Al contrario, refrenda el discurso delirante de un gobierno que está provocando el mayor éxodo de la historia republicana de ese país. Quienes lo abandonan no son oligarcas ni contrarrevolucionarios, sino gente común y corriente que busca ganarse la vida trabajando. La impasibilidad frente a semejante calamidad social es un crimen inadmisible para quien se define como de izquierda.
El retorno de la economista Viteri al Ministerio de Economía es otra perla de la ambigüedad. Ahora resulta que las políticas aplicadas durante su periplo correísta tienen que ser contrarrestadas desde el más pedestre pragmatismo. De populista acérrima a liberal discreta. Otro acto de conversión en el que nadie confía.
Los asambleístas de Alianza PAIS tampoco terminan por definirse. Se comen la zanahoria con la misma convicción con que añoran el garrote. Dudan. No están seguros de que la nueva confesión morenista les asegure el paraíso del que disfrutaron por una década. Aparentan creer en el diálogo, en la tolerancia, en el respeto a las instituciones, en la democracia y en la transparencia pública. Pero quizás, en secreto, veneran al viejo capataz, con su opacidad y su atrabiliario estilo de manejar el poder.
Los conversos de la Edad Media sobrevivían porque, a diferencia de la revolución ciudadana, la religión católica sí podía prolongarse por trecientos años. Nuestros conversos criollos, en cambio, corren el riesgo de morir en el intento… o, definitivamente, convertirse en neoliberales.
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