lunes, 6 de febrero de 2017

Un debate que sirve para casi nada

  en La Info  por 
Ahora se entiende por qué Lenín Moreno fue al diálogo organizado por El Comercio. Porque él (como cada uno de los otros candidatos) puede decir lo que quiere. No es diálogo. Peor debate. Es un monólogo, como diría Rainer Maria Rilke, en la múltiple compañía de sí mismo.
Decir lo que quiere es el sueño de cualquier político. Decirlo sin que nadie lo confronta, repregunte, lo contradiga, lo corrija o le pida concreciones, precisiones o datos. Decir por ejemplo que va a aumentar el número de profesores o de médicos. Que va a incrementar el monto del bono solidario. Que va a regalar electricidad a los pobres, dar créditos baratos a los agricultores, pensiones a todos los abuelos o crear fondos de emprendimiento para los jóvenes. Decirlo sin que tenga que hacer ni siquiera sumas y restas y cotejarlas con un presupuesto insostenible y con una deuda impagable en las actuales circunstancias.
Debatir o dialogar así con los políticos que piden el voto para ir a Carondelet es entronizar la irresponsabilidad y, además, ungirla en ritos simulados. Ni hay debate. Ni hay diálogo. Es una secuencia de ejercicios retóricos en la cual los candidatos dicen lo que quieren, como quieren y, además, se les agradece por ello. Todos se creen victoriosos mientras el elector constata, con impotencia y desesperación, que estos encuentros no sirven para casi nada. Y así seguirá siendo mientras se entienda que a estos debates simulados puede asistir todo aquel que se inscriba como candidato. Tanto Lenín Moreno que supera, al parecer, el 30% de intenciones de voto, como Iván Espinel y otros candidatos que no llegan al 1%. En este caso, toca agradecer que solo haya ocho candidatos en vez de 13 como sucedió en 2006!
Mientras no haya mecanismos de medición que permita dilucidar que candidatos son los más opcionados –por ende, los que tienen que precisar sus propuestas y debatirlas ante los electores– cualquier formato resultará un verdadero atraco a la fe pública. Se entiende, entonces, por qué Lenín Moreno contaba con este “diálogo” para poder decir que no rehúye los debates. Todo se resume en las actuales condiciones a estar presente. Esta vez estuvo y, por supuesto, que, aunque no debata, la televisión es un medio que desnuda a quien se exhibe ante las cámaras.
Moreno mostró que no tiene programa específico suyo en sector alguno. El formato cerró la puerta a su esquema coloquial y supuestamente chistoso en el cual lo que menos importa es lo que dice. Un minuto o minuto y medio para sus respuestas le creó una camisa de fuerza en la que se le vio inquieto, parco, fuera de lugar. Moreno fue al diálogo con una idea evidente: dividir las aguas entre los otros y él. El resto como portavoces del pasado; él como representante de un continuismo que quiere renovarse. Su problema fue ese: que no mostró diferencia alguna con el correísmo y, lejos de singularizarse, se refugió en el discurso impotable a estas alturas de Rafael Correa; solo apto para su electorado duro.
Si se piensa que el foco de atención iba a estar sobre Lenín Moreno (por ser el primero en los sondeos y porque no había ido en Guayaquil), pues falló el ejercicio que, en este caso, no se mide por la capacidad que tenga de suscitar emociones sino por la coherencia y rapidez que muestre para sintetizar sus propuestas. Genérico y errático el candidato oficialista exhibió ese aire de superioridad política y moral que tanto machaca Rafael Correa y que lo hace impotable. Sus estrategas quisieron que marque la diferencia con los otros y por eso los agredió. Un error de bulto que contradice ese discurso buenoide y empalagoso con el que pretende ganar.
Moreno facilitó la tarea de Guillermo Lasso quien lo ignoró olímpicamente. El candidato de CREO prefirió centrarse en su propuesta mayor (un millón de empleos en cuatro años) que, además de singularizarlo en la campaña, le permite evitar las ofertas populistas. Si se juzga por el empeño que puso en anclar la propuesta del millón de empleos, se debe concluir que sus estrategas la juzgan rentable electoralmente. Pero eso mismo convirtió su discurso en una retahíla de la cual tampoco dilucidó cómo la hará efectiva, en qué sectores y bajo qué condiciones. Lasso sacrificó la versatilidad de las propuestas que los electores desean saber al lema de campaña que ciertamente lo conecta con una de las necesidades mayor sentidas por los ciudadanos. Lució menos que en Guayaquil.
Cynthia Viteri no atacó a Lasso: algo más aprendió de la pésima presentación que tuvo en Guayaquil: se retiró los lentes que ocultaron su rostro y jugó, en ese ambiente tenso y sobrio que impone un set de Tv., a ser jovial y fresca. Su problema está en no poder, hasta ahora, justificar políticamente su candidatura. ¿Qué la hace necesaria en esta elección? ¿Qué aporta al espectro de ofertas electorales ser la única mujer en esta campaña? Sus estrategas, que midieron el error que cometieron al llevarla a encarnar el papel de chimbadora, parecen haberse refugiado en dos líneas de trabajo: que haga propuestas populistas y que use poses y un tono de cercanía, de pana, de cheveridad, que le dan un aire de actuación forzada. Lo mismo ocurre con el uso de su yo en sus propuestas: “yo daré”, “yo crearé”, Yo… Yo… Viteri habla como si en vez de aspirar a administrar el Estado y sus instituciones, pretendiera convertirse en dueña de las mismas. Al parecer olvida que los dueños del país llevan hablando así desde hace diez años.
Paco Moncayo hace honor a su biografía. Veterano, curtido en muchos escenarios, se muestra como un hombre que sabe y que tiene experiencia. No aprendió de Guayaquil donde perdió mucho tiempo en diagnósticos o presentación de un tema, antes de formular sus propuestas. El formato no da tiempo para eso. Moncayo maneja temas que enriquecen la agenda presidencial (ecología, derechos de minorías, reforestación, tratamiento del agua… ) que ayudan a singularizarlo. La pregunta de fondo es si el momento político se presta para la tercera vía que propone. O si el electorado tiene que dirimir entre continuar con lo mismo o cambiar radicalmente dando paso a la ley del péndulo.
El debate no aportó tampoco nada con respecto a los otros candidatos: mejoró Washington Pesantez, más articulado, rápido y coherente en su discurso. Patricio Zuquilanda no se acomoda al formato y esto es para él un tema estructural. En cuanto a Iván Espinel y Abdalá Bucaram cualquiera se pregunta por qué pretenden ser presidentes a la edad que tienen. Bucaram es un retórico y un populista consumado. Espinel es la mejor expresión de que un candidato como él nunca debería participar en un debate en el cual deben participar las personas que tienen condiciones y posibilidades reales de llegar a la primera magistratura del Estado. También él, por ahora, carece de las dos.

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