La transparencia no es negociable
En lugar de zanjar la disputa con transparencia —única condición para que las partes reconozcan los resultados— el gobierno, nuevamente encabezado por el Presidente, procede a allanamientos, a insultos, a una obscena exhibición de fuerza, subestimando la capacidad de respuesta ciudadana. Esto solo puede devenir en un choque, una confrontación, con un elevado costo social, político y humano.
12 de abril del 2017
POR: Patricio Moncayo
PhD. Sociólogo. Catedratico universitario y autor de numerosos estudios políticos.
Se trata de una nueva oligarquía disfrazada de democrática y de socialista que ha medrado del poder a costa del estado"
La oligarquía no es solamente económica, sino que también se incuba en las alturas del poder, aun de aquel, auto titulado, revolucionario. Esto ocurre cuando una camarilla intenta perpetuarse en el mando valiéndose de todos los medios. Ello, sin embargo, genera resistencias. Por eso se inventó el principio de la rotación en el ejercicio del poder. La democracia, precisamente, presupone la alternabilidad no solo de personas sino de ideologías. De esa manera se evita que un partido imponga su voluntad a los demás, negándoles sus derechos y reivindicaciones.
Lo que se puso en juego el 2 de abril, es si consentimos que el poder político siga en las mismas manos, o si abogamos por un cambio de timón. Una mitad del electorado se pronunció por lo primero; la otra mitad por lo segundo.
La unidad del Ecuador está quebrantada y remontar tal fractura es el gran desafío que encara la clase política, la ciudadanía y el pueblo.
Ante el clamor ciudadano por transparencia, la camarilla correista reacciona como cualquier gobierno conservador y represivo. El propio presidente de la República que, neciamente quiere mantener el poder en sus manos- directa o indirectamente- convirtió a la campaña electoral en un asunto de estado, poniéndole a éste al servicio de un partido y de un candidato. Recorrió el país como presidente, excediéndose en sus atribuciones, inaugurando obras como dádiva electoral. Los medios de comunicación incautados, sin el menor recato, y con la complicidad del Consejo Nacional Electoral, abundaron en alabanzas al candidato del gobierno y en vituperios al candidato opositor. Se faltó al principio de la equidad.
La polarización, resultante de estos abusos de poder, es la causante de la indignación popular. La estrategia de fuerza para acallar las manifestaciones legítimas de esa indignación revela la incomprensión del gobierno del significado de la “acción social”, o la descalificación de ésta.
La acción social, según Weber, se basa en una conducta humana en la que los sujetos involucrados “enlazan” un sentido compartido que les permita entenderse y llegar a acuerdos. Pone el ejemplo de dos ciclistas, cuando toman medidas orientadas a evitar un accidente, un choque; de ahí la importancia de las señales de tránsito o de un semáforo. En el caso que nos ocupa, en lugar de zanjar la disputa con transparencia —única condición para que las partes reconozcan los resultados— el gobierno, nuevamente encabezado por el Presidente, procede a allanamientos, a insultos, a una obscena exhibición de fuerza, subestimando la capacidad de respuesta ciudadana. Esto solo puede devenir en un choque, una confrontación, con un elevado costo social, político y humano.
El cobarde desalojo de ciudadanos y ciudadanas en la madrugada del 11 de abril de 2017 será recordado como la desnudez de un despotismo que optó por quitarse la careta y renunciar a la acción social, o sea, a una conducta que tenga en mientes a los “otros”, a quienes demandan con razón explicaciones, aclaraciones y no amenazas ni ofensas.
Hay, pues, una crisis de liderazgo. Éste sufre de ceguera, como cuando el presidente proclama que no hay crisis económica, ni recesión, o que Alianza País alcanzó una victoria “contundente” en la segunda vuelta electoral. O cuando el presidente del Consejo Nacional Electoral se hace de la vista gorda frente a tantos manejos turbios en el escrutinio. Un presidente del tribunal del sufragio que declara su admiración y fidelidad al cabecilla de toda esta operación fraudulenta, carece de autoridad moral para presidir el máximo organismo electoral. Seguramente, los órganos de control, la Fiscalía y la Contraloría, tampoco encontrarán corrupción, ni altos funcionarios del gobierno involucrados en la lista de Odebrecht.
¿Qué tanto quiere el gobierno defender? ¿Son los intereses del país o de una alicaída “revolución ciudadana”? ¿O se trata más bien de los intereses particulares de esa camarilla encaramada en el poder que los defienden a capa y espada? Es obvio que más que la “adhesión a la doctrina”, estamos en presencia de “las necesidades de supervivencia”, tras de las cuales anidan actos reñidos con la moral.
El gobierno adolece de credibilidad y de representatividad. El que no haya logrado triunfar en una sola vuelta y que, en la segunda vuelta, la diferencia entre los dos binomios presidenciales fuera tan apretada, revela el desgaste de un gobierno que utilizó al aparato del estado, sin pudor, para vencer en las urnas.
Que de ello se ufane el presidente de la República, como la victoria de la “izquierda” contra la “derecha”, pone al descubierto una comprensión primitiva de la política. Según él, cuando la derecha se “recompone” y gana en Argentina y Brasil, en Ecuador su “magnífico” gobierno de toda una década, le ha salvado al país de caer en manos de la derecha. Sin duda, el presidente tiene dificultad de entender el hecho real, incuestionable, del deterioro de su credibilidad. El que haya tenido que recurrir al fraude para vencer, lo confirma.
Las calles ya no le pertenecen; hoy el gobierno reprueba las luchas de miles de ciudadanos que exigen transparencia como condición insoslayable de la legalidad y legitimidad de los resultados electorales.
El gobierno ha demostrado que un partido que se declara socialista puede ser tan antidemocrático como un partido monárquico. Comprensible que éste arrase con las instituciones democráticas, pero incomprensible para un gobierno dizqué popular. Se trata, pues, de una nueva oligarquía disfrazada de democrática y de socialista que ha medrado del poder a costa del estado. A éste lo despoja de su autonomía, poniéndolo al servicio de su propio mando y, a través de él, intenta despojar a los ciudadanos de sus derechos y propiedades.
El gobierno pretende reducir la contienda a un tema estrictamente electoral, y a dividir las opciones entre un representante de la “banca” y el adalid de la “revolución ciudadana”, como si no advirtiéramos que se ha consumado un asalto al poder, en el viejo estilo de los países socialistas del siglo pasado que cayeron en el estalinismo, y también de los gobiernos “socialistas” del sigo XXI que muestran su degeneración ideológica y política.
Lo que está en juego en el Ecuador, es su futuro y ¿quién nos puede obligar a seguir el ejemplo de Venezuela, de un Maduro, agobiado de ingobernabilidad, y de un pueblo que se muere de hambre? Paradójicamente, es ingobernabilidad, lo que Correa legará a Moreno, en caso de que éste llegara a la presidencia.
El gobierno está atizando el fuego que, no es tanto el de la lucha de clases, sino el de gobernantes y gobernados, el de democracia y dictadura. Si los gobernados, se ven privados de su libertad y derechos no les queda otro camino que la rebelión. ¿Es eso lo que está suscitando el gobierno? ¿Con qué fines? ¿Quiere provocar a las Fuerzas Armadas y producir un desenlace sangriento entre ecuatorianos?
La conspiración en contra de la voluntad popular, claramente manifestada en el primera y en la segunda vuelta, viene, sin duda, de las altas esferas del mando presidencial; y no de CEDATOS, Participación Ciudadana, o los medios de comunicación independientes, ni de quienes en las calles promueven una acción social dirigida a salvar la democracia.
Lo que se puso en juego el 2 de abril, es si consentimos que el poder político siga en las mismas manos, o si abogamos por un cambio de timón. Una mitad del electorado se pronunció por lo primero; la otra mitad por lo segundo.
La unidad del Ecuador está quebrantada y remontar tal fractura es el gran desafío que encara la clase política, la ciudadanía y el pueblo.
Ante el clamor ciudadano por transparencia, la camarilla correista reacciona como cualquier gobierno conservador y represivo. El propio presidente de la República que, neciamente quiere mantener el poder en sus manos- directa o indirectamente- convirtió a la campaña electoral en un asunto de estado, poniéndole a éste al servicio de un partido y de un candidato. Recorrió el país como presidente, excediéndose en sus atribuciones, inaugurando obras como dádiva electoral. Los medios de comunicación incautados, sin el menor recato, y con la complicidad del Consejo Nacional Electoral, abundaron en alabanzas al candidato del gobierno y en vituperios al candidato opositor. Se faltó al principio de la equidad.
La polarización, resultante de estos abusos de poder, es la causante de la indignación popular. La estrategia de fuerza para acallar las manifestaciones legítimas de esa indignación revela la incomprensión del gobierno del significado de la “acción social”, o la descalificación de ésta.
La acción social, según Weber, se basa en una conducta humana en la que los sujetos involucrados “enlazan” un sentido compartido que les permita entenderse y llegar a acuerdos. Pone el ejemplo de dos ciclistas, cuando toman medidas orientadas a evitar un accidente, un choque; de ahí la importancia de las señales de tránsito o de un semáforo. En el caso que nos ocupa, en lugar de zanjar la disputa con transparencia —única condición para que las partes reconozcan los resultados— el gobierno, nuevamente encabezado por el Presidente, procede a allanamientos, a insultos, a una obscena exhibición de fuerza, subestimando la capacidad de respuesta ciudadana. Esto solo puede devenir en un choque, una confrontación, con un elevado costo social, político y humano.
El cobarde desalojo de ciudadanos y ciudadanas en la madrugada del 11 de abril de 2017 será recordado como la desnudez de un despotismo que optó por quitarse la careta y renunciar a la acción social, o sea, a una conducta que tenga en mientes a los “otros”, a quienes demandan con razón explicaciones, aclaraciones y no amenazas ni ofensas.
Hay, pues, una crisis de liderazgo. Éste sufre de ceguera, como cuando el presidente proclama que no hay crisis económica, ni recesión, o que Alianza País alcanzó una victoria “contundente” en la segunda vuelta electoral. O cuando el presidente del Consejo Nacional Electoral se hace de la vista gorda frente a tantos manejos turbios en el escrutinio. Un presidente del tribunal del sufragio que declara su admiración y fidelidad al cabecilla de toda esta operación fraudulenta, carece de autoridad moral para presidir el máximo organismo electoral. Seguramente, los órganos de control, la Fiscalía y la Contraloría, tampoco encontrarán corrupción, ni altos funcionarios del gobierno involucrados en la lista de Odebrecht.
¿Qué tanto quiere el gobierno defender? ¿Son los intereses del país o de una alicaída “revolución ciudadana”? ¿O se trata más bien de los intereses particulares de esa camarilla encaramada en el poder que los defienden a capa y espada? Es obvio que más que la “adhesión a la doctrina”, estamos en presencia de “las necesidades de supervivencia”, tras de las cuales anidan actos reñidos con la moral.
El gobierno adolece de credibilidad y de representatividad. El que no haya logrado triunfar en una sola vuelta y que, en la segunda vuelta, la diferencia entre los dos binomios presidenciales fuera tan apretada, revela el desgaste de un gobierno que utilizó al aparato del estado, sin pudor, para vencer en las urnas.
Que de ello se ufane el presidente de la República, como la victoria de la “izquierda” contra la “derecha”, pone al descubierto una comprensión primitiva de la política. Según él, cuando la derecha se “recompone” y gana en Argentina y Brasil, en Ecuador su “magnífico” gobierno de toda una década, le ha salvado al país de caer en manos de la derecha. Sin duda, el presidente tiene dificultad de entender el hecho real, incuestionable, del deterioro de su credibilidad. El que haya tenido que recurrir al fraude para vencer, lo confirma.
Las calles ya no le pertenecen; hoy el gobierno reprueba las luchas de miles de ciudadanos que exigen transparencia como condición insoslayable de la legalidad y legitimidad de los resultados electorales.
El gobierno ha demostrado que un partido que se declara socialista puede ser tan antidemocrático como un partido monárquico. Comprensible que éste arrase con las instituciones democráticas, pero incomprensible para un gobierno dizqué popular. Se trata, pues, de una nueva oligarquía disfrazada de democrática y de socialista que ha medrado del poder a costa del estado. A éste lo despoja de su autonomía, poniéndolo al servicio de su propio mando y, a través de él, intenta despojar a los ciudadanos de sus derechos y propiedades.
El gobierno pretende reducir la contienda a un tema estrictamente electoral, y a dividir las opciones entre un representante de la “banca” y el adalid de la “revolución ciudadana”, como si no advirtiéramos que se ha consumado un asalto al poder, en el viejo estilo de los países socialistas del siglo pasado que cayeron en el estalinismo, y también de los gobiernos “socialistas” del sigo XXI que muestran su degeneración ideológica y política.
Lo que está en juego en el Ecuador, es su futuro y ¿quién nos puede obligar a seguir el ejemplo de Venezuela, de un Maduro, agobiado de ingobernabilidad, y de un pueblo que se muere de hambre? Paradójicamente, es ingobernabilidad, lo que Correa legará a Moreno, en caso de que éste llegara a la presidencia.
El gobierno está atizando el fuego que, no es tanto el de la lucha de clases, sino el de gobernantes y gobernados, el de democracia y dictadura. Si los gobernados, se ven privados de su libertad y derechos no les queda otro camino que la rebelión. ¿Es eso lo que está suscitando el gobierno? ¿Con qué fines? ¿Quiere provocar a las Fuerzas Armadas y producir un desenlace sangriento entre ecuatorianos?
La conspiración en contra de la voluntad popular, claramente manifestada en el primera y en la segunda vuelta, viene, sin duda, de las altas esferas del mando presidencial; y no de CEDATOS, Participación Ciudadana, o los medios de comunicación independientes, ni de quienes en las calles promueven una acción social dirigida a salvar la democracia.
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