Diario El Universo
Francisco Febres Cordero
Camina por la calle a tranco largo, como si sus ochenta y ocho años no pesaran. Alto, de huesos anchos y porte altivo, escudriña el horizonte con ojos curiosos, protegidos por esos lentes gruesos que lo han acompañado a lo largo de sus muchos viajes por las distintas geografías pero, sobre todo, de sus muchas, incesantes travesías por los libros.
Lleva su carga de sabiduría con desparpajo, sin otorgarle importancia. Su vastísima cultura le permite enriquecer cualquier conversación, ya gire esta en torno a la literatura, a la filosofía, al fútbol, a la historia o a cualquier otro acontecimiento que cautiva su interés. Todo lo matiza con una sutil ironía o con un humor ácido que no vacila en revertirlo contra sí mismo, para pasmo y solaz de quien lo escucha.
No sé cuándo lo conocí, pero sé que nuestra amistad fue robusteciéndose conforme la vida –por esos azares– nos fue acercando a través de nuestro común ejercicio periodístico, oficio que él, en sus columnas, elevó a la categoría de arte.
Incansablemente confrontó al poder y lo hizo con un estilo inimitable, versátil y enjundioso. Su verbo cáustico, su humor irreverente, su agilidad para convertir a la palabra en un dardo afilado que siempre llegaba al centro, hicieron que sus artículos rebasaran la efímera duración de un comentario de prensa para quedar impregnados en la memoria colectiva, como si hubieran sido cincelados en piedra.
Generoso, compartió sus saberes con los jóvenes mediante una constante práctica pedagógica tanto en la universidad como en aulas lejanas y pobres que, como maestro, enriquecía e iluminaba. Desapegado de los bienes materiales, su territorio es el de la idea y su derrotero, la solidaridad con las causas justas. Su sentido del humor es un bálsamo con que alivia las heridas que infligen la prepotencia, el egoísmo o el desprecio a los demás.
Pero ¡cuidado!, cuando la indignación rebasaba los límites de su paciencia, no escribía con tinta, sino con fuego. Por eso era temido. Con esa maestría para cincelar las palabras, muchas veces convirtió sus textos en feroces diatribas que lo sitúan junto a ese puñado de escritores de combate que han nutrido el periodismo ecuatoriano, desde Montalvo en adelante.
Como sacerdote que fue, sabe comprender las flaquezas del alma y perdonar. Pero, sobre todo, sabe reconocer sin ninguna contemplación cuando los errores son suyos, y lo hace con una hidalguía impropia de épocas bastardas.
La última vez que lo vi me habló del amor, del amor a su mujer, a sus hijos, a sus nietos y entonces comprendí que estaba ante un hombre que, habiendo vivido intensamente, habiendo dado tantas y tan duras batallas, disfruta su recompensa en lo más inasible, en lo más etéreo, en lo más tierno.
Este Simón Espinosa, maestro de la palabra y de la vida, fue conducido al tribunal por denunciar actos de corrupción. Con él fueron llevados también Isabel Robalino Bolle y Julio César Trujillo, cuyas viejas, impecables trayectorias han sido, igualmente, ejemplo de lucha y dignidad. Por el solo hecho de haber sido conminados a comparecer al juzgado quedarán signados ante la historia como reos del delito de honradez, una nueva categoría penal impuesta en esta época siniestra. (O)
Francisco Febres Cordero
Camina por la calle a tranco largo, como si sus ochenta y ocho años no pesaran. Alto, de huesos anchos y porte altivo, escudriña el horizonte con ojos curiosos, protegidos por esos lentes gruesos que lo han acompañado a lo largo de sus muchos viajes por las distintas geografías pero, sobre todo, de sus muchas, incesantes travesías por los libros.
Lleva su carga de sabiduría con desparpajo, sin otorgarle importancia. Su vastísima cultura le permite enriquecer cualquier conversación, ya gire esta en torno a la literatura, a la filosofía, al fútbol, a la historia o a cualquier otro acontecimiento que cautiva su interés. Todo lo matiza con una sutil ironía o con un humor ácido que no vacila en revertirlo contra sí mismo, para pasmo y solaz de quien lo escucha.
No sé cuándo lo conocí, pero sé que nuestra amistad fue robusteciéndose conforme la vida –por esos azares– nos fue acercando a través de nuestro común ejercicio periodístico, oficio que él, en sus columnas, elevó a la categoría de arte.
Incansablemente confrontó al poder y lo hizo con un estilo inimitable, versátil y enjundioso. Su verbo cáustico, su humor irreverente, su agilidad para convertir a la palabra en un dardo afilado que siempre llegaba al centro, hicieron que sus artículos rebasaran la efímera duración de un comentario de prensa para quedar impregnados en la memoria colectiva, como si hubieran sido cincelados en piedra.
Generoso, compartió sus saberes con los jóvenes mediante una constante práctica pedagógica tanto en la universidad como en aulas lejanas y pobres que, como maestro, enriquecía e iluminaba. Desapegado de los bienes materiales, su territorio es el de la idea y su derrotero, la solidaridad con las causas justas. Su sentido del humor es un bálsamo con que alivia las heridas que infligen la prepotencia, el egoísmo o el desprecio a los demás.
Pero ¡cuidado!, cuando la indignación rebasaba los límites de su paciencia, no escribía con tinta, sino con fuego. Por eso era temido. Con esa maestría para cincelar las palabras, muchas veces convirtió sus textos en feroces diatribas que lo sitúan junto a ese puñado de escritores de combate que han nutrido el periodismo ecuatoriano, desde Montalvo en adelante.
Como sacerdote que fue, sabe comprender las flaquezas del alma y perdonar. Pero, sobre todo, sabe reconocer sin ninguna contemplación cuando los errores son suyos, y lo hace con una hidalguía impropia de épocas bastardas.
La última vez que lo vi me habló del amor, del amor a su mujer, a sus hijos, a sus nietos y entonces comprendí que estaba ante un hombre que, habiendo vivido intensamente, habiendo dado tantas y tan duras batallas, disfruta su recompensa en lo más inasible, en lo más etéreo, en lo más tierno.
Este Simón Espinosa, maestro de la palabra y de la vida, fue conducido al tribunal por denunciar actos de corrupción. Con él fueron llevados también Isabel Robalino Bolle y Julio César Trujillo, cuyas viejas, impecables trayectorias han sido, igualmente, ejemplo de lucha y dignidad. Por el solo hecho de haber sido conminados a comparecer al juzgado quedarán signados ante la historia como reos del delito de honradez, una nueva categoría penal impuesta en esta época siniestra. (O)
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