Presidente, por favor no más cuentos revolucionarios
La consulta popular plantea a muchos ciudadanos un ejercicio político inusual: votarán sin ambages por el Sí –y esto acarreará para Lenín Moreno un triunfo cómodo– pero ese voto no será por él sino contra Rafael Correa. Es decir, Moreno en vez de poder hacer alarde de la victoria quedará en deuda con el electorado.
Pero, por lo que ha dicho y hecho, eso no es lo que está pensando. Ahora él y los suyos ya desempolvaron el discurso de los primeros días en el gobierno: nosotros ganamos las elecciones. El Presidente finge ignorar que aunque goza de buenas calificaciones, según los sondeos, suscita amplias sospechas en el electorado. Esto a pesar del mérito que tiene y que solo los correístas recalcitrantes le niegan: haber contribuido, por necesidad, a revelar ante el país profundo y las bases de Alianza País, lo que fue el correísmo: economía de ficción, empresa monumental de corrupción y delirio de Correa por atornillarse eternamente en el poder.
Moreno está bajo sospecha porque no se conecta con los aires que surcan el país tras diez años de autoritarismo. Hay un sentimiento de época –eso que los franceses llaman espíritu del tiempo– que le es ajeno y que incluye sensaciones, aspiraciones, reflexiones; en este caso quizá también lecciones. Este cambio es cultural y toca la sociología política. Una franja del electorado, de indeterminado volumen pero de real incidencia, quedó vacunada contra la década correísta. A Moreno no le basta, entonces, con enterrar políticamente a Correa. La ruptura cultural que se siente no es solo con una figura caudillista y mesiánica: es con una práctica política, con un Estado omnisciente, controlador y castigador metido en la vida de los ciudadanos; esa ruptura incluye un distanciamiento absoluto con un gobierno arrogante, mentiroso, embaucador y corrupto. Un gobierno que se autodenominó revolucionario.
Moreno y los suyos han querido vender la idea peregrina de que Ecuador votó (otra vez en 2107) por un proceso revolucionario. Y que su tarea es volver a la senda que marcó Montecristi. Lo cual implica para ellos una depuración parcial en sus filas. Todo esto se resumiría en un mero movimiento de sillas y de personajes en la escena política: salen Correa y sus seguidores más recalcitrantes y entran los morenistas.
Esa lectura no hace justicia a los resultados electorales (Moreno ganó a Lasso, muy polémicamente, por apenas 200 mil votos) ni tampoco al proceso para inhabilitar a Correa: Moreno ganará la consulta con votos prestados. Y si además quiere institucionalizar al país y rehabilitar la economía necesita del arcoíris democrático nacional.
Todo esto se resume en dos preguntas: ¿De qué se trata, en el fondo, el postcorreísmo? ¿Es un mero movimiento de sillas o asumirá la ruptura cultural (ese espíritu del tiempo) que se siente en este momento? De esas respuestas depende el futuro político del morenismo que se inaugurará este 4 de febrero en la noche.
Si es un movimiento de sillas, Moreno podrá pedir –como lo hizo el 21 de enero en la entrevista con tres periodistas– que le hagan confianza. Igual hizo Correa en 2007 y el país, en su mayoría, cerró los ojos y creyó en él. Le entregó todos los poderes y se desentendió de la cosa pública con los resultados que el país lamentará durante décadas. Si es un cambio cultural, ese proceso no se puede repetir. El poder no puede pedir un cheque en blanco ni los ciudadanos firmarlo.
Pedir confianza, hace pensar (otra vez) que Moreno, en vez de ciudadanos, quiere espectadores de su política, así como Correa quiso consumidores de la suya y de su propaganda. Los ciudadanos ahora sí saben que si aceptan que el poder político los vuelva espectadores pasivos de los asuntos que les conciernen, los resultados siempre serán desastrosos para ellos y para el país. Hoy esos ciudadanos saben el costo de haber dejado que un supuesto demiurgo se apropiara de la cosa pública mientras ellos, en su mayoría, se zambulleron en sus nichos privados. Hoy saben que sus derechos tienen que ver con la materialización de la democracia en su vida cotidiana y que sin esos derechos no hay calidad de vida para la sociedad en su conjunto. Por eso Moreno tiene que marcar un norte claro, alejado de esa ambivalencia que le sirvió para llegar a la Presidencia y que, de mantenerla, se convertirá en su talón de Aquiles.
En el nuevo momento político no caben más cuentos revolucionarios ni más cuentos chinos. El nuevo momento necesita un gobierno decente, democrático, que marque un norte político inclusivo, un plan económico integral, que se rodee de gente honrada en la administración, dispare procesos de fiscalización y asuma una política exterior que dé cuenta del remezón democrático que vive el país. Si solo hay cambio de sillas, la ruptura cultural tendrá un nuevo blanco: el morenismo.
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