domingo, 21 de enero de 2018

POR: Alberto Acosta

Publicado en la Revista El Observador (diciembre 2017, edición 102) 

La sociedad civil actúa ante la irresponsabilidad de los gobiernos
“Un árbol no tiene ningún significado para una empresa”, afirmó Mirian Cisneros, presidenta kichwa de la comunidad amazónica de Sarayaku. Pero ese mismo árbol tiene gran sentido para Mirian y su comunidad, pues “si se corta un árbol, se corta la casa de los espíritus sagrados”. En su relato resonó la larga y compleja lucha de su comunidad contra el Estado ecuatoriano y la petrolera argentina Compañía General de Combustibles (CGC). Durante el neoliberalismo dicha empresa entró en territorio de la comunidad a buscar petróleo sin autorización de la comunidad y, con complicidad del Estado, colocó a la fuerza casi una tonelada de pentolita (un poderoso explosivo utilizado en la prospección sísmica). 

La resistencia de Sarayaku paró la actividad petrolera. En 2003 sus habitantes denunciaron el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, llegando a la Corte Interamericana en 2010. Dos años después, este máximo tribunal resolvió a favor de Sarayaku, un pequeño poblado amazónico que aún resiste a las petroleras y al Estado. Pero a pesar de dichas resoluciones, el gobierno de Rafael Correa -atropellando de nuevo la voluntad de Sarayaku- entregó parte de su territorio a la petrolera china Petroandes.

El testimonio de Miriam Cisneros dio base para que el Tribunal Internacional por los Derechos de la Naturaleza construyera, junto con otros casos de destrucción ambiental en el mundo, su veredicto en contra de varios Estados irresponsables. Este Tribunal sesionó el 7 y 8 de noviembre en Bonn, en paralelo a la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP-23). Y allí se condenó varias violaciones a los Derechos de la Naturaleza y a los Derechos Humanos en Alemania, Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, España, EEUU, Guayana Francesa, Isla Mauricio, Nigeria, Perú, Rusia, Sudáfrica, Suecia.

Presidió la sesión Tom Goldtooth, de la Red Indígena Medioambiental. Como jueces actuaron Cormac Cullinan, del Instituto de Derecho Salvaje de Sudáfrica; Osprey Orielle Lake, de la Red de Mujeres por la Tierra y la Acción Climática, de Estados Unidos; la italiana Simona Fraudatario, del Tribunal Permanente de los Pueblos; Shannon Biggs, de Movement Rights, de Estados Unidos; el senador argentino Fernando Pino Solanas; la exdiputada alemana Ute Koczy; la keniata Ruth Nyambura, del Colectivo Africano de Ecofeministas; y, Alberto Acosta, expresidente de la Asamblea Constituyente de Ecuador. De fiscales de la acusación ejercieron Ramiro Ávila, jurista y profesor de la Universidad Andina Simón Bolívar de Ecuador, y la estadunidense Linda Sheehan, de la organización Planet Pledge.

La primera vez que este Tribunal sesionó fue en 2014, en Quito. Siguieron reuniones similares en Lima y Paris, ambos casos en paralelo a las Cumbres Climáticas de Naciones Unidas, en 2014 y 2015; también ha sesionado sobre temas específicos en Australia, Ecuador y EEUU. 

En esta ocasión el Tribunal escuchó testimonios sobre fractura hidráulica (fracking) en EEUU y Argentina; energía nuclear en Sudáfrica con participación rusa; minería de lignito en Alemania, solo a 50 kilómetros de la conferencia COP 23 en Bonn; extractivismos y su infraestructura en la Amazonía, como la carretera que atraviesa el TIPNIS en Bolivia; proyectos REDD+ o similares, como Socio-Bosque en Ecuador; monocultivos que despojan agua en Almería – España; el impacto de los tratados de libre comercio sobre la Naturaleza. Un tratamiento especial se dio a los defensores de la Naturaleza en EEUU (pueblo Siux), Rusia (pueblo Shor) y Suecia (pueblo Sámi). 

Durante estos dos días de intensas sesiones, 53 personas de 19 países presentaron dichas violaciones de los Derechos de la Naturaleza. Además, quedó evidenciado que los pueblos indígenas de todo el mundo son fundamentales en la defensa de la Madre Tierra, por lo que destacó su actuación en todo el proceso del Tribunal, como expertos y testigos.

De hecho, el Tribunal enjuició a la actual civilización capitalista: un sistema de patrones de dominación/explotación/conflicto -como diría el gran pensador latinoamericano Aníbal Quijano- creados por el dominio del capital en la política y la economía, cuya expansión destruye la Naturaleza y persigue a sus defensores. Este Tribunal exigió cambios estructurales y sistémicos para que se respeten los Derechos Humanos y de la Naturaleza, implicando -entre otros puntos fundamentales, como la equidad y la igualdad- la no criminalización de los defensores de dichos derechos y la urgente desmercantilización de la Naturaleza.

El marco jurídico referencial de este Tribunal es la Declaración Universal de los Derechos de la Madre Tierra, expedida en 2010 en la Cumbre de los Pueblos en Tikipaya, Bolivia; así como la Constitución del Ecuador de 2008: la única en el mundo que hasta ahora reconoce a la Naturaleza como sujeto de derechos. Incluso en este Tribunal se desnudó el nefasto papel de los sistemas jurídicos imperantes en facilitar el cambio climático y la degradación de la Naturaleza a nivel mundial.

Este Tribunal internacional, inspirado en el Tribunal Russell -conocido también como Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra o Tribunal Russell-Sartre- creado en 1966 para condenar los crímenes del imperialismo yanqui en Indochina, es una iniciativa de la sociedad civil para reunir públicamente testimonios sobre la destrucción de la Pachamama o Madre Tierra, así como la criminalización de sus defensores. 

Es claro que cualquier acuerdo en la COP 23 y las acciones de allí derivadas en combate del cambio climático serán estériles si los gobiernos siguen ampliando los extractivismos, profundizando el uso de combustibles fósiles y nucleares, permitiendo a las corporaciones aprovechar mecanismos de resolución controversiales en los acuerdos comerciales para impedir la adopción de medidas efectivas para proteger la vida. Ningún acuerdo alcanzado desde la formalidad internacional enfrentará al cambio climático si sigue agudizándose la mercantilización y la financiarización de la Pachamama: la “economía verde” es una vía contraria a los Derechos de la Naturaleza y, por ende, a los Derechos Humanos.

De hecho la situación se empeora aceleradamente. Basta ver la evolución de la emisión de CO2 luego del tan promocionado (como inútil) acuerdo de Paris en el 2015. Ese año dicha emisión fue de 3,3 partes por millón/año, con lo que la concentración de gases de efecto invernadero alcanzó las 403,3 partes por millón, la cifra más alta hasta ahora, de acuerdo a datos de la Organización Meteorológica Mundial. Una concentración de gases, que si mantuviera en ese nivel, nos afectará los próximos mil años. Es por tanto preocupante el impacto que esta situación provoca y seguirá provocando en los ecosistemas marinos y terrestres, con efectos negativos para los seres humanos y para la Pachamama. Y bien sabemos que la situación de sigue deteriorando.

En estas circunstancias, cuando los gobiernos no asumen su responsabilidad, la sociedad civil responde -de nuevo- tomando la delantera. Así, mientras que la COP 23 fue un festival de falsas soluciones y de promesas sin compromiso, la sociedad civil identifica a los responsables por sus nombres, los sanciona éticamente y suma propuestas concretas a las luchas de resistencia. Así este Tribunal ético es parte de una potente pedagogía liberadora, la cual debe replicarse y ampliarse si la Humanidad no desea devenir en su propio verdugo. 

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