¿Por el odio a Correa?
Este horrendo fracaso sería la última gran traición al ex presidente. Sus copartidarios debieron convencerlo y hasta obligarlo a que se quedara lejos, que no regresara, que corría el riesgo de ser abucheado ruidosamente en cada ciudad a la que fuera. Un ex mandatario, por la dignidad del país, no debe pasar la vergüenza que está pasando Correa.
30 de enero del 2018
POR: Gabriel Hidalgo Andrade
Politólogo y abogado. Docente universitario.
La verdad es que la gente se cansó de las ambi-ciones de perpe-tuidad en el poder, se cansó de la falta de transpa-rencia, de decoro en el uso de los recursos públicos, de las fiestas en Caron-delet".
El ala extrema del aliancismo se prepara para una aparatosa derrota. Las cifras de las encuestadoras CEDATOS, Eureknow y Click Report pronostican una aplastante victoria que promedian entre el 73 y el 76 por ciento de apoyo popular a todas las preguntas de la consulta popular convocada por el presidente Lenín Moreno. Es el fin del correismo y el de Rafael Correa Delgado.
Este horrendo fracaso sería la última gran traición al ex presidente. Sus copartidarios debieron convencerlo y hasta obligarlo a que se quedara lejos, que no regresara, que corría el riesgo de ser abucheado ruidosamente en cada ciudad a la que fuera. Un ex mandatario, por la dignidad del país, no debe pasar la vergüenza que está pasando Correa.
Pero los fundamentalistas del aliancismo jamás aceptarán ser los perdedores y nunca reconocerán sus propios errores. Por eso barrieron bajo la alfombra las denuncias de corrupción presentadas durante su década de hegemonía, repitieron sus frasecillas cansonas sobre la transparencia al tiempo que cerraban filas frente a toda forma de fiscalización, se cuidaron sus espaldas con mentiras y negaron toda acusación en su contra.
Los resultados son visibles: la gente los rechaza masivamente, mientras aplauden a Moreno, su antiguo compañero que está gobernando con las encuestas y ofreciendo a la gente un baño de verdad sobre las cuentas públicas o sobre los responsables de sus manejos.
Pero los más radicales recurrirán al autoengaño. La autocrítica o la reinvención no son posibilidades para la obscena vanidad de estos prepotentes que, después de una década de poder absoluto, no son capaces de aceptar que erraron.
Después del escandaloso fracaso que los espera dirán que ha triunfado “el odio a Correa” como si la política se agotara en las personas. Seguirán cansándonos con sus muletillas paranoicas sobre la derecha, la partidocracia, la izquierda infantil, la prensa corrupta, los intelectuales resentidos, los pelucones. Dirán que todos se juntaron, por el odio al ex presidente con la intención de acabar con él, que el incendio es culpa de los otros.
La verdad es que la gente se cansó de las ambiciones de perpetuidad en el poder, se cansó de la falta de transparencia, de decoro en el uso de los recursos públicos, de las fiestas en Carondelet, de las sabatinas, de la ausencia de respeto por el otro, de diálogo, de tolerancia, de pluralismo. La gente se cansó de la violencia verbal, del acoso público a los criterios disímiles, del uso de los bienes del Estado en inútiles desagravios personales. La gente se cansó de la mediocridad, de las mentiras y de la corrupción. Pero la gente no se cansó de Rafael Correa, se cansó de todo lo nocivo que hay detrás de su gobierno.
No se odia al abucheado en las calles. Por alguien como Correa, ungido por sí mismo como a un emperador romano, tras las pifias, no se siente odio, se siente vergüenza ajena y una profunda pena. Yo siento pena, aunque muchos me digan que ese es el castigo al abuso y la arrogancia.
Pero lo peor para el correismo fanático no esto. Los votos que prohibirían la reelección indefinida enterrarán bajo una montaña de voluntades su pedantería, sus pretensiones de perpetuidad faraónica y sus ambiciones de seguir parasitando el Estado.
Más de 7 de cada 10 ecuatorianos sepultarán al correismo, según las encuestas. Este es el fin de un personalismo desbocado, de sus clientes más cercanos y de su esquema mafioso.
Después de proclamarse como triunfador absoluto en sus dos últimas contiendas presidenciales y de imponerse en tres, Correa debió retirarse de la política prudentemente para ser recordado por la historia como un mandatario arrasador.
Pero después del 4 de febrero será recordado como lo que es: un desquiciado que perdió la cordura y que quebró a un país rico por creerse estar a la altura de Nerón Claudio, a quien no le importó incendiar Roma para culpar a los cristianos de querer sacarlo del poder.
Este horrendo fracaso sería la última gran traición al ex presidente. Sus copartidarios debieron convencerlo y hasta obligarlo a que se quedara lejos, que no regresara, que corría el riesgo de ser abucheado ruidosamente en cada ciudad a la que fuera. Un ex mandatario, por la dignidad del país, no debe pasar la vergüenza que está pasando Correa.
Pero los fundamentalistas del aliancismo jamás aceptarán ser los perdedores y nunca reconocerán sus propios errores. Por eso barrieron bajo la alfombra las denuncias de corrupción presentadas durante su década de hegemonía, repitieron sus frasecillas cansonas sobre la transparencia al tiempo que cerraban filas frente a toda forma de fiscalización, se cuidaron sus espaldas con mentiras y negaron toda acusación en su contra.
Los resultados son visibles: la gente los rechaza masivamente, mientras aplauden a Moreno, su antiguo compañero que está gobernando con las encuestas y ofreciendo a la gente un baño de verdad sobre las cuentas públicas o sobre los responsables de sus manejos.
Pero los más radicales recurrirán al autoengaño. La autocrítica o la reinvención no son posibilidades para la obscena vanidad de estos prepotentes que, después de una década de poder absoluto, no son capaces de aceptar que erraron.
Después del escandaloso fracaso que los espera dirán que ha triunfado “el odio a Correa” como si la política se agotara en las personas. Seguirán cansándonos con sus muletillas paranoicas sobre la derecha, la partidocracia, la izquierda infantil, la prensa corrupta, los intelectuales resentidos, los pelucones. Dirán que todos se juntaron, por el odio al ex presidente con la intención de acabar con él, que el incendio es culpa de los otros.
La verdad es que la gente se cansó de las ambiciones de perpetuidad en el poder, se cansó de la falta de transparencia, de decoro en el uso de los recursos públicos, de las fiestas en Carondelet, de las sabatinas, de la ausencia de respeto por el otro, de diálogo, de tolerancia, de pluralismo. La gente se cansó de la violencia verbal, del acoso público a los criterios disímiles, del uso de los bienes del Estado en inútiles desagravios personales. La gente se cansó de la mediocridad, de las mentiras y de la corrupción. Pero la gente no se cansó de Rafael Correa, se cansó de todo lo nocivo que hay detrás de su gobierno.
No se odia al abucheado en las calles. Por alguien como Correa, ungido por sí mismo como a un emperador romano, tras las pifias, no se siente odio, se siente vergüenza ajena y una profunda pena. Yo siento pena, aunque muchos me digan que ese es el castigo al abuso y la arrogancia.
Pero lo peor para el correismo fanático no esto. Los votos que prohibirían la reelección indefinida enterrarán bajo una montaña de voluntades su pedantería, sus pretensiones de perpetuidad faraónica y sus ambiciones de seguir parasitando el Estado.
Más de 7 de cada 10 ecuatorianos sepultarán al correismo, según las encuestas. Este es el fin de un personalismo desbocado, de sus clientes más cercanos y de su esquema mafioso.
Después de proclamarse como triunfador absoluto en sus dos últimas contiendas presidenciales y de imponerse en tres, Correa debió retirarse de la política prudentemente para ser recordado por la historia como un mandatario arrasador.
Pero después del 4 de febrero será recordado como lo que es: un desquiciado que perdió la cordura y que quebró a un país rico por creerse estar a la altura de Nerón Claudio, a quien no le importó incendiar Roma para culpar a los cristianos de querer sacarlo del poder.
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