PABLO CUVI
Un psicólogo capitalino me contó que sus pacientes, de clase media en su mayoría, presentan con frecuencia un problema del que no se hablaba hace 30 años: la bipolaridad del tipo I, trastorno que consiste en cambios radicales del estado de ánimo de una persona, que puede pasar de la euforia más acelerada a la depresión más profunda, y viceversa. A partir de lo que he visto desde que tengo uso de razón, me parece que se puede ampliar ese diagnóstico a ciertas capas medias en general y aventurar un perfil psicológico que nos saque del trillado tema de la polarización. Porque esta ola de desencanto y angustia que se ha instalado otra vez sobre nuestras cabezas como una sombra de ceniza adelantada, eso de no saber con qué nos va a salir mañana el Gobierno o la Madre Naturaleza, lo hemos vivido cíclicamente desde los días de bonanza del banano, en los años 50, con carreteras flamantes y un dólar y una democracia estables hasta que la caída del mercado externo trajo de vuelta los golpes de Estado y la junta militar de los años 60, proceso del que escapamos con una nueva Constitución y un viejo caudillo que la violaría a la vuelta de la esquina. Entonces, brotó el petróleo y otra vez se instalaron la pachanga, el despilfarro y la sonrisa optimista y tumbadora en el rostro de la tecnocracia que crecía amamantada por la teta del Estado (y los de ahora creyendo que han inventado ese estilo). Se construyeron hidroeléctricas y edificios de cristal y los militares iniciaron el endeudamiento agresivo. Así retornamos a la democracia, con mucho entusiasmo y otra Constitución cero kilómetros. Frágil alegría que duró hasta el primer ajuste y la guerra con Perú, el fenómeno de El Niño y el gobierno represivo de Febres Cordero. Luego, la psiquis citadina se estabilizó algunos años, hasta que estalló la guerra del Cenepa, seguida por los apagones, la mancha blanca del camarón, otra vez El Niño y la Constitución de 1998, seguida por la erupción del Pichincha, la crisis bancaria y el hundimiento del Titanic, profecía autocumplida de otro errático presidente. Con el congelamiento y el asesinato del sucre parecía que todo había terminado: horror, ansiedad, abatimiento y un millón de compatriotas que se mandó mudar a España. Curado de espanto, cuando empezó la recuperación gracias a los dólares de los migrantes, el Estado empezó a ahorrar para una emergencia. Pero la clase media quiteña derrocó a otro presidente, fastidiada por su pinta más que por sus actos, y se enamoró de un profesor desconocido de ojos verdes que le ofreció otra Constitución, ¡gran novedad!, y abrió el grifo del consumo hasta que se agotó el segundo ‘boom’ petrolero y volvimos a endeudarnos. Y allí está ella, despertando cual amante desengañada, acusada de violenta pero temblando de incertidumbre y dudando otra vez entre el ‘colchon-bank’ o las pastillas de litio que le permitan superar el bache hasta la próxima euforia, ¡olé! pcuvi@elcomercio.org
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