Por Roberto Aguilar
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La
Supercom está procesando a Bonil por dos morfemas: tin y ton. Los semiólogos de
las intendencias que vigilan y controlan a los medios los encuentran culpables
de “establecer una referencia extratextual” ofensiva y discriminatoria contra
el legislador correísta y ex astro del futbol Agustín ‘el Tin’ Delgado, en la
caricatura publicada por El Universo el 5 de agosto de 2014. Más exactamente:
el morfema “ton” califica de forma peyorativa al Tin.
La conclusión de los semiólogos es que Bonil se
burla de Agustín Delgado porque fue pobre. Si Agustín Delgado hubiera sido
igualmente pobre pero fuera chino, la caricatura muy probablemente sería
idéntica pero los semiólogos no tendrían manera de llegar a ese resultado. El
punto está en que Agustín Delgado es negro. O sea que no hay derecho. Aquí se
explayan los semiólogos para dar cuenta de un largo “proceso histórico” de
“exclusión económica y sociocultural” marcado por fenómenos de “estigmatización
y estereotipo” que vinculan a los negros “con la precariedad y la pobreza”.
Todo muy cierto. Y reseñan cómo, a pesar de representar el 5 por ciento de la
población del Ecuador, su participación en el sistema democrático “se ha
limitado al plano del sufragio universal como derecho ciudadano individual, más
(sic) no en el campo de la representación y de la elección política directa”.
Tanto es así que los negros (“afroecuatorianos”, dicen con exquisito escrúpulo)
permanecieron “no sólo como una minoría étnica sino también como una minoría
política”. Esto fue así, dicen, “hasta la conformación de la nueva Asamblea
Nacional”. Desde entonces, cabe suponer, todos somos negros, así que no estamos
para soportar morfemas peyorativos de nadie. El Tin no es un politicastro, nomás
un astro.
Siéntese
jurisprudencia: no se le puede llamar “pobretón” a un negro. A cualquier otro
pero no a un negro. Lo que prescriben los semiólogos, en resumidas cuentas, es
que a los negros hay que tratarlos como negros, es decir, con exquisito escrúpulo.
No se puede hablar con uno sin tener presentes cuatro siglos de historia de las
relaciones interétnicas. En fin, una sarta de malentendidos muy pero muy
racistas. Si Bonil fuera negro, la caricatura muy probablemente sería idéntica
y los semiólogos no tendrían manera de acusarlo de discriminación.
Probablemente le imputarían el delito de ser un Tío Tom. Tim Tom.
Que
el correísmo tenga que importar semiólogos desde Venezuela para pergeñar
semejantes despropósitos es una tomadora de pelo. Semiólogos, además, que
todavía creen en los mitos de su oficio. Mito: el lenguaje es universal y
transparente. Supone que las connotaciones semánticas descubiertas en el
análisis de morfemas y lexemas practicado en la intendencia son aplicables a
todas las personas por igual: las intenciones discriminadoras del sufijo “ton”
encontradas en el laboratorio de la Supercom se hallan necesariamente en la
cabeza de Bonil, quien tiene que ser castigado por ello. A Roland Barthes –que
nunca fue semiólogo de intendencia, le bastó con ser un ciudadano– le
preocupaba encontrar el mito de la transparencia y universalidad del lenguaje
aplicado con frecuencia, precisamente, en los tribunales. La justicia,
escribió, “está siempre dispuesta a prestarnos un cerebro de repuesto para condenarnos
sin remordimiento”.
La verdad es que este caso estuvo resuelto aún
antes de que la caricatura cayera en manos de los semiólogos. Estuvo resuelto,
exactamente, el sábado 9 de agosto, cuando Rafael Correa dictaminó en su kermés
de televisión: Bonil es un racista. Como cualquier funcionario de este Gobierno
que aspire a conservar su puesto, los semiólogos de la Supercom no podían sino
mantenerse fieles a ese libreto. Y ante la falta de pruebas materiales para
acusar a Bonil de racista recurrieron a las pruebas “extratextuales”, es decir,
mentales. ¿Dónde encontrarlas sino en la mente de los propios acusadores? Al
fin y al cabo, son ellos quienes se conducen como si a un asambleísta negro
hubiera que tratarlo como a un negro asambleísta. Es curioso que Bonil sea
juzgado por lo que su caricatura no dice y que el proceso no haga la más mínima
alusión a lo que dice. Para recordar de qué trata la caricatura, siempre vale
la pena volver a mirar el famoso discurso de Agustín Delgado en la Asamblea.
Ahora
sólo queda, como decía Barthes, el miedo que nos amenaza a todos: “ser juzgados
por un poder que sólo quiere entender el lenguaje que él mismo nos presta”.
Todos somos Bonil en potencia, acusados privados de lenguaje, juzgados de
acuerdo al lenguaje de nuestros acusadores. “Robar a un hombre su lenguaje en
nombre del propio lenguaje: todos los crímenes legales comienzan así”, concluye
Barthes. Los semiólogos suelen ser sensibles a este tipo de razones pero estos
sólo leen informes. De intendencia.
– 2 –
¿Qué
entiende el presidente de la República por “hacer política”? Según sus propias
declaraciones debe ser algo muy malo. Que alguien vaya por ahí “haciendo
política” es un espectáculo que lo irrita. En el estado correísta de propaganda
se sobreentiende que la política es él, y en su presencia, hasta los mítines
políticos deben disfrazarse de otra cosa.
Es
lo que ocurrió el domingo pasado con el acto organizado por la Alianza Francesa
de Quito para rechazar el terrorismo y rendir homenaje a los asesinados
periodistas de Charlie Hebdo. Ese mismo día y por idéntico motivo una multitud
marchó por las calles de París. La precedía medio centenar de líderes
mundiales, incluidos los jefes de Estado de media Europa. Pero no se vaya a
pensar que su presencia ahí obedecía a motivos políticos de ningún tipo, qué
va. Se juntaron porque se quieren bien y se han visto poco. Concluida la marcha
se dirigieron al Elíseo, donde se pusieron al día, intercambiaron
chascarrillos, comieron quesos y bebieron vino como buenos camaradas. Ellos no
son gente que vaya por ahí haciendo política, no.
En
la Alianza Francesa todo marchaba de la mejor manera posible: se colgaron
carteles con frases alusivas a la libertad de expresión (“La liberté
d’expression n’est pas morte”), se corearon consignas de rechazo al terrorismo,
se enarbolaron banderas con el lema de la República Francesa (“Liberté,
égalité, fraternité”), en fin, nada político. Hasta que llegó Bonil, esa rata racista,
para echarlo todo a perder. Su sola presencia hirió la exquisita sensibilidad
del Presidente, quien no pudo sino lamentarlo profundamente: “se presentó un
caricaturista criollo –dijo– haciendo política, con un letrero acusando al
Gobierno”. ¡Qué tipo tan inconveniente! ¿Acaso cree que el hecho de encontrarse
en un mitin en defensa de la libertad de expresión le da derecho a expresarse
libremente? ¡Vaya ocurrencia!
Menos
mal que una ciudadana francesa, Florence Baillon, auténtica patriota imbuida de
los valores republicanos que su país representa ante el mundo, se lo hizo
entender de manera terminante. “Esto no es un acto político”, le dijo cuando
Bonil intentó fotografiarse junto al cartel de marras. No se lo permitió,
claro. Baillon fue funcionaria del ministerio de Cultura, es correísta por
relación de afinidad (está casada con el parlamentario andino Patricio
Zambrano, de PAIS) y permaneció a dos puestos del Presidente cuando éste
pronunciaba su apolítico discurso.
Hay que decir, en honor a la verdad, que el cartel
no lo llevó Bonil. Él llegó con las manos vacías y fue recibido por François
Gauthier, embajador de Francia, con efusivo y cordial saludo. Fueron unos
jóvenes no identificados quienes, en un momento dado, desplegaron la tela negra
escrita con letras blancas e invitaron a Bonil a posar junto a ella. Decía: “En
este país, la crítica y sátira también son cailladas (sic), no por el
terrorismo sino por el gobierno”. El periodista Marlon Puertas publicó su foto
en el tuiter.
¿Cailladas? Habrá que preguntarles a los semiólogos
de la Supercom, pero a primera vista parece una falta de ortografía que ningún
hispanohablante cometería; eso pudo haber sido escrito, en cambio, por un
francés, un mal vástago de su patria. Caillados y avasaillados deberían ser los
perpetradores de semejante mensaje desconsiderado que jamás debió ver la luz
sobre esta tierra. Así lo entendió la Alianza Francesa. Por eso una funcionaria
de esa institución telefoneó oportunamente a la redacción de El Universo para
pedir que la foto del cartel no fuera publicada pues el acto “no era político”.
Hay que felicitar a la Alianza Francesa de Quito por el celo demostrado a la
hora de difundir los valores republicanos de su país, tan enemigo de la
ilustración como de la crítica. ¡Así se hace!
Al
final todo se resume en que el presidente de la República, faltaría más, volvió
a tener la razón: el atentado terrorista contra Charlie Hebdo no tiene nada,
pero nada que ver con la libertad de expresión. De hecho la libertad de
expresión no tiene nada que ver con nada. Más aún: la libertad de expresión no
existe. Bonil, politiquero mala fe, quedó meando fuera del tarro, como se
merecía por caricaturista criollo (“criollo”: qué lexema tan oportuno y de
connotaciones tan apreciativas e incluyentes; los semiólogos de la Supercom
deberían recomendar su uso a todos los ecuatorianos). Por eso a la hora de
despedirse, el embajador de Francia, como le cabe a todo buen republicano, le
puso la cara de palo. Bien hechito. Tontín. Ton-tín.
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