Por: Juan Cuvi
No conozco personalmente a Carlos Zorrilla. Pero conozco la
campaña de desprestigio a la que está sometido. Desde la publicidad y las
declaraciones oficiales se le han endilgado una serie de responsabilidades
ajenas, por el solo hecho de oponerse a la minería en Íntag. Entre otras
acusaciones infundadas, se le endosa la incorporación de contenidos que no
tienen nada que ver con la guía para activistas comunitarios que, conjuntamente
con otros autores, elaboró con el propósito de orientar la defensa de
territorios y comunidades amenazados por la industria extractiva.
Además de
información manipulada y tergiversada, es inevitable descubrir entre los
pronunciamientos del Gobierno un detestable tufo xenófobo, que no solo
contradice preceptos constitucionales, sino que va a contracorriente de las más
avanzadas tendencias mundiales a favor del respeto, la solidaridad y la
convivencia pacífica entre pueblos. ¿En dónde quedó la tan cacareada ciudadanía
universal con que se pretendió darle al mundo un mensaje ejemplar desde la
Asamblea Constituyente de Montecristi? A propósito de estos desatinos
oficiales, el cineasta Pocho Álvarez recoge y difunde por vía electrónica ese
sabio adagio que afirma que la patria no es el sitio donde uno nace, sino donde
uno es feliz. Al parecer, el mayor error de Carlos Zorrilla, desde la
perspectiva del correísmo, es haber escogido un rincón del Ecuador para
construir su felicidad . De Carlos sé que es un activista ambiental
cubano-norteamericano, que vive en nuestro país desde hace 35 años, que tiene
cuatro hijos ecuatorianos y que ha hecho de la lucha ecológica su proyecto de
vida. En estrecha colaboración con las comunidades de Íntag ha constituido una
serie de redes, instituciones y asociaciones dedicadas a levantar estrategias
para la conservación de bosques y reservas naturales de la zona. En resumen, no
ha hecho más que comprometerse con el Sumak Kawsay. A la arremetida del
Gobierno en contra de este activista ecológico hay que entenderla desde una
lógica simbólica. Aquí se contraponen dos formas distintas de entender el mundo
o, si se quiere, dos relatos irreconciliables: por un lado, la historia
personal de Zorrilla y, por otro, el discurso del poder; es el carácter
universal de la defensa de la vida y la naturaleza, cuyo sentido puede ser
entendido y valorado por cualquier persona o grupo humano del planeta, frente a
la estrecha y parroquiana visión de la infraestructura física o -peor aún- de
un jugoso negocio; son aquellos derechos que tienen una trascendencia
civilizatoria frente a las necesidades puntuales y coyunturales del Gobierno;
es la valoración del futuro frente a la típica tasación pecuniaria del pasado;
es el humanismo como proyecto frente al utilitarismo como urgencia.
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