Lo que nos dejó el enfermito hoy profugo. Bienvenidos al país
donde el narco no se esconde, se aplaude

Porque aquí es más caro… pero más seguro.
Colombia invirtió en escáneres, radares, trazabilidad y cooperación internacional.
Ecuador ofreció puertos abiertos, rutas sin fiscalización y funcionarios permeables.
Y por eso, los carteles cruzaron la frontera…
y nos convertimos en zona de confort para el narcotráfico global.
Durante años nos engañamos con la idea de ser solo “país de paso”. Pero ya no somos paso.
Somos bodega, pista, plataforma, fachada y lavadora.
La droga entra desde el sur colombiano, se almacena en galpones, zonas francas o fincas,
se camufla en contenedores refrigerados
y parte rumbo a Europa o Centroamérica sin levantar sospechas.
Todo desde puertos que baten récords de exportación y de negligencia institucional.
Pero lo más letal no es lo que sale, sino lo que se queda:
El dinero.
El dinero que se lava sin vergüenza, se invierte sin control y se celebra sin ética.
Agencias de viaje sin clientes, patios de vehículos repletos que no venden ni uno,
importadoras que traen más mercancía de la que puede consumir la población entera del país.
Departamentos vacíos comprados en efectivo.
Constructores felices de levantar ciudades fantasmas para “clientes mágicos”.
¿Tenemos carteles? No.
Tenemos algo más difuso y peligroso: Grupos Delictivos Organizados disfrazados de legalidad.
Ya no usan pasamontañas: usan ternos italianos.
No se esconden en la selva: se bañan en clubes privados.
No se comunican por claves: se exhiben en redes sociales.
Y mientras tanto, el Estado —tarde y sin recursos— trata de recuperar el timón.
Sí, hay esfuerzo.
Sí, hay voluntad.
Pero la verdad incómoda es esta:
El narcotráfico mueve más dinero que el Presupuesto General del Estado.
Mientras el país debate si sube el IVA o recorta salud, el narco compra barrios, campañas, influencers, notarías y hasta conciencias religiosas.
Ya no hablamos de delito, sino de un poder paralelo con más liquidez, más presencia y más control territorial que muchas instituciones legales.
Y lo más grave es que ya los ciudadanos no se escandalizan.
Ahora genera admiración.
— “¿Viste el carro del fulano?”
— “Sí… anda en cosas raras.”
— “Ah, con razón.”
— Y la vida sigue.
El lavado de activos no se oculta.
Se exhibe. Se premia. Se institucionaliza.
Se felicita a empresarios de empresas sin clientes.
Se premia a aseguradoras que no aseguran ni una pecera.
Se reconoce a importadores que operan con cifras imposibles.
Las cámaras empresariales aplauden.
Los gremios premian.
Y todos fingen no saber.
Y si no están en eventos corporativos, están en piscinas de clubes sociales, rodeados de políticos, socialités y farándula, como en la fiesta de “Fede”,
donde medio Guayaquil estuvo invitado…
y nadie preguntó nada.
Porque el narco no se esconde.
Se mezcla. Se infiltra. Se admira.
Y no termina ahí:
El narco no solo lava. También financia elecciones.
Es el eterno auspiciante de alcaldías,
aportando en sobres, cobrando luego en contratos.
Financian campañas como quien invierte en franquicias.
Y el Estado, en vez de combatirlos, les agradece en contratos.
Y ahora, la pregunta que duele:
¿Cuántos, dentro de tu propia familia, no podrían justificar sus ingresos si la UAFE hiciera bien su trabajo?
Ese primo con tres carros.
Ese cuñado que “trae cosas” pero no declara nada.
Ese vecino que vive como millonario sin profesión conocida.
Y tú lo sabes.
Y yo lo sé.
Y todos lo sabemos.
Ecuador está a tiempo.
Pero el reloj ya no da vueltas: suena como bomba.
Porque si no frenamos esto hoy,
mañana no será el narco el que nos haya elegido.
Seremos nosotros los que, en silencio,
lo convertimos en nuestro modelo de éxito.
Y vendrá entonces la pregunta más amarga:
¿Qué país les estamos dejando a nuestros hijos?
¿Una sociedad despedazada, moralmente anestesiada, con futuro hipotecado?
¿O el coraje para romper el ciclo del silencio y la complicidad?
Porque si no actuamos ahora, nos convertiremos en lo que un día juramos no ser:
una Colombia ochentera de rostro ecuatoriano.
Y pronto, cuando en un aeropuerto escuchen “es ecuatoriano”,
nos harán desvestir como lo hacían con nuestros hermanos colombianos hace 40 años.
Porque cuando un país se asocia con la droga,
su gente paga el precio:
con sospecha, con vergüenza, con humillación.
Si no rompemos este ciclo hoy,
mañana solo nos quedará un país de ruinas con WiFi,
tumbas con flores importadas,
y una élite narca aplaudida por quienes nunca se atrevieron a decir la verdad.
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