En un economía en la que todo se mueve alrededor de la discrecionalidad política, la rentabilidad de los negocios depende de tener contactos, acceso, influencia o la forma de calentar el bolsillo del funcionario que tiene en sus manos la autorización, el cupo, la licencia. El Estado ha sido, mucho más en las épocas del socialismo corrupto, actor económico, sea porque interviene en actividades empresariales o porque arbitra qué actividades productivas se pueden hacer y mediante estímulos configura monopolios y restringe la libertad de emprendimiento.
Hay una entramado que conocen los entendidos; es decir, aquellos que son beneficiarios y aquellos que son perjudicados de decisiones políticas que se escriben en leyes pero fundamentalmente en reglamentos que cambian y se recambian a gusto de los que saben cómo mover los hilos corruptos de las decisiones burocráticas. Los perjudicados reconocen que allanarse es la mejor estrategia. Lo hacen, resignados, pensando que los contactos políticos y su venalidad son insuperables. Hay una inmensa cantidad de ejemplos sobre ésta que es la forma en la que funciona el Estado. Corporaciones lo controlan y usufructúan de él. En toda actividad privada que depende de subsidios, cupos, licencias y autorizaciones hay, por definición, alguna forma de corrupción.
Una manera del corporativismo es el control que choferes tienen de entidades y voluntades para sostener el status quo.Controlan por la sevicia del “servidor público” y si eso falla, por el chantaje de las paralizaciones y acciones de hecho. A Correa lo bautizaron como el “primer taxista del Ecuador”. El último alcalde de Quito que enfrentó a la fuerza amarilla fue, que recuerde, Jamil Mahuad. El resto –por saberse el motivo– sucumbieron a las presiones bajo el eufemismo de evitar “la informalidad” del taxismo. O bajo el fraudulento concepto que la ley, creada al amparo del chantaje político y de las deudas de los políticos, es la que debe hacer legítima una actividad económica.
La dinámica de la innovación rebasa esas vivezas de legisladores y sus financistas y comprueba que la actividad económica no puede ser restringida, limitada, suprimida por la voluntad de grupos de presión. Uber, Cabify, así como otras formas derivadas de la tecnología, cambian las dinámicas en las que se ofrecen servicios. En vez de acomodarse a la competencia, el taxismo tradicional prefiere acogerse a sus protecciones, creadas en leyes y reglamentos, exigir se amparen en las barreras de entrada creadas para proteger su monopolio y, por último, recurrir a sus amigos políticos para que encabecen sus marchas y paralizaciones. La asambleísta Carrión crecida a la sombra tenebrosa del correísmo corrupto, puño en alto, haciendo mérito al título de su ex jefe de “el primer taxista del Ecuador”, blandiendo las leyes redactadas por los taxistas y los jefes de su clan, pretenden detener los beneficios que la innovación genera en favor del consumidor. Tratando de frenar, pecho en alto, el irrefrenable avance de los cambios.
El Municipio, gobernado por quien ofreció gobierno responsable, acosado por su incompetencia, cede y se doblega ante el chantaje de la fuerza a amarilla. Tampoco se le ocurre al Alcalde movilizar la fuerza, que es mayor, de usuarios que quieren contar con más opciones de oferta de servicios, aparte del taxismo tradicional al que ofrecen las llamadas “plataformas tecnológicas”. Tampoco se debate cambiar el sistema para disolver el monopolio. Eliminar el pernicioso sistema de cupos y autorizaciones que es donde otorga, paradójicamente, la fuerza en la que el gremio sostiene su capacidad de chantaje. La burocracia cree que con los cupos controlan la prestación del servicio, cuando es exactamente al contrario. Las dueños de taxis controlan a quien supuestamente les controla y además evitan la competencia y pretenden mantenerse controlando el mercado, aduciendo que es ilegal prestar el servicio de taxi si no se adhieren a sus cooperativas, “porque así dice la ley”. Simple, señor dirigente dueño de taxis, hay que derogar la ley.
Y hay que derogar esa ley, que obliga a tener un cupo para prestar el servicio, así como todas las regulaciones que intervienen ilegítima e inmoralmente en otros mercados, como el de combustibles y otros derivados, para que opere el mercado y los usuarios puedan elegir libremente. También acabar con los sistemas de precios y tarifas regulados. ¿Acaso alguien fijó el precio que cobran Uber y Cabify? Y son menores a los de taxis amarillos. ¿Extraño, no?
Así como la señora Carrión salta al ruedo a defender el ostracismo y da fe de cómo funcionan las redes de manipulación política, el candidato Juan Carlos Holguín, quien ha ofrecido innovar, ofrece promover nuevos emprendimientos de economía colaborativa; es decir la interacción entre oferta y demanda por intermedio de plataformas digitales. De su lado, pretendiendo el inocuo centrismo, el candidato César Montúfar, ofrece regular a todos, lo que le aproxima más al pedido de los taxistas y al modelo regulatorio que defiende la asambleísta Carrión, que al interés de los consumidores.
Diego Ordóñez es abogado.
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