El poder acceder como ciudadanos a un buen servicio de taxis ha sido por años uno de las aspiraciones más importantes de los ecuatorianos. Tener la posibilidad de contar con un medio de transporte que no solo nos lleve de un lugar a otro, sino sobre todo que nos brinde seguridad, buena atención, un espacio limpio y la certeza de que pagaremos tarifas adecuadas, es un justo derecho de todos.
Administración tras administración, hemos visto cómo el gremio del taxismo se ha ido fortaleciendo hasta llegar a ser una fuerza de presión que se cotiza bien alto políticamente en cada elección, pues su apoyo cobra importancia el momento de captar votos. Esto ha provocado que, al final de día, termine imponiéndose su agenda y los intereses de sus líderes en detrimento del derecho de los ciudadanos a recibir un servicio de calidad.
Producto de eso, los ciudadanos hemos tenido que aceptar un mal servicio en términos generales, adaptarnos al estado de ánimo de choferes que condicionan su servicio a una ruta determinada –porque no van a todos lados– y que además circulan sin taxímetro.
Pero como por suerte, los avances de la tecnología y la competitividad hacen que cada vez los negocios se modernicen, nuevos servicios de transporte surgen como una luz al final de túnel y logran posicionarse ofreciendo a sus usuarios costos justos, ambiente agradable y algo que es apreciado de sobre manera: buen trato y seguridad.
Si el surgimiento de estas nuevas ofertas en el mercado de la movilización urbana fuera visto correctamente; es decir, como una oportunidad para ser más competitivos y ofrecer servicios mejorados, todos ganaríamos. Por un lado, los ofertantes de estos servicios podrían ir ganando confianza por parte de los usuarios y aumentarían su demanda y, por otro, los ciudadanos tendríamos un buen menú de donde escoger y quizás, inclusive, abandonaríamos la recarga al tráfico con nuestros vehículos propios y nos movilizaríamos con más seguridad, beneficiándonos mutuamente.
Pero no, la forma como se afronta esta situación es exactamente la contraria. Lejos de plantearse un análisis autocrítico que sería fundamental y positivo, la propuesta que se hace es la eliminación de la competencia como si desapareciendo al competidor se acabara el problema. Según su punto de vista hay que volver a la situación anterior, al mal servicio de siempre, atados a un gremio que maneja las cosas con tintes de mafia.
En el siglo 21 en el que vivimos, los viejos recursos de antaño como la paralización de las vías públicas y el bloqueo a los ciudadanos de la posibilidad de llegar a sus trabajos, colegios, de desarrollar la vida normalmente, ya no es una protesta, se vuelve una agresión que, además, refleja la total incapacidad de plantearse formas civilizadas de solucionar un problema.
Lejos de lograr simpatía por parte de la población, estos actos generan rechazo, más aún cuando se conoce que en algunos sectores del país se han provocado incluso daños a la integridad física y a la propiedad. Pensar que el bloqueo de calles y carreteras van a despertar simpatías es estar desubicado en el tiempo y en la realidad. Nadie quiere ser impedido en su derecho a la libre circulación por la fuerza.
Si continuamos con estas lógicas seguiremos dando palos de ciego. Debemos entender que mejorando los servicios –y esto aplica para todos los aspectos– no solamente creamos más fuentes de trabajo porque la competencia es siempre la mejor aliada de la creatividad y por lo tanto del progreso, sino también mejoraríamos la convivencia, generaríamos respeto hacia los amigos del volante porque los veríamos como servidores confiables.
Los ciudadanos no podemos tolerar más imposiciones, más agresiones amarillas: queremos servicios modernos, tarifas justas y seguridad.
Ruth Hidalgo es directora de Participación Ciudadana y decana de la Escuela de Ciencias Internacionales de la UDLA.
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