miércoles, 4 de mayo de 2016

Terremoto en Ecuador: nunca nos miraron
Ya llegan a 659 los muertos por el terremoto en Ecuador. El fotógrafo Diego Cifuentes recorrió la zona y habló con las víctimas que se sintieron abandonadas. Y relata, como un testigo, cómo las construcciones hechas con caña y madera soportaron más que las de hormigón. “Lo que colapsó fue un modelo de desarrollo, un modelo estético: la gente dejó sus viejas casas de caña porque consideraban que eran sinónimo de fracaso”
02 de mayo del 2016
DIEGO CIFUENTES / REVISTAANFIBIA.COM
El sábado 16 de abril Quito se preparaba para terminar el día como cualquier ciudad del mundo. A las 18:58 tembló la tierra, según el reporte del Instituto Geofísico de la Escuela Politécnica Nacional. Era un seísmo de 6.2 en la escala de Ritcher y el epicentro estaba entre la ciudad de Pedernales y la población de Cojimíes. Pero comentarios van, comentarios vienen, la gente después de un susto volvió a sus domicilios a dormir sin mayores preocupaciones.  
Durante la noche las autoridades guardan un mutismo extraño. Mientras la CNN habla de un seísmo de proporciones y zonas devastadas, el gobierno sigue guardando silencio. Los medios locales continúan con su programación normal. El canal de televisión estatal Ecuador TV transmite, como si de una broma perversa se tratara, la película “Terremoto”, algo así como un Macondo contemporáneo y atroz. Así fuimos a dormir, con una mueca en son de sorna de lo que suele ocurrir en este país.   La mañana del día domingo 17 nos despertamos con la noticia de que, según el Servicio Geológico de los Estados Unidos, el seísmo no había sido de 6.2 sino de 7.8. Las primeras imágenes comienzan a circular por redes sociales y el país entero se percata de que no fue un “temblor cualquiera” sino un terremoto, y de proporciones. Los primeros reportes hablaban de la devastación de Pedernales y sobre las acciones de rescate que habían iniciado.
Versiones de que las imágenes son trucadas no faltaron, gente indignada pidiendo mesura porque no podía ser verdad que eso hubiera ocurrido acá. Pasan los minutos y las redes sociales se van llenando de imágenes captadas por teléfonos celulares, los mismos lugares desde otros ángulos y con elementos del paisaje que algunas personas logran identificar. Poco a poco vamos asumiendo que es verdad, que la devastación es terrible. La angustia de qué va a pasar con este pobre país que no supo ahorrar un centavo, de saber que las arcas están vacías. Ese sentimiento al principio de indefensión general, más llamados de ayuda, grupos que aparecen y se van organizando. El gobierno al fin emite un comunicado, el presidente, que se hallaba en el Vaticano, dice que está volando de regreso, el sentimiento de orfandad une a todo un país, la gente se vuelca a los supermercados a comprar latas de atún y agua, los centros improvisados de acopio comienzan a funcionar, la sociedad civil se mueve, gente quiere ir a ayudar a rescatar a las víctimas. Las noticias dicen que la principal vía de conexión de Quito con la costa está cerrada, la vía alterna también, otra más al sur desde la ciudad de Latacunga hasta Quevedo también está cerrada, las opciones para llegar a la zona cero son limitadas.
El presidente llega y el país entero escucha con avidez, nos dice lo que ya sabemos; no nos dice qué va a hacer el Estado, qué estrategias va a implementar, con qué dinero vamos a afrontar este desastre...
Edificios caídos, más edificios caídos, rescatistas sacando a las víctimas de los escombros, imágenes aterradoras. Comienzo a pensar en aquellos a quienes nadie ve, los refugiados, aquellos que perdieron todo y a algún familiar, o tal vez a todos, pero que no los miran porque todas las miradas están centradas en las operaciones de rescate. La gente de Manabí es querida, es vista como gente amable y emprendedora, cargada de cierto dejo de realismo mágico que ha provocado más de una sonrisa por la forma que tienen de ver la vida, una manera tan inocente y cargada de humor, recuerdos de infancia que casi todo ecuatoriano tiene de esas tierras: el sabor de la mejor comida, el permanente olor a cacao o el delicioso aroma de la guayaba podrida. El presidente llega y el país entero escucha con avidez, nos dice lo que ya sabemos; no nos dice qué va a hacer el Estado, qué estrategias va a implementar, con qué dinero vamos a afrontar este desastre, nos dice lo que ya sabemos, que fue un terremoto de 7.8 y que su epicentro se ubicó frente a las playas de Cojimíes. El sentimiento de orfandad ya no sé si es general, es mío; quiero hacer algo, necesito hacer algo.
Quiero fotografiar, no el desastre, sino a la gente, al humano y su circunstancia, ya es lunes y hago llamadas, escribo algunos correos y sugiero hacer un reportaje extenso sobre Manabí, su gente, el desastre, la reconstrucción, su futuro. Uno de los más grandes periódicos del país me agradece el interés y la gana, me dicen que se sentirían halagados de publicar mi reportaje por extenso que este fuere, pero que debo entender que no tienen dinero. El sentimiento de orfandad aumenta, no hay forma de financiar nada; hago otra llamada y la respuesta es peor; no la cuento por vergüenza ajena.
Hago una tercera llamada y una voz atenta del otro lado me da esperanzas, no solo habría oportunidad de financiar sino que habría posibilidad de compañía en semejante aventura; luego del almuerzo podría saber algo pero que las perspectivas son buenas, me dice. Establezco un plan B, dinero de mis ahorros, hago la nueva llamada para saber si hay fondos y la respuesta es negativa, el sentimiento de orfandad se transforma en rabia, tampoco tendría compañía, tendría que armar esta aventura solo. Hago una nueva llamada ya no para buscar fondos sino compañía, la respuesta también es negativa.  
Nuevas llamadas para saber si las vías siguen cerradas, la alternativa sería ir bastante al norte para luego bajar, una vuelta bastante larga, pero la alternativa sur es peor todavía, debo saber si alguna de las vías cercanas ya está habilitada, la información dice que desde la tarde del lunes 18 la vía por la población de Calacalí (al norte de Quito) estaría habilitada. Mi proyecto es salir de madrugada para poder llegar a la zona cero con tiempo suficiente para el trabajo. Deberé comprar alimentos y agua para mi subsistencia, no quiero ser carga para nadie.
A la madrugada salgo con provisiones, cámara, laptop y ganas, unos cuantos billetes y tanques de reserva de combustible. Durante el camino tengo recuerdos de mi infancia, del nexo estrecho que tengo con Manabí, de las ganas que siempre tuve de hacer un libro, de lo importante que sería hacerlo ahora. Atravieso Quito entero y me dirijo al norte para desde ahí acceder a la zona. Por la mañana estoy conduciendo, recuerdo lo que aprendí en el Ejército y cada vez es más insistente el pensamiento de establecer una retaguardia. Debería tener agua, energía eléctrica, señal de teléfono celular e Internet, pienso y establezco un mapa en mi mente. Debe ser lo más cerca posible, me detengo y escribo en mi libreta: “El Carmen”.  
Santo Domingo de los Tsáchilas es la primera ciudad grande, desde ahí deberé buscar la forma para acceder, hay energía eléctrica y agua, a pesar de haber sido afectada por el sismo, también tienen señal de celular e Internet, pero muy débil para ser mi retaguardia. Hay que llegar hasta El Carmen.   Llego a El Carmen y verifico: hay energía eléctrica, ya se restableció el servicio. Miro mi celular y no hay señal, espero un momento mientras bebo agua para mitigar en algo la sed provocada por un calor infernal, vuelvo a ver el celular y sí tengo señal, verifico si hay Internet y sí tengo, casi doy un grito de alegría, cargo combustible y enfilo en dirección a Pedernales que está a tan solo 98 kilómetros.  
Voy casi solo por la vía, me llama la atención no tener compañía hasta llegar a Puerto Nuevo. Ahí la policía me detiene porque no hay paso por un derrumbe que al parecer es bastante grande. Decido descansar, llegan algunos 4×4 con gente que lleva alimentos y agua para los damnificados. Hablan de ir por Chone, ir más al sur para subir desde ahí hasta Pedernales. Hago cálculos y pienso que la ruta es muy larga y mejor espero. La zona se llena de buses repletos de personal de enfermería y médicos, rescatistas y voluntarios, camiones de alimentos y agua. Todos estamos en lo mismo, todos esperamos y descansamos mientras los demás ya se fueron por la ruta larga.
El camino sigue miércoles de madrugada, llueve, debo ir despacio, el alba me sorprende con un improvisado cementerio de automóviles, eso anuncia lo que más adelante vendría.
Tres horas de espera y la policía abre la vía, subo en mi viejo 4×4 y sigo camino, la vía está cerrada, no la despejaron, el atasco es de 10 kilómetros y ya son las 16 horas. Analizo la situación, es tonto insistir en llegar a Pedernales, llegaría a eso de las 18, y debería hacer algo a lo que me opongo, fotografiar a la tonta como si de una ametralladora se tratara. Me niego, es una falta de respeto a la gente, quiero ver qué pasa, conversar, preguntarles cómo les va, pedirles autorización para hacerles una foto. Decido regresar a El Carmen y establecer la retaguardia, buscar donde dormir y dejar alimentos y equipo para acceder a la zona cero lo más liviano posible.   El camino sigue miércoles de madrugada, llueve, debo ir despacio, el alba me sorprende con un improvisado cementerio de automóviles, eso anuncia lo que más adelante vendría.  
La noche previa me habían advertido del hedor a muerte en Pedernales, que debería comprar una mascarilla para de alguna manera mitigar el olor. En el camino busco casas caídas, pero no hay ninguna, ¿cómo es posible no encontrar casas en el suelo, si la información era que la devastación es extensa? Todas son casas de madera y caña guadúa (bambú). Mientras me acerco a Pedernales puedo ver grupos de refugiados que, con los primeros rayos de sol, ya empezaban su jornada. Muros caídos y casas en el suelo, doy una curva y empiezo la recta de aproximación, de sopetón me encuentro con un edificio de tres pisos completamente destruido y de pronto tengo la ciudad delante de mí y la devastación es total, casi todo está derrumbado.
Un ligero aroma mortecino en el aire, mientras camino no puedo contener el llanto, me detengo y lloro, lloro desconsoladamente, sigo caminando y la devastación es sobrecogedora, el hedor a muerte aumenta mientras más me adentro en la ciudad. Son apenas las 6 de la mañana, imagino el olor cuando el sol pegue más fuerte y siento un escalofrío, espero poder soportarlo.  
Encuentro un grupo de refugiados, acamparon frente a sus casas caídas, no hay nada en pie, unos preparan el desayuno, otros siguen durmiendo, unos niños juegan y ríen, una familia saca lo poco que pudieron rescatar de su derruida casa. Dicen que van a Santo Domingo, pregunto si tienen familia o amigos allá y me contestan que no. No saben adónde van a llegar ni qué van a hacer, solo saben que ya no quieren vivir en Pedernales.   Saco con algo de pudor mi cámara, siento como si fuera una violación, pregunto si puedo hacer fotos y me contestan afirmativamente, no hago nada, solo atino a conversar, si es que ya llegaron con ayuda y me contestan que solamente agua. Un hombre me dice que no ha llegado ayuda, solo una gente que les dejó agua pero que necesitan medicinas porque hay algunos con golpes muy fuertes. Pregunto si hay algún muerto, me contestan que por suerte acá ninguno. Otro me cuenta cómo pudo escapar antes de que la loza superior de su casa se viniera abajo. Sigo sin disparar una sola foto.
Al fondo un niño juega en un diván en medio de los escombros de lo que fue su casa. Me animo y pregunto a su mamá si lo puedo fotografiar, me contesta con una sonrisa y un “por supuesto”. Busco la composición y me animo a disparar, va uno, dos, tres cuadros; el niño se levanta y se va molesto. Bajo la cámara y me disculpo con su madre, ella me contesta que no me preocupe, él es medio tímido, dice. Algunos del refugio improvisado me miran y ríen, ¿qué?, sí, están riendo, yo sigo sin entender, ¿cómo esta gente en medio de esta devastación es capaz de reír casi a carcajadas? Me siento más en confianza.
Sigo fotografiando, ya sin sentimiento de culpa, entre foto y foto me cuentan su historia.
La ciudad despierta ¿por qué usan maquinaria pesada cuando todavía podría encontrarse gente atrapada entre los escombros? Las excavadoras hacen ruido y echan abajo algunas edificaciones, ¿quién soy yo para saber lo que es correcto o no? Solo soy un testigo y nada más.  
Camino y la destrucción es más evidente, pienso que eso ya ha sido registrado, no quiero fotografiar el desastre, no quiero muertos. Quiero gente con vida, con esperanza. El calor aumenta. La policía corta el tráfico en la vía para limpiar la calle. Regreso a mi viejo 4×4 antes de que quede atrapado.   Sigo camino, busco la ruta sur, la que va a Jama hasta San Vicente y Bahía de Caráquez. Recuerdo que Bahía ya soportó un terremoto el 4 de agosto de 1998, Manabí es tierra de temblores, ¿cómo pudimos llegar a esto si ya teníamos experiencia previa?  
Dejo atrás el hedor cada vez más fuerte. La Chorrera está junto a Pedernales, entro esperando desolación pero casi todo está intacto. El terremoto pegó fuerte pero la gran mayoría de las viviendas se mantuvieron en pie. Apenas la estatuilla del “Divino Niño” tiene la mano rota, una edificación antigua y deshabitada está por los suelos, otra más allá tiene daños estructurales severos, la tierra está cuarteada pero las casas intactas.
Camino y la destrucción es más evidente, pienso que eso ya ha sido registrado, no quiero fotografiar el desastre, no quiero muertos. Quiero gente con vida, con esperanza. El calor aumenta.
La Chorrera es un pueblo de pescadores, sus viviendas son de una planta, la gran mayoría hechas con madera y bambú. Converso con la gente y me relatan lo terrible que fue: una ola que vino del mar pero por debajo de la tierra, “nos levantó y luego nos asentó violentamente”, cuentan. Todo es tan extraño, pero la constante de la madera y el bambú se va consolidando como la fórmula antisísmica perfecta.  
Coaque es un pueblo de campesinos, miro desde la carretera y puedo ver algunas casas abajo, doy la vuelta e ingreso. Una chica está sentada en una silla junto a una casa completamente destruida. Pienso en un pasaje del libro “Continente Salvaje” de Keith Lowe; esa escena debe haberse repetido mil veces después de terminada la Segunda Guerra Mundial, la misma mirada, la misma quietud, la misma sensación de no saber qué camino tomar. La chica me cuenta que la casa destruida es la suya, sus padres quedaron atrapados y lograron salvarlos con la ayuda de la comunidad. Aparece un muchacho que dice ser su hermano y cuenta lo mismo. Coaque tiene algunas edificaciones mixtas, estructura de hormigón pero piso y paredes de madera y bambú, las estructuras colapsadas están hechas polvo, los niños juegan, gritan, ríen y me rodean. Una máquina de coser en la casa en pie, sin algunas paredes, las columnas de hormigón afectadas; habrá que derrocarla.
Coaque se me queda grabada en la piel, algo me marcó, pero ¿qué podrá ser? Allí una mujer mira la carretera a unos metros más arriba y dice: “pasan sin detenerse, vienen, miran, toman nota y se van, no nos miran, no nos hablan, así mismo fue siempre, antes pasaban “pitados” (rápido) hacia los hoteles para turistas. Nunca nos miraron”. Guardo silencio, sé que voy a volver.  
La carretera es nueva, de hormigón asfáltico, con tramos arrugados como papel, como si una mano gigante hubiera hecho una bola y la hubiera arrojado al paisaje. Las máquinas trabajan para hacer posible el tráfico, los autos pasan a velocidades de autódromo, ¿no se darán cuenta de que la vía está rota? Recuerdo las palabras de la mujer de Coaque. El calor es insoportable, bebo botella tras botella de agua.  
Casi es una constante, casas de madera y caña intactas y construcciones de hormigón por los suelos.  Algo llamativo: en una casa hicieron una letrina con hormigón y ladrillos junto a la casa de caña, la casa está en pie sin un rasguño y la letrina completamente destruida. No hay duda, el hormigón es una trampa mortal.  
Llego a Jama y el panorama es el mismo, desolación y desolación, quiero llegar a Canoa, no sé porqué pero mi meta está allá. Un hombre tiene un puesto de expendio de leche, su hato de ganado se puede ver unos metros más abajo. También vende leche, choclo tierno y sandías. Les están entregando colchones, cajas con enlatados y bidones de agua, miro su casa y está en pie al igual que el establo de su ganado; no entiendo nada.  
Al fin llego a Canoa y me encuentro con un pueblo hecho para turistas, con discotecas y bares, casi abandonado. Las máquinas trabajan demoliéndolo todo, la gente dice que allí se podían saltar los cadáveres, que los hoteles colapsaron con los turistas dentro. Un gran hotel de estructura de madera y caña sigue intacto a pesar de tener tres pisos. Resistió por completo el embate del terremoto. El resto si no se ha venido abajo tendrán que derrocarlo; todo está afectado.  
Llego a San Vicente y el panorama es el más visto. Casas y edificios por los suelos, otros en pie, ninguna casita de madera y caña. Es una ciudad: el puente que conecta San Vicente con Bahía de Caráquez permanece intacto, una que otra plancha que podrá ser reubicada sin mayor esfuerzo, la estructura se mantuvo sin problemas. Bahía tiene problemas y fuertes, varios edificios tienen problemas estructurales graves y deberán ser derrocados, otros se vinieron abajo sin más ni más. ¿Aprendieron del terremoto de 1998? Evidentemente no, la gente olvida pronto.
Me detengo y converso, no entiendo cómo alguien puede hacer fotografía sin establecer una relación con el fotografiado, converso porque es mi deber y me gusta, una mujer dice que el problema es la forma cómo se construye, “usan arena de mar”, dijo. No puedo creerlo: la arena de mar contiene sal y corroe el hierro. Además, no permite que el concreto sea lo suficientemente sólido, es como un terrón de azúcar. Bahía no aprendió, por tanto Canoa tampoco. Esta última, balneario de los jóvenes ricos de la zona, era una bomba de tiempo. Hay responsables. La pregunta es: ¿aparecerán alguna vez?
Ya he hecho una vuelta larga, estoy bastante al sur de mi retaguardia, debo regresar, no he comido nada, solo habas saladas y agua.
Una mujer dice que el problema es la forma cómo se construye, “usan arena de mar”, dijo. No puedo creerlo: la arena de mar contiene sal y corroe el hierro. Además, no permite que el concreto sea lo suficientemente sólido, es como un terrón de azúcar. Bahía no aprendió, por tanto Canoa tampoco.
Cometo un grave error, no sigo hasta Manta, donde podría haber usado la autopista que conecta con Portoviejo (la capital manabita). Torpe, uso la vía que conecta Bahía con Portoviejo, una vía en pésimas condiciones, nada que ver con el terremoto, así ha estado desde que recuerdo. Llego a Tosagua y decido no seguir más allá. Necesito procesar el material que he trabajado, quiero llevar algo a mi estómago.
El camino Tosagua – El Carmen es largo, tedioso y el camino está bastante afectado por el terremoto, derrumbes y tramos rotos y otros que cayeron al abismo. Tengo un pinchazo en la rueda posterior, el cambio de neumático es un drama porque parece que Godzilla ajustó la rueda. Logro continuar camino dos horas más tarde y llego a El Carmen de noche.
Lo que colapsó fue un modelo de desarrollo, un modelo estético: la gente dejó sus viejas casas de caña porque consideraban que eran sinónimo de fracaso. El éxito económico exigía hormigón, la gente lo veía elegante y símbolo de un estatus. ¿Cómo puede gustarle a la gente vivir en casas de hormigón? Cubos que se transforman en hornos en semejante clima, necesitan ser enfriadas por sistemas costosos de aire acondicionado que consumen cantidades obscenas de energía. Lo que fracasa es el modelo de éxito.
Miro la televisión que el dueño del local tiene encendida, el presidente Rafael Correa habla y anuncia que debe tomar medidas fiscales para poder solventar la crisis por el terremoto. No tiene otra opción, pienso, ya se gastó la mayor bonanza económica que ha tenido este país en aviones y lujos estúpidos, no le queda de otra, pienso.
Viernes estoy de nuevo en la zona cero, la maquinaria está echando abajo todo. La gente ha salido, Pedernales cada vez más vacía.
En Coaque  la mujer inteligente me había dicho: “los citadinos trasladan la ciudad al mar, no miran el entorno, no les interesa ni siquiera el mar, van a tostarse junto a una piscina. Ellos no saben que tenemos una cascada hermosa, no quieren saber del bosque, no quieren ver nuestros venados del monte, solo quieren tostarse junto a una piscina en zapatos de taco”. Cuando ella hace un silencio intervengo, “¿crees tú que sería buena idea que supieran de su cascada? Ella abre sus ojos brillantes y dice que no.
Si el gobierno me da una casa de hormigón no la recibo, dice la mujer. Tenemos materiales en la zona, debemos construir con ellos, añade. Pienso que tal vez los arquitectos podrían ayudar con planos para que la gente construya con sus propios materiales, hay que usar sus saberes, no solo reconstruir las casas, sino cambiar la forma de pensar.
¿Aprenderemos de esta experiencia? Solemos caer en los mismos errores una y otra y otra vez, Bahía es muestra de aquello.
Decido que es momento de regresar a la ciudad, procesar todo y escribir este artículo, tengo claro que esto no es más que el inicio de una historia, que nadie tomará en cuenta la reconstrucción, que la gente se desvanecerá cuando deje de ser noticia de primera plana, que Manabí es un pueblo maravilloso con lo mejor de la gastronomía de este país, que la historia empieza y no sé si la pueda terminar, pero que era mi deber hacerlo aunque el futuro sea incierto.

Este artículo fue publicado orginalmente en www.revistaanfibia.com

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