domingo, 22 de mayo de 2016

Las manos limpias

Francisco Febres Cordero
Domingo, 22 de mayo, 2016


Si todos son de mentes lúcidas habrá que preguntar a los psiquiatras. Si todos tienen sus corazones ardientes, diagnosticarán los cardiólogos. Pero sobre lo que no cabe duda es que todos son de manos limpias.
El discurso, por repetido, se torna absolutamente creíble. Basta ver que una familia progresa porque sus tres, cuatro, cinco integrantes ocupan cargos públicos, para que todos, sorprendidos, repitamos: ¡Qué limpieza de manos! ¡Qué lucidez palpitante de dedos! Y, con esas manos limpias, todos cambian su casita por una casota, viajan, compran carros de lujo.
Nadie, nadie duda de que tienen las manos limpias. Simplemente los vemos pasar y repetimos: ¡Qué limpios!
Tan limpios que cuando reciben el nombramiento para un cargo para el cual evidentemente no están capacitados, se dan a la tarea de nombrar uno, cinco, diez, veinte asesores para que “les den haciendo” el trabajo que ellos no pueden. Y sus ayudantes, claro, son bien limpios. Y todos, claro, terminan con su casota y el largo etcétera de bienes que adornan a cualquier nuevo rico.
Tan limpios son que cuando alguien duda de su pulcritud y alerta sobre el crecimiento de uñas negras en las manos limpias, comienza por recibir insultos, agravios, burlas, escarnios públicos hasta que termina, si no enjuiciado por los santos tribunales de la santa Inquisición, preso. O, como en algún caso de triste memoria, asesinado.
Pero basta que nos repitan que todos tienen las manos limpias para que creamos en eso como artículo de fe. Los ladrones siempre fueron otros y estuvieron antes.
Los de ahora no son ladrones: son revolucionarios. Y en la revolución no se roba. Porque el primer deber de un revolucionario es tener las manos limpias y, con esas manos limpias, otorgar contratos a dedo. Con esas manos limpias pagar los sobreprecios. Con esas manos limpias sacar del dinero público gruesas tajadas para engrosar sus cuentas personales.
En la revolución todo es así: ante todo, la limpieza que, ¡cuidado!, es un término que no puede confundirse con la transparencia. La transparencia es otra cosa, es un ardid perverso inventado por quienes solo pretenden hacer daño, calumniar, mentir y al cual, por eso mismo, hay que combatirlo a como dé lugar: desacreditando a la prensa independiente, acosándola, llevándola –como en el boxeo– hacia la esquina para allí vapulearla hasta que caiga. La única verdad es aquella que sale de las voces limpias de los locutores revolucionarios, de los dedos limpios de los escritores revolucionarios, de las gargantas profundas de los cantantes revolucionarios.
Tantas manos limpias dejarán su huella en la historia. De la revolución impoluta daré fe un museo ubicado en el palacio presidencial, donde se exhibirán los regalos recibidos por el jefe revolucionario, quien dejará allí joyas, lapiceros, relojes, como una demostración de su magnanimidad y de la honradez de su gobierno.
Para admirar los regalos que se hicieron a sí mismos muchos otros funcionarios del Estado, en cambio, bastará caminar por la ciudad y, lápiz en mano, hacer un inventario de los suntuosos bienes adquiridos. O rastrearlos en el extranjero, donde gozarán de todas las delicias de su vida prófuga y exhibirán su ardiente anillo colocado en el dedo más lúcido de sus manos limpias. (O)

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