Cuba: agonía de una revolución
En la isla hubo un intento, una esperanza y una pretensión que no deben olvidarse. Pero el sueño que encarnó la llegada de Fidel Castro al poder hace 60 años agoniza sin remedio
Muchos extranjeros han comprado propiedades a nombre de cubanos en los últimos años en La Habana porque aún no está permitido que lo hagan por sí mismos. Los precios se han multiplicado. En el barrio del Vedado abundan las mansiones y departamentos en restauración. En la zona de Miramar existen pubs donde los únicos negros que hay adentro son los guardias de seguridad: tipos grandes y macizos como los que custodian las discotecas neoyorquinas o parisienses. Meses atrás fui a uno de esos —el Mio & Tuyo—, y cuando quise llegar al área donde se encontraban las mujeres más admirables, uno de esos porteros me detuvo poniendo su brazo en mi hombro: “De aquí para allá es vip”, me dijo. “Para pasar debes comprar una botella de whisky Chivas Regal o ser socio del club”, agregó. Y yo pensé: terminó la revolución.
Al menos 30 movimientos guerrilleros surgieron en América Latina desde que triunfó la revolución cubana hasta fines de los años ochenta. Actualmente no queda ninguno, salvo el ELN de Colombia, convertido en organización delictual. La revolución —ese fantasma que hoy parece abandonar el continente— cautivó a los mejores políticos, artistas e intelectuales de su época, y una novelística esplendorosa brotó bajo su sombra. Hasta el cristianismo participó de su embrujo justiciero con la teología de la liberación. Pero esa fe hoy parece terminar su reinado. De ella quedan, cuando mucho, discursos vacíos, promesas y consignas que de tanto repetirse, sin nunca realizarse, han perdido su sentido.
Para esos que combatieron siempre la revolución, porque desde un comienzo atentó contra sus intereses y los tuvo por enemigos declarados, su muerte es motivo de festejos. A ellos les conviene, no obstante, mantener viva la idea de su amenaza, para así presentarse como guardianes de las mayorías y conservar el poder. Para quienes, en cambio, creyeron que otro mundo era posible y que la fraternidad podía imponerse al egoísmo, constatar que sus deseos abonaron la intolerancia, el abuso y la pobreza duele y quita el habla. Ha de ser por eso que hoy la izquierda honesta está muda.
Los cubanos suelen discutir sobre cuándo la revolución perdió su encanto. Algunos dicen que a comienzos de los setenta, tras el caso Padilla, con la sovietización del llamado Quinquenio Gris, cuando hasta los edificios se diseñaron con los planos de Jruschov y se instaló el concepto de “diversionismo ideológico” para todo aquel que pensara o deseara algo fuera de la norma establecida. Según otros, fue en 1989 con la Causa Número 1 —que terminó con el fusilamiento del general Ochoa, uno de los tipos más respetados de la revolución— y la caída de la URSS. Lo que vino después, el Periodo Especial, a los cubanos no se les olvidó más. Desapareció el petróleo y era tan breve el tiempo que tenían luz eléctrica que, en lugar de hablar de apagones, hablaban de “alumbrones”. Hasta gatos salían a cazar para comer.
El petróleo y la comida volvieron a Cuba con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela. Chávez vio en Fidel la figura de un padre, de un modelo, de un guía. Quiso seguir sus pasos y revivir a su manera el sueño de revolución que agonizaba agregándole el apellido de “bolivariana”. Compró Gobiernos en toda América Latina mientras el precio del crudo estaba por las nubes y los sumó al llamado socialismo del siglo XXI, cuando lo cierto es que el capitalismo ya había triunfado y lo suyo no era más que la triste caricatura de un hecho histórico que se apagaba. La revolución ya no tenía artistas, ni intelectuales, ni poesía, ni fe.
Si en Cuba hubo generaciones que se rompieron las palmas cortando caña, en Venezuela se predicaba con fajos de billetes en la mano. Si Chávez vio en Fidel a un padre legitimador, Fidel encontró en Chávez a un hijo como el que muchos cubanos tienen en el exterior, desde donde les mandan dinero para sobrevivir. Por duro que resulte reconocerlo, el sueño del socialismo y de la dignidad cubana estuvo siempre financiado por otros.
Pero si la revolución cubana perpetuó en el poder a ese grupo que lo conquistó a fines de la década de 1950, dando lugar a una gerontocracia inmune a los cambios, no generó una élite de millonarios, como el chavismo. En un comienzo se les llamó boliburgueses y hoy se les conoce como enchufados. Comerciando petróleo, droga, oro y diamantes nacionales, amasaron fortunas inconmensurables, al mismo tiempo que vociferaban contra los ricos y a favor del pueblo. Hoy son ellos los principales clientes de los pocos restaurantes de lujo que quedan en Caracas, mientras en los barrios se multiplican los comedores solidarios (ollas comunes) para combatir la desnutrición. Las cajas CLAP (del Comité Local de Abastecimiento y Producción) que reparte el Gobierno para paliar la crisis alimentaria, según bromean quienes las reciben, “son como el periodo, porque llegan una vez al mes y duran una semana”. La pobreza y la desigualdad han aumentado notoriamente bajo el Gobierno de Nicolás Maduro.
La Iglesia revolucionaria cubana está colmada de sacerdotes profesionales que ya perdieron la fe y de gestos que, desprovistos de significado, hoy parecen morisquetas. Nadie vive ahí ni de la tarjeta de abastecimiento mensual ni del sueldo que el Estado paga. Algunos lo resumen así: “Aquí unos hacen como que trabajan y otros hacen como que les pagan”. Con unos 26 euros mensuales —el equivalente al salario oficial—, se mueren de hambre. La mayor parte de la economía nacional se desarrolla fuera de esa estructura socialista. Quienes trabajan para una empresa estatal lo hacen principalmente para tener acceso a los bienes que pasan por ahí: los camioneros al petróleo, los panaderos a la harina, los albañiles al cemento… Luego lo roban como hormigas y lo venden en el mercado negro. Es una costumbre adquirida, de modo que ningún cubano juzga a otro por hacerlo. Si hubiera que describir el grueso del funcionamiento de la economía cubana, habría que decir que se trata de un capitalismo salvaje, desregulado y libre de impuestos.
El proceso de degradación no es nuevo, pero ahora se encuentra en una etapa terminal. Nadie habla de socialismo. Es notorio el renacer de una nueva burguesía. Aunque las condiciones de vida de la inmensa mayoría siguen siendo muy precarias, ese pequeño grupo que está protagonizando los cambios viaja, tiene Internet en sus casas (hay empresas piratas que lo instalan) y le sirve de fachada a dineros provenientes de fuera.
A estas alturas es un régimen político en el que nadie cree. Lo mató el orgullo, el autoritarismo, la burocracia. El iluminismo, la arrogancia, el control. Quiso ser el mundo nuevo y devino un mundo viejo. Desde hace tiempo su objetivo no es la justicia, sino la supervivencia. No salen en su defensa los espíritus atrevidos e irrespetuosos. Eso que alguna vez encarnaron los barbudos de la Sierra Maestra, hoy les apunta con el dedo y los condena. Me dijo un rastafari, en el parque Céspedes de Santiago de Cuba: “¿Cómo pueden seguir hablando estos viejos de revolución si luchan día y noche para que nada cambie?”.
A pesar de todo, en Cuba hubo un intento, un atrevimiento, una esperanza y una pretensión que más temprano que tarde debiera volver a encararnos, porque el ser humano puede renacer tras el fracaso, pero la renuncia a toda ilusión lo mata para siempre. La tarea de mantener vivo el espíritu de una comunidad, de hacer que cada hombre sea también responsable de los otros, y lograr que la libertad de cada individuo no sea enemiga de la libertad de los demás sigue en pie. Para hacerla creíble es requisito indispensable atreverse a pensar de nuevo. Dejar atrás sin complejos aquella izquierda fracasada y pervertida. Terminar con ese matrimonio envenenado, para poder enamorarse auténticamente otra vez.
Patricio Fernández es fundador y director del semanario chileno ‘The Clinic’. Su último libro, ‘Cuba. Viaje al fin de la revolución’, ha sido publicado por Debate el 24 de enero.
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