domingo, 1 de julio de 2018

¿El último gemido de Rafael Correa?

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador
Son muchas y genuinas las formas en que los caudillos dejan el poder.
Algunos, como reyes, mueren en los Palacios. Otros son derrocados y ajusticiados por sus pueblos. Hay los que, hartos de sí mismos, simplemente se retiran y también los que se van porque otro caudillo les ha quitado el cariño de las multitudes. También hay los que, arrepentidos de haber dejado el poder y la parafernalia, estallan en lágrimas y terminan ingresando de emergencia a un hospital, mientras su sucesor todavía no termina de dar el discurso de toma del mando. Ese fue el caso de Rafael Correa.
De todas las imágenes posibles, esa es la que más elocuentemente se adecúa a su personalidad. Emocional, dependiente de atención, abarcador, extremadamente cursi. Sus delirios de grandeza y la certeza de haber ingresado en la Historia, con H mayúscula, le nublaron los ojos. Por eso transformó al Palacio Presidencial en su museo personal. Desesperado se debe preguntar, en lo más íntimo de su ser, ¿qué hacer con el futuro? En ese mismo hemiciclo de la Asamblea Nacional, un par de años atrás, gritó que su vida ya no es suya, que no le pertenece, ni siquiera a su familia, porque era del pueblo y de la patria, del momento histórico. Su vida volvió a ser suya, a su pesar.
Esta década pasó como un torbellino. Nos acostumbramos a lo innombrable: todos los sábados el caudillo tomó la costumbre de insultar de forma procaz, linchar a sus enemigos, burlarse de sus defectos físicos, fomentar un ejemplo de violencia e intolerancia. Nos acostumbramos a sus amenazas. Los que antes del correismo eran niños, probablemente hoy son universitarios y su memoria política tiene que ver exclusivamente con el caudillo. Los que fueron adolescentes y jóvenes, hoy son adultos. Una década de nuestras vidas se fue, en el río fétido de la verborrea correísta.
Fue la década perdida. Hace 10 años el caudillo soñó con transformar al país e ingresar en los anales de la historia como el gran transformador de todos los tiempos. Una década más tarde, su sucesor se desmarca del legado. Califica de “elefantes blancos” a sus escuelas del milenio y las descarta. Renuncia al enlace de los sábados. Promete una relación refrescante y fluida con la prensa. Pide que lo critiquen duramente, porque la crítica es la asesoría gratuita de los gobiernos y, según dice, a veces es más amigo el que critica que el que alaba, porque le muestra los errores.
El país que deja el caudillo, está dividido en bandos antagónicos. No existe ninguna forma de control político a los actos del poder público. El sistema judicial y el poder Legislativos, son dependencias de un partido político. Los fiscales del Estado, fueron sus íntimos amigos. Algunos de los que hace diez años prometieron gobernar con manos limpias, las ensuciaron en bochornosos casos de corrupción y huyeron a matrimonios suntuosos de los que nunca regresaron.
Doce horas antes de dejar el poder, el caudillo envió un proyecto de Ley a la Asamblea Nacional para regular los supuestos actos de odio en las redes sociales e internet. Hay algo que nunca toleró: el humor. Nunca admitió que él, el más grande de los caudillos, sea ridiculizado en internet, ese espacio colosal al que no llegaron los tentáculos de su Ley de Comunicación. En estos diez años, sin embargo, hizo todo lo que estuvo a su alcance para cercenar la libertad de expresión. No mucho antes de dejar Carondelet se alegró con las denuncias que un grupo de seguidores suyos, ex funcionarios de la censura, denunciaran a medios de comunicación por no publicar acusaciones jamás probadas contra el ex candidato presidencial que le desafió. En su década, logró que la acción de protección constitucional no proteja nada, peor aún los derechos constitucionales de los medios de comunicación. En el Ecuador del postcorreismo, los derechos constitucionales no son realmente justiciables.
Hay un nuevo estilo, es cierto. Probablemente, el cambio es simplemente eso: nuevas formas. Pero el simple hecho de que las formas hayan cambiado, es motivo de exasperación para el caudillo. Sueña con volver, regresar. No hace tantas semanas, celebró que el contralor del Estado enjuiciara a los referentes morales del país y defendió la írrita condena que una jueza traidora del Derecho les pretendió imponer. El tiempo, sin embargo, le comienza a dar la razón a los miembros de la Comisión Nacional Anticorrupción. La guerra del correísmo ha comenzado. El fiscal general ordena allanar la casa del intocable. El mismo oficialismo habla de juicio político al contralor, radicado en Miami.
Muchos, a lo largo de estos 10 años, no alcanzaron a ver el fin del correato y se apagaron viendo al país en la triste vorágine de la mentira y la desvergüenza. El delirio autoritario se robó 10 años en las vidas de muchas personas, impulsó a otras. Yo me convertí en escritor y descubrí que la columna de opinión, más que un género periodístico o una contribución a las discusiones públicas, es una íntima y honda indagación en uno mismo y en el lenguaje. Ha terminado el gobierno más largo de la historia ecuatoriana. Somos distintos a lo que fuimos hace 10 años. Los beneficiarios del régimen, hoy son ricos. Hubo lágrimas. Hemos crecido. El caudillo se mira en el espejo y encuentra no el paso de una década, sino la inexorable destrucción de su ser. La imagen demacrada de hoy, da cuenta de una década demoledora. Pero no se acabó como él quería, por eso no puede contener las lágrimas. T. S. Elliot decía: “Así es como se acaba el mundo/no como una explosión, sino como un gemido”.

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