Carlos Jijón
El presidente le había pedido a la Fiscalía que investigue mi supuesta participación en el 30S en base a un tuit que yo había emitido esa aciaga mañana del 30 de septiembre de 2010, y estábamos conscientes de que, casi todo aquel que Correa había señalado, había sido procesado y la mayoría estaba en prisión. Debe haber sido 2014. Tras haber sido despedido en 2010 del noticiero que dirigía, por la presión implacable del gobierno, como la mayoría de las decenas de periodistas que habíamos sido echados por la misma causa, yo llevaba años desempleado, empujando un emprendimiento digital en el que más de un anunciante me había hecho saber que no podía pautar para no disgustar al régimen.
Eran las primeras horas de una noche que recuerdo fresca. Mi mujer y yo acabábamos de parquear frente a nuestra casa y estábamos abrumados cuando ella rompió el silencio con su lógica de abogada: “¿Por qué no nos vamos?”. Yo pensé en el Coronel César Carrión, que estaba en la cárcel, acusado por un fiscal de intento de asesinato al Presidente de la República, por haber dicho que nunca estuvo secuestrado. En Fidel Araujo, de quien un testigo falso presentado por la Fiscalía, dijo en el juicio que le había entregado un arma con forma de cámara fotográfica y cien dólares para que dispare contra Correa y lo mate en medio de la revuelta. En Francisco Endara, que junto a otras diez personas, se encontraba prófugo, acusados de terrorismo por haber entrado a la fuerza a Ecuador TV a protestar por la manipulación de la información ese 30 de septiembre. Y entonces miré a mi mujer y le respondí: “No. Yo me quedo aquí. Que se vayan ellos”.
Sigo aquí. Algunos de ellos también, como Jorge Glas, en la cárcel. Otros siguen en el poder. Rafael Correa está prófugo. No es la primera vez que un expresidente huye de la justicia. Jamil Mahuad sigue en Boston por haber ordenado la congelación de los depósitos bancarios y pese a que nunca se ha creído que se apropió de un centavo de ese dinero, sigue procesado por peculado. Lucio Gutiérrez fue condenado por la increíble causa de negarse a reconocer que su derrocamiento había sido legal. Fabián Alarcón, por peculado. Creo que todos recuerdan las causas del exilio de 20 años de Abdalá Bucaram. Pero nunca un presidente ecuatoriano había sido procesado por ordenar desde el poder el secuestro de un opositor y financiar el ilícito con dinero público.
Nunca un General de la República había sido asesinado tras ser destituido por denunciar corrupción. Todavía hay que investigar quién asesinó a tiros, y por qué, frente a la casa de su madre, a mi amigo, el periodista Fausto Valdiviezo. La misteriosa muerte de un soldado a quien no se le abrió el paracaídas y terminó estrellándose contra la Plaza Central de Portoviejo. El accidente de tránsito de la expresidenta del banco COFIEC, que denunció un crédito de 800 mil dólares, sin garantías, a un argentino llamado Gastón Duzac, y que una noche se estrelló, sin motivo aparente, contra una roca en una de las carreteras que rodea Quito.
Existe una diferencia fundamental entre los asesinatos ocurridos durante el régimen de Febres Cordero y los de la última década. Injustificables, horrendos, los crímenes que se perpetraron entre 1984 y 1988 fueron cometidos en medio de una lucha fraticida contra una facción que había decidido desconocer la democracia y captar el poder mediante las armas. Las muertes ocurridas durante la última década son, casi todas, de personas que habían denunciado corrupción.
Debo consignar aquí que el Fiscal Galo Chiriboga no me sindicó ni me inició ninguna indagación pese a la presión pública de Correa. Acusó a decenas de inocentes, pero a mí no. Con frecuencia apelaba cuando los jueces fallaban dejando en libertad a personas contra las que no existía prueba alguna. Pero contra mí, no. No sé por qué. Nunca he podido dejar de sentir un extraño desconcierto, una rara empatía por un hombre que acabó con la vida de tantos, pero que a mí me permitió seguir indemne.
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