domingo, 29 de julio de 2018

La majestad de lo simple



Alberto Ordóñez Ortiz
Por AGN -28 julio, 20183
La vida se hace de cosas simples. No necesitamos de un reino. Tampoco de un cetro. Ni de su castillo de oro inexpresivo, por metálico y frío. Se hace con las mariposas que dividen la mañana en una gozosa variedad de espejeantes y cambiantes colores. Con la campana que en el aire retenido de un pasado sin vuelta, se da modos para regresarnos a la primera comunión. A su estadía en el éxtasis de una pureza en la que no cabía ni siquiera dios. De pronto me veo trepando con la impalpable flor de la inocencia hasta perderme cielo arriba, mitad con mitad del incienso de una romería que aún no termina ni terminará. En el simple caballo de carrizo con que recorrimos el mundo conocido que comenzaba y no terminaba en ninguna parte.
Y, todo, para que volviéramos a recorrerlo con el enardecido afán de encontrar al niño que en su trayecto se nos fue de las manos.
Está en el reloj de la infancia sin marcar ni las horas, ni los minutos, ni los segundos, porque no permitimos que el tiempo entrara. Colgados de la estrella de la tarde, sin pedir permiso, porque no hacía falta, ingresábamos al regazo de la noche y de la madre, donde cuentos inmemoriales se sucedían una y otra vez y otra, y aunque fueran repetidos, siempre eran nuevos y nunca cansaban. Había una oración que cerraba la sacra ceremonia y que decía algo como: “Angel de la guarda, no me desampares ni de noche, ni de día, hasta que duerma en los brazos de Jesús, José y María”. Así se escurría la vida. En medio de silentes relojes retenidos por ese azul que jamás se fue y que nos mira y a veces solloza allá lejos.
En la majestad de lo simple, la vida se hace comparsa del río, y si nos negamos a verla, es por la prisa que nos mantiene [inmensamente] ocupados en naderías. Nos pasamos esperando que ocurran aquellas cosas “grandes” con que soñamos, sin saber qué son, ni sus colores, ni sus flores preferidas, ni siquiera sus nombres. Sin que nunca lleguen. Porque la felicidad está con y en nosotros. Precisamente en la majestad de lo simple. Hay que desaprender -como lo quería Cabral- y dejar de mirar únicamente lo que tiene precio. Hay que peregrinar hacia dentro, hasta encontrar la luz que nos devuelva la vista.
Si miras bien, podrás ver a Dalí derretir al tiempo y, a Chagall, devolvernos el azul que perdimos cuando nuestro trompo quedó olvidado en media calle y amanecimos con el puñal de la adolescencia en el costado más costado del pecho. O cuando quedarnos con los ojos cerrados y temblando con el Claro de Luna de Debussi o con las Aves Marías de Schubert y de Juan Sebastián Bach. O cuando el primer amor nos llevó a ese puente colgante en que miramos al río de la eternidad que se detuvo y nos retuvo en su remanso de perpetuas hojas amarillas. Para que no lo olvidáramos, nos marcó con su herradura por el resto de la vida. Aunque haya un día en que -repletos de olvido- no recordaremos ni siquiera su nombre.
El vino para consagrar la majestad de lo simple está a nuestro alcance. No dejo pasar la oportunidad. Me pierdo entre sus líquidas vides, donde te espero para decir salud, si, salud, -valga la insistencia- por la majestad de lo simple. (O)

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