Felipe Burbano de Lara
Martes, 20 de diciembre, 2016 - 00h01
La transición política abierta por el proceso electoral y el retiro de Rafael Correa transcurren en medio de dos abismos sociales y políticos amenazantes para el futuro del Ecuador: la polarización ideológica en torno al legado de la revolución ciudadana, y los resentimientos, odios, enemistades, que dejan diez años de un estilo personalista, insultador, arrogante y autoritario de conducción política.
Martes, 20 de diciembre, 2016 - 00h01
La transición política abierta por el proceso electoral y el retiro de Rafael Correa transcurren en medio de dos abismos sociales y políticos amenazantes para el futuro del Ecuador: la polarización ideológica en torno al legado de la revolución ciudadana, y los resentimientos, odios, enemistades, que dejan diez años de un estilo personalista, insultador, arrogante y autoritario de conducción política.
No estamos frente a una transición pacífica, renovadora, de un gobierno a otro en medio de un acuerdo básico sobre instituciones políticas, modelo estatal y política económica. Todo lo contrario, nos enfrentamos a posiciones ideológicas insalvables, irreductibles y esencialistas. De un lado, quienes proclaman la necesidad de rehacerlo todo, refundar lo refundado, reinventarse el país de nuevo desde un liberalismo más o menos radical. Y de otro, quienes defienden a ultranza el legado de la revolución ciudadana, el socialismo del siglo XXI, y solo encuentran elogios y exaltaciones a la obra realizada. Para los primeros no hay redemocratización de la sociedad ecuatoriana sin un desmontaje radical e inmediato de todo lo hecho por el correísmo. Para los segundos, el legado es intocable, y Correa tiene que ser convertido en un mito alrededor del cual girará la memoria de Alianza PAIS, su historia y la proyección futura del movimiento. El propio Correa está persuadido, enajenado, por la idea de su propia grandeza. Nos espera un retiro largo y agotador para transformar al caudillo en mito: innumerables condecoraciones, cánticos a su heroicidad, fiestas en los pueblos, exaltaciones a su figura y agradecimientos por su obra. Ese legado intocable explica la conversión de Lenin Moreno en un candidato sin voz, sin posturas, sin opinión, sin personalidad política, obligado solo a exaltar lo realizado.
A este primer abismo de confrontación ideológica, que rompe todos los puentes, que transforma la política en una guerra entre posturas insalvables, le alimenta un segundo abismo: el odio y los resentimientos políticos y sociales acumulados en diez años de un sostenido maltrato discursivo –mediocres, corruptos, antipatriotas, desestabilizadores, golpistas, sufridores– acompañado por un ejercicio abusivo del poder. El clima de hostilidad aparece como el resultado de una violencia simbólica gubernamental que ha eliminado todo reconocimiento del otro. Basta leer las redes sociales, escuchar los debates en los espacios públicos o seguir las sabatinas para darse cuenta del clima de hostilidad e intolerancia absoluto que nos carcome día a día y que proclama los peores ajustes de cuentas. Tenemos un espacio público viciado, enemistado, enfermo, donde solo podemos reconocernos como integrantes de bandos irreconciliables.
Los dos escenarios se alimentan mutuamente: la distancia ideológica se agrava por el odio y resentimientos creados por Correa. El espacio público está roto, fracturado, en medio de un juego político entendido por el gobierno como una interminable lucha por el poder. Las dos condiciones del escenario electoral trazan un preocupante horizonte para el futuro de los ecuatorianos si no somos capaces de encontrar puntos de mediación y entendimiento para restablecer una convivencia democrática sin eludir las diferencias y las luchas por el poder. (O)
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