Francisco Febres Cordero
Domingo, 11 de diciembre, 2016 - 00h07
A mí ¡darme una ternura cuando el excelentísimo señor presidente de la República siace bueno! ¡Ay!, se mueven las fibras más íntimas de mi corazón. Se enmudecen mis ojos. Ay no, qué bruto, se humedecen quise decir. Es que, estremecido como estoy, me cuesta hablar y eso creo que es lo que se enmudece.
Domingo, 11 de diciembre, 2016 - 00h07
A mí ¡darme una ternura cuando el excelentísimo señor presidente de la República siace bueno! ¡Ay!, se mueven las fibras más íntimas de mi corazón. Se enmudecen mis ojos. Ay no, qué bruto, se humedecen quise decir. Es que, estremecido como estoy, me cuesta hablar y eso creo que es lo que se enmudece.
Cada cierto tiempo al excelentísimo le agarran unos como cólicos, como espasmos de desprendimiento y ¡oh prodigio!, se vuelve generoso. Ahora, por ejemplo, la cercanía de Navidad le ha hecho acuerdo de que está botadito en el pesebre y no tiene ni con qué tapar las deudas y por eso quiere dar ejemplo de pobreza. ¿No les parece maravilloso su comportamiento? ¿No? ¡Qué insensibles que son!
Para demostrar que su poder no está afincado en bienes terrenales, ha emprendido otra vez (ya creo que va por la tercera) una campaña a fin de desprenderse de sus joyas, aquellas más valiosas que le fueron obsequiadas en los muchísimos viajes internacionales que hizo acompañado de su séquito de apóstoles y apóstolas, hacia los territorios más alejados del Oriente. Y del Occidente. En sus dos aviones particulares en que viaja, vino trayendo el oro, el incienso y la mirra con que los reyes magos saludaron su presencia en las lejanas tierras: un set de joyas de oro rosado y una pulsera de oro blanco (no pues para que se ponga él, sino su sacrosanta esposa), tres juegos de mancuernas, un bolígrafo, un anillo, 26 relojes, un set de alhajas de oro blanco, platino y acero, todo lo cual asciende a 448 mil dólares que –según su ofrecimiento– donará a los pobres.
Es que para él los pobres sí merecen entrar al reino de los cielos o, por lo menos, ser recibidos en el reino de Bélgica donde, para acogerlos como se merecen, él se compró un departamento con la plata que le cayó como maná y dijo que iba a donar a un orfanato donde –¡oh milagro!– el único huerfanito resultó ser él.
Es que cuando se pone bueno, es bien bueno el excelentísimo, para qué también. ¡Cómo se desprende de todo! Hasta de lo más preciado que tenía se desprendió recién nomás y por eso les pidió la renuncia a todos los ministros, quedándose sin algunas joyas como ese Serrano que había y sin los cuarenta otros ministros que quiénes también serían, pero algunos de los cuales estaban engarzados en oro. Y en plata.
¿Nues como para enternecerse? Igualito que las joyas, está rematando también los proyectos hidroeléctricos, las bombas de gasolina, las minas y los campos petroleros, para esa plata dársela a los pobres chinos que son bien pobres, los pobrecitos. ¡Y lloro!
Lo único malo es que al excelentísimo su bondad no le dura mucho y luego, sin tener más que rematar, se remata él mismo. Rematado, le regresa la paranoia de que le van a matar, de que le van a botar, de que hay movimientos desestabilizadores, alianzas oscuras en que intervienen los trogloditas, los fascistas compañeros de Pinochet. Entra en delirios, ve fantasmas que le persiguen, monstruos que lo acosan, siente golpes blandos en el hígado, grita que nuay crisis, que nuay corrupción, manda leyes a diestra y siniestra, insulta, dice que no conoció a los ladrones profugados, se inventa cosas, miente y, en el medio de todo, se pone a cantar.
Es decir, vuelve a su estado natural hasta que le llegue el próximo espasmo de bondad. (O)
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