Publicado el 2016/12/24 por AGN
[Alberto Ordóñez Ortiz]
El año que viene está en nuestro delante. De un momento para otro se alzará su telón. Juraría que podríamos tocarlo con las manos. Pero más allá de los secretos en que se refugia, tengo la vívida sensación de que se abre como el mar: olas, olas y olas. Arena sin fin. Y tempestades. Y la mar quieta que nos espera en alguna curva del destino. Las barcas buscando detrás del horizonte. Las despedidas y los reencuentros en los muelles. Los pañuelos húmedos y los que flamean como una bandera al viento a mitad de la volátil arena de las quimeras.
Las gaviotas girando en torno al leve remolino que forman como si fueran las mismas que estuvieron al inicio de la eternidad. Y más allá, el misterio ineluctable. No cuento con la lámpara de Aladino para descifrar lo que está en camino. Tampoco con alfombras volanderas para viajar en el tiempo. Sólo con una pequeña alfombra para hacer mis ejercicios de yoga animado por el propósito de encontrar en mi interior las islas que se me perdieron cuando la bohemia me llevó cogido de sus sacrosantas manos. Y en danzas sin pausas. No me queda más que el arcano y su indescifrable baraja y el recurso de la clandestinidad en que me he refugiado para atisbar los enigmas.
Si supiésemos lo que va a ocurrir habríamos perdido uno de los mayores embrujos: el asombro. La campanada del descubrimiento. La develación de los secretos que surgen con cada paso. El estallido con que nos marca cada instante. Nos perderíamos el persistente murmullo de la corriente que nos sale al encuentro con su cadencia que dibuja el torbellino en que gira la vida. Y gira con nosotros y con nuestra llamarada al centro.
La certeza de la inutilidad de descubrir el futuro nos envía de vuelta al presente que es lo único que nos queda: punto mínimo en que no cabe más que nuestro corazón latiendo frente al infinito mientras la sombra que somos marcha a nuestro costado como muda testigo de nuestra fragilidad de barro, de barro mezquino y volandero en trance de extinción. El umbrío sendero que recorremos nos va llenando de voces secretas, de murmullos y de rosas que de pronto surgen con la canción del perfume con que se abre el ramaje que titila detrás de sus incógnitas.
No venimos a quedarnos. No va quedando espacio. Ni hay espacio para tantos. Sólo venimos a soñar, amar y a partir. La mochila de los sueños se rompe por lo más delgado y deja que caigan y cubran los caminos para que alguien los recoja y vuelva a empinarlos por encima de nuestra fulgurante transitoriedad. El infinito no será acaso recoger los sueños que nos antecedieron para convertirlos en nuestros y que los que vienen hagan lo mismo. Es una pregunta sin respuesta. Remansada por pétalos amarillos.
Los años sólo van. No tienen pasaje de regreso. Sus estaciones quedan siempre por delante. Entonces es preciso que cada instante sea una celebración y, desde luego, que entendamos que el primer mandato de la condición humana es hacer de la vida una apoteosis y que es preciso elevarla a los altares y salir en procesión lanzando flores. Te invito a extender la mano. (O)
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