Los cañonazos no bailables de fin de año
Asistimos al fin de la fiesta más tóxico de la gran década. Quién habría imaginado que tras la bambalina revolucionaria se tapara tanta putrefacción. Los escándalos de corrupción en el área petrolera junto con lo que era un secreto a voces –que Odebrecht había pagado a funcionarios ecuatorianos para conseguir sus jugosos contratos, así como lo hizo en el resto del mundo– son solo la punta apenas visible de una gran montaña todavía oculta de mal manejo de los mayores recursos públicos que el país ha recibido en años.
Nos prometieron manos limpias, corazones ardientes y mentes lúcidas. Se hinchieron de una superioridad moral nunca vista. Rafael Correa, el iluminado absoluto, había llegado a salvar al país. Era una suerte de mesías dueño de la verdad revelada. Luego vinieron los petrodólares en cantidades inimaginables y se acabó el socialismo idealizado, si es que alguna vez lo hubo. Llegó el desenfreno total acompañado de lo que usualmente incluye: altísimas dosis de cinismo y desvergüenza.
Dice el repetido Dictum de Acton que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Una década vivida por los ecuatorianos para constatar el proceso de transfiguración de las intenciones. A la revolución ciudadana se le puede acusar de varias cosas, pero ciertamente tenía un proyecto de país claro, estemos de acuerdo o no con él. Ese proyecto, esas ideas, ese objetivo de transformación fue quedándose, sin embargo, en el camino. En el trayecto aparecieron los megacontratos, las macro obras y, con ellas, las gigantescas coimas y la posibilidad de los grandes negociados para beneficio personal. ¡Qué carajo importaba si se perjudicaba al país en unos dólares más o unos dólares menos; ellos eran los dueños del país! Así, poco a poco, los revolucionarios de las manos limpias se convirtieron en los nuevos ricos del día. Los tecnócratas que pretendían volver eficiente al Estado, lo convirtieron en un Leviatán endeudado de por vida. Abandonaron su proyecto ideológico y en ese trance, digámoslo con todas sus letras, acabaron al país.
En estos días el chuchaqui se vuelve agrio, de pésimo sabor como ocurre luego de una tremenda borrachera con todo tipo de excesos. Imagino que tras bastidores el malestar es aún mayor, pues ya dejaron de ser los titiriteros dueños del show. Su suerte se decide demasiado lejos y, por eso, empiezan a temblarles las extremidades. Se nota la desesperación en sus declaraciones. Algunas de ellas risibles, como la de que no se admitirá el testimonio de Odebrecht.
Al mismo tiempo siguen repitiéndose los absurdos cotidianos, como ese del fiscal de la nación emitiendo certificados de honorabilidad a personajes dudosos o aquel de encarcelar a los denunciantes de los atracos. Vivimos los momentos que ningún comensal quiere vivir: la fiesta se acabó, solo quedan vasos a medio tomar y puchos tirados por el suelo. Se barre el desastre de la noche que acaba bajo las alfombras que quedan. Sin embargo, poco se puede hacer con el olor fétido del ambiente.
El anfitrión, Rafael Correa, sabe ya que su reputación está manchada para siempre, así Alvarado dedique el resto de sus días a tratar de transformarlo en una celebridad impoluta. Él y nosotros sabemos la clase de desmanes ocurridos en la larga noche de fiesta revolucionaria.
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